John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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Al salir en estampida, y ver brotar llamas de las dos furgonetas, todos corrieron en busca de las suyas, y como huían del fuego como locos, cada uno por su cuenta, se organizó un lío enorme, poco menos que un concurso destinado a destrozar coches. Muchos de ellos, que obviamente ya no tenían sed, sino unas ganas enormes de llegar a casa, cerrar las puertas con llave y cargar las armas de fuego, se marcharon. Cada camioneta de las del bar de Big Louie tenía como mínimo una pistola debajo del asiento o en la guantera, y en muchos casos escopetas de caza en la parrilla de la luna trasera.

No era ese el mejor grupo al que buscar las pulgas. Si le quemas a alguien la camioneta, tendrá ganas de guerra.

Capítulo 28

A las ocho ya no quedaban patas de pollo, se había consumido demasiado alcohol y la mayoría de los invitados de Koffee estaban impacientes por volver a la ciudad y enterarse de la gravedad de la situación. Los equipos de televisión iban de un lado para otro, tratando de seguir el ritmo a los pirómanos, y fueron los incendios los que, en definitiva, pusieron fin a la celebración que tenía lugar en el lago. Drew Kerber se quedó, matando el tiempo en espera de que se fuera todo el mundo.

– Tenemos que hablar -le dijo a Paul Koffee, abriendo otra cerveza.

Se acercaron al borde del estrecho embarcadero, lo más lejos posible de la cabaña, aunque no quedara nadie. También Koffee tenía una botella de cerveza. Apoyados en la baranda, miraron el agua a sus pies.

Kerber escupió y bebió un traguito de cerveza.

– ¿A ti te preocupa ese tal Boyette? -preguntó.

Koffee se mostró sorprendido, o al menos lo intentó.

– No, pero es evidente que a ti sí.

Otro trago largo y lento de cerveza.

– De niño, yo vivía en Dentón -dijo Kerber-, y en el barrio había unos cuantos Boyette. Tenía un amigo que se llamaba Ted Boyette. Acabamos juntos el instituto. Luego entró en el ejército y desapareció. Oí que se había metido en líos, pero cambié de casa, acabé aquí y ya no me acordé más de él. Bueno, ya sabes lo que pasa con los amigos de la infancia: nunca te olvidas del todo, pero tampoco los ves. El caso es que en enero de 1999 (me acuerdo del mes porque es cuando encerramos a Drumm) estaba en comisaría cuando algunos de los chicos se empezaron a reír de un chorizo al que habían pillado en una camioneta robada. Consultaron su ficha: lo habían condenado tres veces por agresión sexual. Fichado por delitos sexuales en tres estados, y solo tenía treinta y cinco años. Los polis se preguntaban cuál era el récord, quién era el pervertido fichado en mayor número de estados. Alguien quiso saber cómo se llamaba, y otro dijo: «T. Boyette». Yo no abrí la boca, pero tuve curiosidad por saber si era el chico de nuestro barrio. Consulté su ficha policial y vi que se llamaba Travis, pero seguí teniendo curiosidad. Un par de días más tarde, lo llevaron al juzgado para que compareciera un momento ante el juez. Yo no quería que me viese, para no incomodarlo si resultaba ser mi viejo amigo. En la sala había mucha gente; costaba poco pasar inadvertido, pero no era él: era Travis Boyette, el mismo que ahora está en la ciudad. Lo he reconocido nada más verlo en la tele, por la cabeza rapada y el tatuaje en la izquierda del cuello. Estuvo aquí, Paul, en Slone; en la cárcel, aproximadamente cuando desapareció la chica.

Koffee reflexionó intensamente por espacio de unos segundos.

– De acuerdo -dijo-, supongamos que estuvo aquí. Eso no quiere decir que sea verdad que la mató.

– ¿Y si dice la verdad?

– ¡No lo preguntarás en serio!

– Sígueme la corriente, Paul. ¿Y si la dice? ¿Y si Boyette cuenta la verdad? ¿Y si es cierto que tiene el anillo de la chica? ¿Y si Boyette los lleva hasta el cadáver? ¿Entonces qué, Paul? Ayúdame, el abogado eres tú.

– Me estoy quedando alucinado.

– ¿Nos podrían acusar?

– ¿De qué?

– ¿Homicidio, por ejemplo?

– ¿Estás borracho, Kerber?

– He bebido demasiado.

– Pues duerme aquí, y no cojas el coche. ¿Por qué no estás en la ciudad, con todos los demás polis?

– Soy detective, no poli de calle; y me gustaría no quedarme sin trabajo, Paul. Hipotéticamente, ¿qué pasaría si Boyette estuviera diciendo la verdad?

Koffee se acabó la botella y la tiró al lago. Después encendió un cigarrillo y exhaló un largo rastro de humo.

– No pasaría nada. Tenemos inmunidad. Como yo controlo al gran jurado, también puedo controlar a quién se acusa de qué. Nunca ha habido ningún caso de detective o fiscal acusados por una mala condena. Somos el sistema, Kerber. Podrían demandarnos en un tribunal civil, pero tampoco es muy probable. Además, el ayuntamiento nos tiene asegurados. Así que no te preocupes, porque estamos muy protegidos.

– ¿A mí me despedirían?

– No, porque te perjudicaría a ti y al ayuntamiento en la demanda civil, pero probablemente te ofreciesen una jubilación anticipada. Ya se ocuparía de ti el ayuntamiento.

– ¿O sea que no nos pasará nada?

– Nada. Y haz el favor de callarte, ¿de acuerdo?

Kerber sonrió, respiró hondo y se bebió otro largo trago.

– Solo era curiosidad -dijo-. Nada más. No es que me preocupe de verdad.

– Pues lo parecía.

Estuvieron unos instantes contemplando el agua, ensimismados, pero pensando en lo mismo.

– Boyette estuvo encarcelado aquí -dijo finalmente Koffee-, en libertad condicional de otro estado, ¿no?

– Sí, creo que de Oklahoma, o puede que de Arkansas.

– Entonces, ¿cómo se escapó?

– No me acuerdo de todo, pero ya consultaré el expediente mañana por la mañana. Parece que pagó la fianza y desapareció. Yo no tenía nada que ver con el caso, y en cuanto vi que era otro Boyette, me olvidé. Hasta hoy.

Otra pausa en la conversación.

– Tranquilo, Kerber -dijo Koffee-. Tú construiste bien la acusación; él tuvo un juicio justo, y todos los tribunales refrendaron su culpabilidad. ¿Qué más podemos esperar? El sistema ha funcionado. ¡Caramba, Drew, el chico confesó!

– Pues claro, pero yo me he preguntado muchas veces qué habría pasado sin la confesión.

– No te preocupará la confesión, ¿verdad?

– No, no. Seguí las reglas al pie de la letra.

– Oye, Drew, no le des más vueltas, eso se ha acabado; se ha acabado del todo. Es demasiado tarde para cuestionar lo que hicimos. El chico va de camino a casa en una caja.

El aeropuerto de Slone estaba cerrado. El piloto encendió las luces de aterrizaje por señal de radio, desde sus controles, y no hubo sobresaltos al tocar la pista. Rodaron hasta la pequeña terminal, y en cuanto se pararon las hélices salieron rápidamente del avión. Robbie dio las gracias al piloto, y prometió llamarlo. El piloto le dio el pésame. Cuando subieron a la camioneta, Aaron ya había hablado por teléfono con Carlos y estaba informado de todo.

– Hay incendios por toda la ciudad -dijo-. Están quemando coches. Carlos dice que en el aparcamiento del bufete hay tres equipos de televisión. Quieren hablar contigo, Robbie, y ver otra vez a Boyette.

– ¿Por qué no queman las furgonetas de la tele? -preguntó Robbie.

– ¿Piensas hablar con ellos?

– No lo sé. Que esperen. ¿Qué hace Boyette?

– Ver la tele. Carlos dice que está cabreado porque no le hicieron ni caso, y se niega a contar nada más a los reporteros.

– ¿Me harás el favor de no dejar que lo mate si lo ataco con un bate de béisbol?

– No -dijo Aaron.

Al entrar en el término municipal, los cuatro se esforzaron en buscar señales de disturbios. Aaron evitaba las calles principales, y también las del centro. Al cabo de unos minutos llegaron a la estación de tren. Todas las luces estaban encendidas, y el aparcamiento, lleno, con tres camionetas de la tele, efectivamente. Cuando Robbie salió, lo esperaban los reporteros. Él les preguntó educadamente de dónde eran y qué querían. Uno de los equipos era de Slone, otro de un canal de Dallas y el otro de Tyler. Había varios reporteros de prensa, incluido uno de Houston. Robbie les propuso un trato: si él organizaba una rueda de prensa fuera, en el andén, y respondía a sus preguntas, ¿se irían de una vez por todas? Les recordó que estaban en una propiedad privada, y que en cualquier momento podían pedirles que se fueran. Ellos aceptaron el trato. Nadie rechistó.

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