– ¡Si estropeas las peras me las pagarás, inútil!
El pie derecho da un salto repentino a la derecha y queda suspendido en el aire para evitar el charco, mientras los brazos se afanan desesperadamente por sujetar la carga. Por un instante, las cajas pierden el equilibrio y se tambalean, pero los pulgares-gancho las retienen y les permiten recuperar la estabilidad.
Los pies ya pisan las losas con firmeza, sin encontrar más obstáculos. Sólo retroceden un paso cuando van a tropezar con unas naranjas caídas y aplastadas, que evitan con destreza antes de seguir avanzando hacia la pila de cajas. Los brazos se levantan y las cajas quedan suspendidas en el aire, luego bajan con cuidado y quedan depositadas sobre las demás peras. Los pulgares se relajan y los antebrazos empiezan a asomar por entre las rendijas de las cajas.
La piel recuerda la del pescado, similar a la lubina, de un color blanco sucio que vira al gris hacia los nudillos y con estrías que se vuelven más profundas cerca de las articulaciones. Las uñas no son prolongaciones de los dedos, sino apéndices escamosos de tres colores: negros en los extremos, blancos en el centro y amarillentos en la raíz. El tinte amarillento se expande por los dedos segundo y tercero de la mano derecha, mientras que el pulgar de la izquierda carece de uña.
Las manos se desplazan despacio hacia los bolsillos del pantalón. La izquierda se esconde enseguida en su refugio, aunque la derecha cambia de opinión en el último instante y vuelve a dirigirse a las cajas de peras.
Los dedos empiezan a recorrer la madera de arriba abajo con dulzura, suavemente, como si la acariciaran. Llegan a la cuarta caja y se meten rápidamente por la rendija. Al salir, cobijan en el hueco de la mano una pera envuelta en su pañuelito blanco. El pulgar y el meñique la sostienen pegada al pantalón, mientras la palma forma una pantalla que oculta la fruta.
La mano derecha se mete apresuradamente en el bolsillo derecho del pantalón, como una alimaña que se refugia en su madriguera para esconder la presa. Los pies reemprenden el camino, ahora ya más lenta, más ociosamente, a ritmo de paseo y no de trabajo. El derecho da un giro lento, el izquierdo lo sigue. Caminan pegaditos a unos montones de cajas vacías y tiradas de cualquier manera, unas de pie, otras de lado y otras más, medio rotas.
Los pies se detienen allí donde terminan las hileras de cajas y empieza un muro desnudo. En la base crece un poquito de hierba, amarilla y pisoteada. Los pies trazan un círculo de noventa grados delante de la hierba, el izquierdo por delante y el derecho algo rezagado. Las rodillas se doblan al unísono y bajan hacia el suelo, hasta quedar al mismo nivel. Luego se separan, con la punta del pie derecho mirando hacia uno de los edificios y la punta del pie izquierdo hacia las pilas de cajas vacías que acaba de dejar atrás.
La mano derecha sale lentamente del bolsillo del pantalón con la pera entre los dedos. La sacude un poco para quitar la envoltura de seda y luego empieza a llevarla a la boca, muy lentamente, como si quisiera retrasar el primer mordisco.
Un segundo par de pies aparece en escena y se dirige al primero. Caminan a buen ritmo y en línea recta, sin desviarse. La colisión se produce cuando el pie izquierdo recién llegado avanza inesperadamente y tropieza con el tobillo que ya estaba allí. El pie derecho recién llegado pierde el equilibrio y da un traspiés en el aire. Por un momento, parece que va a caer encima del otro par de pies, pero consigue adelantarse y al aterrizar arrastra la mano derecha que sostenía la pera. La palma de la mano, sorprendida, deja caer la fruta. La pera va a parar sobre la hierba mojada, con las marcas de la dentadura que la ha mordido contra el suelo.
El pie izquierdo recién llegado se arrastra sobre el otro pie izquierdo como si quisiera empujarlo, se engancha en el espacio entre ambos pies, consigue liberarse, tropieza con el pie derecho rival y lo arrastra consigo. Al final, se detiene junto al otro pie derecho, aunque con la rodilla algo doblada.
– ¿Qué? ¿Descansando a las once de la mañana? ¡Inútil! ¿Qué te has creído? ¿Que sigues en tu país, comiendo a costa del partido?
El segundo par de pies se aleja aún más rápido, con el ímpetu que confiere la mala leche. Los dedos de la mano derecha se abren y abrazan la pera. La huella del mordisco se ha ensuciado. Los dedos levantan la pera y la acercan al pantalón, cambian de dirección en mitad del recorrido y la llevan hacia la manga del brazo izquierdo. Apoyan la cara mordida de la pera al tablero de ajedrez y empiezan a frotarla en diagonal, como se mueven los alfiles en una partida. El movimiento se repite varias veces, luego los dedos cambian de rumbo y llevan la pera hacia la boca. Al mismo tiempo ambos pies se mueven hacia las rodillas, para dejar espacio libre y evitar nuevas colisiones.
– Eh, Tuerto, ve a Stamatakos; que te dé cinco cajas de melones y me las traes al camión.
– ¿Por qué dar trabajo siempre a él y no dar a nosotros?
– Porque cobra la mitad que vosotros. ¡Despierta, tío, esto es la globalización! ¿Sabes qué significa globalización? Que todos los muertos de hambre de los Balcanes pueden venir aquí para trabajar por un mendrugo de pan. Y que yo puedo dar el trabajo al que come menos. ¡Esto es la globalización!
– Él no ser nuestro.
– ¡Me importa un pito! Oye, Tuerto. ¿Aún estás ahí?
La pera a medio comer cae de la mano y va a parar al suelo, mientras ambos brazos se desplazan hacia atrás. Los dedos se pegan al muro y empiezan a subir. El cuerpo se levanta apoyándose en las plantas de los pies. Cuando ya está del todo erguido, los pies dan media vuelta para enfilar la recta que apunta al edificio de enfrente. Ahora mantienen el rumbo fijo hacia su destino, como un barco que se dispone a atracar en el puerto.
El suelo del edificio está sembrado de verduras: lechugas, coles, tomates, coliflores; toda una huerta pisoteada. Los pies avanzan con destreza entre hortalizas, pisan con firmeza las hojas más grandes y evitan las más resbaladizas. A su alrededor se libra una guerra verbal en todos los frentes, por los precios y por atraer a los compradores ensalzando el atractivo de los productos.
Los pies, que seguían acercándose a las cajas de los melones, se detienen bruscamente a cierta distancia. La mano izquierda se mete en el bolsillo del pantalón mientras la derecha empieza a rascar el brazo izquierdo cubierto por la manga ajedrecística. Un frotamiento de espera y turbación.
– Darme cajas con melones.
– ¿Cómo voy a dártelas a ti, si Zeofanidis quiere al Tuerto?
– Yo hacer con mismo dinero.
– Eso díselo a Zeofanidis. Yo cumplo sus órdenes no tengo ganas de líos con los mafiosos. Tuerto, ven aquí.
El pie derecho vuelve a ponerse en marcha en primer lugar, el izquierdo lo sigue, y mientras los pasos se agilizan, ambas manos se tienden en línea recta hacia delante, como si les urgiera agarrar las cajas, antes de que cualquier otro las atrape. Los pies van a parar delante de las cajas con los melones. Las manos se aferran a las primeras cinco cajas. Los pies, sincronizados, retroceden un paso para que las manos dispongan de espacio suficiente para tomar impulso y levantar las cajas. Pero la carga pesa mucho y, en cuanto las cajas se separan del montón, caen hacia el suelo. Las manos las siguen, incapaces de detener la caída, al tiempo que las rodillas se doblan en vano, sin conseguir ofrecer su ayuda a las manos. Las cajas aterrizan sobre el pie derecho, que no ha logrado retirarse con la misma rapidez que el izquierdo. Las manos quedan brevemente paralizadas, incapaces de reaccionar. No obstante, se recuperan enseguida, cuando la primera caja se vence hacia un lado y los melones amenazan con rodar por el suelo. Ambas manos bajan a la vez y se convierten en barrotes que aprisionan las cajas e impiden la caída de los melones. Permanecen así unos instantes, después el cuerpo vuelve a enderezarse, aunque sea con dificultad, mientras las manos tiran de las cajas y las levantan. Los pies dan media vuelta lentamente, con cuidado, como ciegos que tantean el suelo en busca de obstáculos. El pie izquierdo avanza con normalidad pero el derecho se arrastra un poco, le cuesta dar el siguiente paso y obliga al izquierdo a rezagarse para esperarlo.
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