– ¡No necesito protección! -afirmó categóricamente, como si quisiera demostrar que de miedo, nada.
El otro se encogió de hombros.
– Mira a tu alrededor. Bancos, comercios, oficinas, todos contratan seguridad. Nosotros damos el mismo servicio a mitad de precio.
– No necesito protección -repitió Vasilis.
– Piénsatelo. No tienes nada que perder. Ya hablaremos.
Salió de la cocina sin esperar respuesta. Al pasar por delante de la caja, se detuvo.
– Levanta la cabeza para que te vea -indicó a Tatiana.
Su voz no fue dura ni imperiosa, sino más bien un murmullo sugerente. Tatiana obedeció y levantó la cabeza lentamente. Vio que el hombre recorría su rostro con la mirada, como si evaluara los detalles, pero esta vez no se asustó. Permitió que la observara a sus anchas.
– Eres una mujer hermosa -comentó él, en el mismo tono sugerente.
Tatiana volvió a bajar la vista y el mafioso se alejó. Ella oyó que se abría la puerta del restaurante y dedujo que se había ido.
Vasilis contemplaba la escena desde la cocina. Sintió deseos de abalanzarse contra el mafioso, pero le contuvo el axioma soviético: «El secretario tiene las de ganar. Punto en boca y ocúpate de lo tuyo». Apretó los dientes hasta las tres de la mañana, cuando volvieron a casa. Allí se ensañó con su hija, a quien gritó: «¡Conque charlando con la mafia!» Y empezó a golpearla sin piedad. La familia hizo mutis. Vasilis pegó a Tatiana hasta que se quedó sin resuello. La dejó tirada en medio de la sala y fue a acostarse sin desnudarse siquiera.
La paliza no impidió que el mafioso se presentara en el restaurante la noche siguiente. En esta ocasión se sentó a una mesa, cenó y pagó la cuenta. Desde entonces, se convirtió en cliente habitual. Vasilis rabiaba, pero no se atrevía a meterse con él. Además, no le daba razones para ello: cenaba en compañía de sus dos guardaespaldas, pagaba y se iba. Sólo en una oportunidad preguntó a Vasilis si había considerado su propuesta. Vasilis repitió que no quería protección. El otro no insistió y el asunto quedó así.
Era Tatiana quien pagaba las consecuencias. Vasilis se desquitaba con ella cada dos noches.
El teléfono los despertó en plena noche. «El Odessa está en llamas», dijo una voz, y colgó en el acto.
Vanguelis, el hijo mayor, que se había levantado de la cama para contestar al teléfono, tardó unos momentos en asimilar la noticia. Cuando comprendió lo que pasaba despertó a la familia, se metieron todos en la furgoneta y fueron corriendo al restaurante.
Vieron las llamas desde lejos. En la acera de enfrente se había congregado un grupo de gente y los vecinos contemplaban el incendio desde los balcones, como si fuera la salida del sol que, de todas formas, no se podía ver. Dos camiones de los bomberos trataban de apagar las llamas, que envolvían el edificio entero. Vasilis supo que del restaurante no quedaría nada más que las cuatro paredes. Se acercó al jefe de los bomberos.
– ¿Qué ha sido? ¿Una colilla o el gas?
El bombero se volvió para mirarlo.
– Un incendio provocado -contestó secamente-. Alguien tenía cuentas pendientes contigo.
– Yo no tengo enemigos. En el vecindario todos me conocen. -Aunque mientras lo decía pensaba en el mafioso, no rechistó, como había hecho en los viejos tiempos cuando se trataba del secretario del partido. Pensaba en él, pero nunca lo nombraba.
– Eso se lo cuentas a la policía -replicó el bombero, y volvió a su trabajo.
Cuando fue a prestar declaración, del Odessa sólo quedaban las brasas. Lo interrogaron durante más de tres horas, pero tampoco en esta ocasión nombró al mafioso. Delante de la comisaría le esperaba su familia en la furgoneta, todos menos la hija.
– ¿Dónde está Tatiana? -preguntó.
– No lo sabemos -respondió Iosif, el hijo menor-. Cuando nos reunimos para marchar había desaparecido.
– Habrá ido a casa -apuntó María.
Pero allí no estaba. Tampoco apareció los días siguientes. Vasilis y sus hijos recorrieron todos los locales donde prostituían a rusas, rusopontias y ucranianas, pero todo fue en vano. Dos golpes en una misma noche fueron demasiado para Vasilis. Para curarse al menos de uno, prohibió a su familia que volviera a hablar de Tatiana. Los dos hijos obedecieron enseguida, como custodios suplentes del honor familiar. La señora María no se atrevió a oponerse y lloró en secreto la pérdida de su hija.
Los dos golpes simultáneos fortalecieron a Vasilis en lugar de amedrentarlo. Tenía algún dinero ahorrado y decidió volver a abrir el restaurante. Puso manos a la obra, tratando de olvidar la desaparición de Tatiana. A fin de cuentas, no era la primera ni sería la última. Desde que se desmoronó la Unión Soviética, miles de jóvenes habían desaparecido de sus casas para terminar en algún país productor de petróleo.
Una semana antes de la inauguración se presentó el mafioso con sus guardaespaldas.
– ¡Enhorabuena! -le dijo a Vasilis en tono amistoso-. Eres tenaz y trabajador. ¡Te felicito!
Vasilis se volvió y lo miró con rabia.
– No pienso pagar por tu protección. Dormiremos todos en el local, escopeta en mano. Quémalo, si te atreves.
El mafioso sonrió.
– ¿Quién ha hablado de protección? -dijo amigablemente-. Se trata de hacernos socios.
– No quiero rendir cuentas a nadie. Y menos a un socio que me ha incendiado el local.
– Pondré la mitad del dinero para convertirlo en un restaurante de lujo, e iremos al sesenta y al cuarenta.
Vasilis vaciló. Por una parte, eso le permitiría cumplir un sueño; por otra, no le gustaba la idea de asociarse con la mafia. Luego lo meditó más fríamente. Si el secretario provincial le hubiera propuesto ser socios, ¿acaso se habría negado?
– Muy bien, al cincuenta por ciento.
El mafioso sonrió y le dio una palmadita en la espalda, señal de que habían llegado a un acuerdo. El Odessa se convirtió en un auténtico local de lujo, con manteles almidonados, servilletas almidonadas y cubiertos caros, como los restaurantes donde comían el secretario y la nomenclatura del partido.
Una hora antes de la inauguración, Vasilis vio que un Mercedes negro se detenía delante del Odessa. Uno de los guardaespaldas del mafioso bajó para abrir la puerta. La joven que se apeó del coche llevaba un lujoso abrigo de pieles, y estaba peinada y maquillada como si acabara de salir de la peluquería. A Vasilis le costó reconocer a Tatiana. Se quedó petrificado y fue incapaz de articular palabra. Su hija pasó de largo sin hacerle ningún caso y entró en el restaurante. En cuanto se recobró, Vasilis echó a correr tras ella.
– ¡Puta! -gritó, y quiso levantarle la mano, pero los dos guardaespaldas lo agarraron y le obligaron a sentarse en una silla.
Tatiana se volvió y lo contempló con indiferencia. Se quitó el abrigo de piel y lo dejó caer en una silla. Debajo llevaba un vestido de noche negro. Innumerables joyas le cubrían por completo el cuello, las orejas y los brazos.
– A partir de hoy te ocuparás de la caja -dijo a su padre en ruso-. Yo llevaré el restaurante. Así lo ha decidido Igor -Luego se dirigió a sus hermanos, que contemplaban la escena boquiabiertos-. Tenéis una semana para convertiros en camareros profesionales -les dijo, también en ruso-. De lo contrario, os despediré y contrataré a otros. No quiero poca montas en el local.
– ¿Quién eres tú para darme órdenes? -gritó Vasilis, fuera de sí-. Yo he levantado este local con mis propias manos.
– Lo sé -respondió su hija con frialdad-. Por eso te dejo la mitad. Pero si no aprendes a comportarte, te compraré tu parte y te echaré a la calle.
A partir de aquella noche Tatiana no volvió a hablar en griego y se dirigió en ruso a todos. Vasilis cerró la boca y se puso a trabajar, como había hecho en la Unión Soviética. Del negocio no podía quejarse. A las órdenes de Tatiana, iba viento en popa. Su única queja era su hija. ¿Cómo había podido renunciar así a su familia, a su patria y a su lengua?
Читать дальше