Petros Márkaris - Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos

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Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos: краткое содержание, описание и аннотация

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Nueve relatos, nueve casos policíacos en los que se ven involucrados inmigrantes albaneses, de países del Este o subsaharianos, en los que intervienen asesinos, sicarios, viejos racistas o camareros, que se desarrollan en Atenas, en los prolegómenos de la cita olímpica de 2004. Historias como el asesinato de tres árabes en las inmediaciones de las instalaciones olímpicas o el que comete un camarero sudanés tras ganar una quiniela muestran la cara más sórdida y grotesca de la actual sociedad griega.

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Stavrópulos regresa y se sienta a su escritorio. A juzgar por su expresión deduzco que mi teoría se ha confirmado.

– Pavlos Orkópulos, trabaja por convenio. Estuvo aquí las tres noches.

– ¿Le tocaba la guardia nocturna?

– La primera noche, sí. Las otras dos, no. Se cambió el turno con un compañero. Está matriculado en Formación Profesional y dijo que prefiere trabajar de noche, porque se está más tranquilo y puede estudiar para los exámenes de septiembre. -Calla y me mira-. ¿Y ahora qué hacemos?

– Nada. Si me lo llevo para interrogarle, lo negará todo y nos será difícil demostrar que fue él quien robó los cadáveres. Pero alguien tuvo que introducir el cuerpo en el Estadio Olímpico. O sea, que hay un cómplice.

Llamo por teléfono a Kalavritis, el ingeniero del Estadio Olímpico, y le pido que me espere junto a la entrada a la obra dentro de un cuarto de hora.

– Pon la sirena y pisa a fondo -le digo a Vlasópulos, que ha venido a buscarme con un coche patrulla. Quiero llegar antes de que algún listillo avise a Parker y tenga que cargar con su presencia.

Kalavritis me espera en la entrada, paseándose nervioso arriba y abajo.

– ¿Hay alguna novedad? -pregunta, y su mirada me dice que preferiría que no la hubiera.

– Quiero una lista de los coches registrados en la obra.

Su inquietud va en aumento.

– Si ha de haber un escándalo, debo informar a la dirección de la empresa. No quiero cargar con la responsabilidad.

– Lo que buscamos no tiene nada que ver con la empresa ni directamente con las obras -le tranquilizo.

Vuelve a acompañarme a la oficina prefabricada, donde espero. Estoy sobre ascuas pero, por suerte, no llego a quemarme porque Kalavritis no tarda ni cinco minutos en presentarse con la lista. Más o menos por la mitad veo el Yaris y leo el nombre del propietario: Sotiris Kumerkas. Mando a Vlasópulos en busca del coche y pido que me traigan a Sotiris, el capataz que presume de saber albanés en su curriculum.

– ¿Otro interrogatorio de albaneses? -pregunta él, sonriendo.

– No, hemos terminado con el interrogatorio y con los albaneses. Sólo queda una pregunta. Quiero que me digas cómo los trasladasteis.

– ¿A quiénes?

– A los muertos del depósito. ¿Los llevabais envueltos en una sábana?

Se produce una pequeña pausa.

– ¡Al final lo ha descubierto! -dice impertérrito y sin dejar de sonreír.

– Sí, y a tu cómplice, también. Orkópulos.

Sigue sonriendo tan tranquilo.

– En el asiento trasero del coche. Los sentábamos detrás y, un poco más abajo, retirábamos la sábana hasta la cintura -Se echa a reír-. Parecían hombres vivos que insultaban al conductor del coche que iba delante.

– ¿Por qué lo hicisteis? No lo entiendo.

– Fue Orkópulos quien me dio la idea. Una tarde que íbamos juntos en el coche vi que no dejaba de hacer el gesto. Cuando le pregunté a quién insultaba, me dijo que a las cámaras instaladas para los Juegos Olímpicos. «Insulto a los maderos que controlan las cámaras», explicó. Entonces, se me ocurrió otra cosa: dejar en ridículo el sistema de seguridad al completo.

– ¿Por qué? ¿Qué ganabais con eso?

– ¡Vamos, comisario! -exclama indignado-. ¡Setenta mil policías en las calles, más el zepelín, más las cámaras! Queríamos organizar unos Juegos Olímpicos y hemos vuelto a los tiempos de la dictadura. Y todo eso porque los americanos nos contagian el miedo al terrorismo como si fuera el sida. Nos drogan con sus sistemas de seguridad. Se nos ocurrió ridiculizarlos con muertos que insultan para demostrar que no valen nada.

– Pues con las cámaras os habéis equivocado. No hay ningún policía mirando. Sólo hay una cinta que graba el tráfico. Y ¿quieres que te diga una cosa? Entre nosotros. La mitad pronto serán inservibles. Porque los nuestros tendrán demasiada pereza para cambiar las cintas, o se olvidarán de hacerlo, o estarán ocupados en cualquier otra cosa.

Me mira fugazmente decepcionado, pero enseguida se recupera.

– ¡Sí, pero lo del muerto y el zepelín sí que fue bueno! -grita entusiasmado-. Imagínese, todo un zepelín, dos millones de euros mensuales en alquiler, y lo único que pilla es un muerto que lo insulta con la mano. ¡Qué metedura de pata!

– Todo esto es provisional, Kumerkas. No volveremos a los tiempos de la dictadura que, de todas maneras, tú no viviste.

Se echa a reír de nuevo.

– ¡Vamos, comisario! En Grecia todo va al revés. Nada más permanente que lo provisional y nada más provisional que lo permanente. Le daré un ejemplo. Mañana por la mañana salen los suyos y anuncian: se realizarán controles estrictos y se impondrán cuantiosas multas a todos los operadores de maquinaria que no lleven casco. Un gran milagro que dura tres días, como diría mi madre. Pasado ese tiempo se olvidarán y volveremos a lo de siempre. Ahora dicen que las cámaras son provisionales, que sólo las han instalado para los Juegos Olímpicos. Pero seguro que después de los Juegos se inventarán mil excusas para no retirarlas y dejarlas donde están indefinidamente.

– ¿Y vale la pena ir a la cárcel por eso?

– ¡Expresamos el sentir popular! -replica con orgullo-. Mañana la prensa y los medios de comunicación se pondrán de nuestra parte, por no decir que nos declararán presos políticos. Aunque nos caigan un par de años, seremos famosos, como Kenderis y Zanu. [5]Si abrimos una cafetería, serviremos cafés a cuatro euros y cañitas a cinco, y amortizaremos este episodio en menos de un año.

Lo dejo en manos de Vlasópulos e indico a Dermitzakis que me lleve a Orkópulos, el futuro socio, a comisaría. En el momento de salir de la zona de obras veo llegar la limusina de Parker. El vehículo se detiene justo delante de mí y el americano baja como un rayo, fuera de sí.

– ¿Qué significa esto? -grita en inglés-. ¿Por qué no me ha informado? Siempre actúa a mis espaldas. You are operating behind my back.

Finish -le digo en tono cortante.

Me mira asombrado.

Finish ? -repite mecánicamente-. What do you mean?

Le veo como al entrenador de los portugueses y me entran ganas de dar saltos como hizo Rechangel, que tomó las riendas del equipo sin ninguna esperanza y lo condujo a la victoria final.

– ¡Todo ha terminado! -insisto, y le explico lo ocurrido.

Me escucha con cara de pasmo y, para cuando acabo, ha tenido que cerrar el pico. Luego se echa a reír y me da una palmada en la espalda, entusiasmado.

Great, Kostas! -exclama. Y sigue en inglés-: Not, I'm sure that nothing will happen. Estoy seguro de que no pasará nada.

– ¿Y eso? ¿Hemos ganado puntos en su estima? -pregunto en tono irónico.

– ¡Si a nosotros nos han vuelto locos, seguro que también volverán locos a Al Qaeda! -responde y me rodea los hombros con el brazo con la intención de meterme en la limusina.

De refilón

Ambas manos sostienen con fuerza las cajas llenas de peras. Las palmas, vueltas hacia arriba y con los dedos juntos, sirven de base, mientras los pulgares sujetan la última caja, la de más arriba, como si fueran ganchos. Los antebrazos desaparecen en el interior de dos mangas a cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Al puño de la izquierda le falta el botón y las puntas se menean extrañamente.

Los pies han encontrado refugio en un par de zapatillas deportivas de lona. La tela es de color granate, aunque encima hay una capa negra o marrón, según el color del barro que la cubre.

– ¡Allí no! ¡En la otra pila, donde pone A-A! ¡Te lo he dicho mil veces! ¡Serás idiota!

El pie izquierdo da un giro brusco para cambiar de dirección y se hunde en uno de los charcos del camino. El agua salta como de una fuente que acabara de ponerse en marcha. Los téjanos negros no absorben las salpicaduras, las escupen, y las gotas van resbalando una tras otra, lentamente al principio, tanteando la superficie, y después más rápido, como si estuvieran deslizándose por una rampa bruñida. Las más débiles se quedan atascadas en la rodilla derecha, allí donde el tejido está desgastado, pero gracias al ímpetu acumulado superan el obstáculo y siguen bajando hasta el calzado de lona.

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