La cabeza rubia se inclinaba sobre la caja registradora, inmóvil. Así seguiría toda la tarde, hasta la hora de cerrar. Desde lejos, se diría que era un busto colocado allí por algún escultor que quería prestar gracia y belleza a ese restaurante impersonal llamado Odessa. ¿Por qué una familia de refugiados rusos de ascendencia griega había preferido Odessa al Odisós de su patria recobrada? Tal vez porque ignoraban el término griego. O quizá porque el nombre Odessa sugería que el restaurante servía comida rusa. Esto, al menos, nadie podría ponerlo en duda. En una época en que los griegos han sustituido la chuleta de cerdo con escalopines en salsa de nísperos y nueces, y la caballa a la plancha por lenguado marinado en piña y naranja, el Odessa servía auténtico bors y ensaladilla rusa de verdad, que nada tenía que ver con la ensaladilla grecorrusa, esa que utilizan en las sandwicherías para remozar el pan.
El Odessa estaba decorado al estilo de los restaurantes griegos: mesas de formica cubiertas con manteles de papel, con las palabras «buen provecho» impresas. Servían el pan en una cesta que contenía, además, los cubiertos y las servilletas. En la pared de la izquierda colgaba la reproducción de un grabado de la Odessa del siglo X DC. En el resto de las fotografías aparecían las islas griegas vistas a través del objetivo del Organismo Nacional de Turismo. Y la cabeza rubia de Tatiana, inclinada sobre la caja registradora, rectilínea e inmóvil.
Se diría que la joven lo hacía a propósito, para atraer la atención de la clientela masculina. Su fanática dedicación a las cuentas incrementaba la afluencia masculina a los lavabos, que estaban junto a la caja. Hombres de todas las edades pasaban por delante de ella con la esperanza de que su aura la inspirara a alzar la vista y mirarlos. Lo único que conseguían era esperar a lo tonto delante de la puerta de los servicios.
Quizás habrían desistido de sus vanos esfuerzos de haber sabido que Tatiana mantenía los ojos fijos en la caja debido a la mirada vigilante de su padre. El Odessa era el negocio familiar de los Serjidis, o Serjof, como se habían llamado en la antigua Unión Soviética. María, la madre, se ocupaba de la cocina. Los dos hijos, Vanguelis e Iosif, trabajaban como camareros, y Tatiana, la menor de la familia, hacía las veces de cajera. El único que no hacía nada era Vasilis, el padre. Él sólo daba las órdenes y lo supervisaba todo.
Cuando Vasilis llegó a Grecia en 1993 se llevó consigo la relación de amor y odio que mantenía con el régimen soviético: aceptaba una parte del sistema socialista, rechazaba la otra visceralmente. «El partido y el secretario provincial me vigilan sin hacer nada -decía-. Yo bajo la cabeza, me callo la boca y trabajo, porque así es como funciona el sistema. Pero en casa el partido soy yo. Allí vigilo yo sin hacer nada, mientras mi mujer y mis hijos bajan la cabeza, se callan la boca y trabajan.»
Éste era el lado aceptable del sistema. Lo inadmisible tenía que ver con su hija, Tatiana. Cuando ésta le anunció que quería ser perito agrícola, levantó la mano, le dio un bofetón y la mandó a la cocina, la única unidad productiva del hogar.
– A mí no me van esas teorías comunistas de que todos, chicos y chicas, han de estudiar -dijo-. Nuestras muchachas se quedan en casa y se ocupan de las tareas domésticas hasta que encuentran un buen muchacho para casarse.
Claro que Marx afirmaba que el socialismo crearía un hombre nuevo, pero Vasilis no conocía a Marx, sólo conocía al secretario provincial. La Unión Soviética se disolvió y Vasilis cogió a los suyos y se trasladó a Grecia, donde instaló la misma familia socialista, tal y como él la entendía. El sistema funcionaba como un reloj hasta el día en que decidió abrir el restaurante. Entonces se planteó la siguiente cuestión: qué hacer con Tatiana, una joven de veintidós años, cabello rubio, ojos azules, cuerpo de sílfide y dos piernas como copas de cristal. Consideró la posibilidad de encerrarla en casa bajo llave. ¿Y dejarla sola hasta las tres de la mañana, cuando volvieran ellos? Entonces se le ocurrió la idea de la caja. La muchacha colaboraría en la empresa y él podría vigilarla.
El busto que los clientes admiraban todas las noches era obra de Vasilis. Tatiana percibía la mirada de su padre a todas horas, incluso cuando él se encontraba en la cocina o fuera del restaurante. Porque, cuando él no estaba, la vigilaban los hermanos. Así, la joven aprendió a mantener la cabeza gacha, a mirar únicamente las manos -las manos de sus hermanos, que iban a buscar las cuentas-, a escuchar las voces y a escribir: «Una ensalada de patatas para la 2. Tres bors para la 11.»
Con el paso del tiempo, su sentido del oído se afinó, como ocurre con los ciegos. Basándose en el vocerío del restaurante era capaz de calcular cuánta gente había, quiénes eran los clientes habituales y cuántos habían ido por primera vez. Le bastaba con oír una voz para saber quién se sentaba dónde y en qué mesa.
El Odessa estaba en la plaza de los Santos Incorpóreos, en la zona alta y baja de Atenas, allí donde los abrigos de pieles se reunían con las cazadoras de plástico y los Mercedes con los ciclomotores. No se contaba, desde luego, entre los bares y restaurantes caros que habían ocupado las residencias neoclásicas de la zona. Se alojaba en una vieja fábrica de grandes ventanas desnudas. Gracias a la cocina rusa, sin embargo, pronto adquirió una buena reputación. Poco a poco, fue librándose de las cazadoras de plástico y empezó a ascender hacia los abrigos de pelo de camello y de pura lana virgen.
Vasilis Serjidis soñaba con convertir el Odessa en un restaurante de manteles blancos almidonados, servilletas blancas almidonadas y cubiertos de lujo, como los establecimientos donde comían los cuadros del partido en el Pontos.
– Este es el reino de la vajilla barata y los manteles de papel -solía decir-. A mí ya me conviene, desde luego, pero no se puede negar que había más categoría donde vivíamos antes.
Claro que en los barrios altos habría encontrado muchos restaurantes como aquellos en los que comía la nomenclatura local del Pontos, pero Vasilis no conocía los barrios altos, como tampoco conocía a Marx.
No se descarta que los conociera el jefe de la sucursal ateniense de la mafia rusa, que visitó el Odessa una noche de sábado a eso de las once, cuando el local estaba abarrotado. Un cuarentón de estatura media y facciones marcadas. Uno de sus dos guardaespaldas se interpuso en el camino de Iosif y le preguntó en ruso:
– ¿Y el jefe?
El muchacho enseguida comprendió de qué se trataba. Señaló a la cocina, mientras los platos iniciaban un temblequeo en sus manos. El mafioso avanzó sin decir palabra y sus dos guardaespaldas se apostaron junto a la puerta.
Tatiana notó la mirada del mafioso en la piel. Fue una de las raras veces en que se sintió turbada. Le entró pánico y quiso desaparecer detrás de la caja, pero la conmoción duró sólo un instante, porque el mafioso pasó de largo y entró en la cocina. Se detuvo delante de Vasilis y lo miró ceñudo, antes de echar otro vistazo al restaurante.
– Bonito local -comentó como para confirmar su primera impresión.
Vasilis, por instinto, quiso bajar el listón.
– Qué va, es una tasca de poca monta; apenas da para alimentar cuatro bocas.
– Puedes subir los precios. Hay una buena clientela.
– Si los subo, no vendrán más.
– Tienes demasiado miedo -dijo el otro, meneando la cabeza-. Lo barato no vende, tuvimos que hundirnos para darnos cuenta. Lo que necesitas es un restaurante caro pero bien protegido, para que no sufra daños.
Vasilis lo miró a los ojos.
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