Petros Márkaris - Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos

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Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos: краткое содержание, описание и аннотация

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Nueve relatos, nueve casos policíacos en los que se ven involucrados inmigrantes albaneses, de países del Este o subsaharianos, en los que intervienen asesinos, sicarios, viejos racistas o camareros, que se desarrollan en Atenas, en los prolegómenos de la cita olímpica de 2004. Historias como el asesinato de tres árabes en las inmediaciones de las instalaciones olímpicas o el que comete un camarero sudanés tras ganar una quiniela muestran la cara más sórdida y grotesca de la actual sociedad griega.

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La camioneta está aparcada delante del edificio, medio cargada ya de tomates, coliflores y sacos de patatas y cebollas. Los pies están cansados. A medida que se acercan a la camioneta, el derecho se arrastra cada vez más y el ímpetu del izquierdo va disminuyendo. Las manos tiemblan y las cajas se separan del tórax, tambaleándose. El pie izquierdo da un último saltito hacia delante, el derecho se arrastra una vez más y los dos se reúnen junto a la carrocería. La tensión de los brazos se relaja de golpe y las cajas caen en el interior del vehículo con un crujido extraño.

– ¡No las dejes ahí, en el borde! ¡Hatajo de inútiles! ¡Sois el colmo de la vagancia! Sube y empújalas hacia el fondo.

Pies y manos se quedan quietos por un instante, como si no acertaran a decidir si deben obedecer o marcharse de allí. Las manos son las primeras en obedecer: se agarran a la carrocería para izar el resto del cuerpo. Las piernas no tienen más remedio que conformarse. Las manos empujan las cajas en diagonal a la derecha, hacia el espacio vacío en el fondo de la camioneta. Pies y manos aguardan un momento la llegada de otra orden y, al ver que no se produce, los pies se acercan al borde del cajón y saltan al suelo, sin que las manos opongan resistencia.

– Zeofanidis está en las oficinas. Dice que te pases por allí para cobrar.

De nuevo media vuelta y los pies enfilan el camino al edificio. Ahora caminan lentamente, con desgana, arrastrándose imperceptiblemente por el suelo. Los brazos cuelgan y se mecen sin ritmo, como si dieran bandazos. Los pies vacilan un momento delante del edificio, luego doblan a la derecha y se dirigen a una puerta que pone: «Caballeros.» El pie derecho empuja la puerta y la mantiene abierta para que pase el pie izquierdo. Luego suelta la puerta, que se cierra a sus espaldas.

En el suelo, un charco sucio de tamaño mediano. Los pies chapotean con indiferencia, tal vez para limpiar las zapatillas de deporte granates, y se dirigen al primer cubículo libre, que carece de puerta, al igual que los demás. Las huellas ennegrecidas de las pisadas, unas encima de otras, dibujan un extraño mosaico. A ambos lados de la taza hay montones de papel higiénico, pañuelos de papel y trozos de periódico. Algunos muestran restos de inmundicia, otros los ocultan porque han caído del revés.

Los pies se acercan al retrete y se separan bruscamente, como si hubieran intercambiado palabras ofensivas y quisieran seguir caminos distintos. Hay suciedad reciente en la escasa agua del fondo, restos secos en las paredes y dos moscas enormes que no dejan de inspeccionar el conjunto. La mano derecha busca la cremallera del pantalón y la baja. La mano izquierda se mete en la abertura, saca el pene y lo sujeta con firmeza entre el índice y el pulgar, formando un anillo que se desliza lentamente y obliga al pene a estirarse sobre la taza. Cuando la mano izquierda llega al extremo del pene, la derecha acude para sostener el miembro en el momento en que empieza a salir la orina. Es de color amarillo oscuro y choca con fuerza contra la pared posterior de la taza, salpicando todo alrededor. El chorro va mermando poco a poco, la orina cae cada vez más cerca, hasta que se desprenden las últimas gotas.

La mano derecha roza el pene con la palma para meterlo de nuevo en el interior del pantalón, pero el miembro no parece dispuesto a obedecer. Empieza a estirarse y pierde su flaccidez. La mano no insiste, se retira y deja el pene libre. Éste empieza a bajar, pero la erección lo mantiene paralelo al suelo. La palma izquierda pasa por debajo del pene y empieza a acariciarlo suavemente, con ternura, mientras el cuerpo se inclina un poco hacia delante. El pene permanece por un rato paralelo al suelo, hasta completar su erección. Después cambia de dirección y empieza a subir lentamente, paso a paso, como si estuviera aburrido de mirar la taza del váter y quisiera ver el techo. La palma izquierda se ha retirado y las manos no hacen ningún esfuerzo por detener la trayectoria del pene.

– ¡Así que estás aquí, gilipollas! Zeofanidis te buscaba. Date prisa, porque tiene que irse.

Bruscamente, la mano izquierda abre la abertura del pantalón mientras la derecha agarra el pene y trata de hacer dos cosas a la vez: empujarlo hacia abajo y meterlo en la bragueta. Pero el pene está duro y va por su cuenta; prefiere la trayectoria ascendente. Las manos se asustan, la izquierda suelta la abertura del pantalón y aprieta el pene, la derecha lo empuja hacia el interior. Pero la bragueta ya se ha cerrado y la mano izquierda tiene que abandonar el intento de ayudar a la derecha para volver a abrir el pantalón. El pene no puede resistir tanta presión, se curva y entra de mala gana, mientras la mano izquierda se apresura a subir la cremallera.

Los pies abandonan los lavabos a paso ligero, casi a ritmo de marcha militar, apresurándose en dirección a la camioneta cargada de cajas.

– ¿Dónde coño te habías metido? Tengo prisa. ¡Gilipollas! Tendría que haberme marchado sin pagarte.

La mano derecha se adelanta con la palma abierta, dispuesta a recibir los billetes.

– Mañana te quiero aquí a las seis. Ojito, no vayas a dormirte. ¡A ver si me dejas colgado!

Los billetes caen lentamente, de uno en uno, en la palma de la mano. El pulgar se levanta y se cierra como un resorte sobre cada uno de ellos. La caída de billetes se detiene y la mano se repliega para apretarlos. El pie izquierdo gira a la izquierda y echa a caminar, esperando que el derecho dé el siguiente paso. La mano derecha mete los billetes en el bolsillo del pantalón.

De repente, otro par de pies surge de la nada y se planta delante de los primeros. Los dos pares de pies y manos quedan inmóviles por un instante, enfrentados. Después la mano derecha recién llegada desaparece detrás de la espalda. Al reaparecer, la hoja de un cuchillo brilla entre los dedos.

– ¡Eh, que éste ha sacado un cuchillo!

– Tú, a lo tuyo. Eso no va con nosotros. Ellos son así. Se rajan a la mínima de cambio.

La mano derecha que lleva los billetes se detiene antes de meterse en el bolsillo del pantalón. La palma aprieta todavía más el dinero, mientras la izquierda se levanta con cuidado para proteger el tórax.

Sin querer, los pies retroceden un paso. Están dispuestos a dar la vuelta y echar a correr, cuando la mano que tiene el cuchillo inicia un movimiento recto muy preciso, con la destreza que confiere el hábito, y lo clava en el otro vientre.

– ¡Que le mata, cojones!

– Entra en el coche y no te busques problemas.

– Le está matando por cargar con tus cajas.

– Buscaré a otro, que las cargará por menos dinero. Y si le mata a él también, encontraré a otro aún más barato. Las leyes del mercado son inflexibles.

El cuchillo vuelve a clavarse. La mano derecha se abre y los billetes caen lentamente al suelo, encima de unas naranjas podridas. La mano que no sostiene el cuchillo baja y recoge el dinero. Los pies dan media vuelta y desaparecen por donde han venido.

Primero, la mano derecha acude a la herida derecha. Luego, la mano izquierda acude a la herida izquierda. Ambas muestran las palmas, manchadas de rojo. Dos gotas caen de la mano izquierda sobre una de las zapatillas color granate, que las absorbe. Las manos quedan abiertas y un tanto curvadas, como si estuvieran expuestas al público. Las piernas empiezan a doblarse, poco a poco al principio, después a ritmo de derrumbe. Llegan al suelo y se estiran, mientras ambos brazos se extienden hacia los lados, con las palmas siempre vueltas hacia arriba, muy rojas. La punta del pie derecho mira al cielo, el pie izquierdo sigue inclinándose en ángulo cerrado, imitando la torre de Pisa, y allí se queda. Inmóvil.

La emancipación de Tatiana

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