Durante el viaje de regreso desde Huntsville, la familia Drumm había escuchado la radio, y había hablado por los móviles. Preguntaron a Robbie por el tal Boyette, y él les dio todos los datos que tenía. Por otra parte, sabían que en Slone la situación era desastrosa, y preveían que empeorase. Roberta dijo varias veces que quería que cesara la violencia. Robbie le aseguró que eso no estaba en sus manos. La situación se había descontrolado.
Hubert Lamb entró en la sala.
– Roberta -dijo-, Donté está preparado.
Entró sola en la sala de preparación y cerró la puerta con pestillo. Su hermoso niño yacía en una mesa estrecha, cubierta provisionalmente con sábanas blancas. Llevaba la misma ropa con la que lo habían matado: una camisa blanca barata, unos chinos gastados y unos zapatos de saldo, cortesía del estado de Texas. Roberta le puso suavemente las manos en las mejillas, y le besó la cara: la frente, los labios, la nariz, la barbilla… Lo besó repetidas veces, mientras las lágrimas caían como la lluvia. No lo había tocado en ocho años; su último abrazo, rápido y furtivo, se remontaba a cuando se lo habían llevado de la sala de vistas, el día en que lo habían sentenciado a muerte. Mientras lloraba, recordó la indecible angustia de ver cómo se lo llevaban a rastras, haciendo ruido con las cadenas de las piernas, rodeado de policías gordos, como si pudiera matar a alguien más; y la dureza y suficiencia de los semblantes de los fiscales, del jurado y de la jueza, orgullosos de su labor.
«Te quiero, mamá», le había dicho él por encima del hombro, antes de cruzar la puerta a empujones.
Tenía la piel ni fría ni caliente. Roberta tocó la pequeña cicatriz de debajo de la barbilla, pequeño premio de consolación de una pelea de barrio a pedradas que había perdido a los ocho años. La primera de muchas. Había sido un niño de armas tomar, y más aún con las provocaciones constantes de Cedric, su hermano mayor; de armas tomar, pero dulce. Le tocó el lóbulo de la oreja derecha, donde apenas se veía el diminuto agujero. A los quince se había comprado un pendiente, un pequeño brillante falso que llevaba cuando salía con los amigos. En cambio, a su padre se lo escondía. Riley le habría castigado.
Su hermoso niño, tan plácidamente tumbado, y tan sano. Muerto, pero no enfermo. Muerto, pero no herido. Muerto, pero no lisiado. Al examinar sus brazos, no encontró ni rastro de los pinchazos de las inyecciones. No había indicios de que lo hubieran matado. Nada externo. Parecía descansar, en espera de que le administrasen el siguiente fármaco: un fármaco que lo despertaría y le permitiría volver a casa con su madre.
Tenía las piernas rectas, y los brazos pegados al cuerpo. Hubert Lamb había dicho que no tardaría en ponerse rígido, así que no había tiempo que perder. Sacó de su bolso un pañuelo de papel, para secarse las mejillas, y unas tijeras para cortar la ropa de preso. Podría haber desabrochado la camisa, pero lo que hizo fue cortarla, primero por delante y después por las mangas, para retirarla pedazo a pedazo, dejando caer los jirones al suelo. Aún corrían lágrimas por sus mejillas, pero ahora cantaba en voz baja: una antigua canción gospel, Take my hand, precious Lord. Se paró a frotar la barriga plana, el pecho suave y los hombros, sorprendida de que se hubiera encogido tanto dentro de la cárcel. Nada quedaba del atleta vigoroso, que había sido sustituido por un preso roto. En la cárcel se había muerto lentamente.
Desabrochó el cinturón barato de tela y, por si fuera poco, lo cortó por la mitad, dejándolo caer en el montón. Mañana, cuando estuviera sola, quemaría los jirones de la cárcel en el jardín de su casa, en una ceremonia privada a la que solo asistiría ella. Deshizo los cordones de aquellos zapatos tan horribles, los quitó y retiró los calcetines blancos de algodón. Tocó las cicatrices del tobillo izquierdo, recordatorios permanentes de la lesión que había puesto fin a su carrera como jugador. Cortó los chinos, siguiendo las costuras con cuidado, de abajo arriba, y luego, delicadamente, la entrepierna. De sus tres hijos, el mejor vestido era Cedric, un obseso por la ropa dispuesto a tener dos trabajos a media jornada para poder comprarse mejores marcas. Donté prefería llevar tejanos y jersey, y todo le quedaba bien; todo menos los monos que llevaban los presos en la cárcel. Roberta fue cortando, y dejando caer los retales del chino en el montón. De vez en cuando paraba para secarse las mejillas con el dorso de la mano, pero tenía que darse prisa. El cadáver se estaba poniendo rígido. Se acercó a una pila y abrió el grifo.
Los calzoncillos, tipo bóxer, eran blancos y demasiado grandes. Los recortó como una costurera y se los quitó. El montón ya estaba completo. Donté, desnudo, se iba del mundo tal como había llegado. Roberta echó jabón líquido en la pila, removió el agua, ajustó la temperatura y cerró el grifo. Después mojó un trapo y empezó a bañar a su hijo. Le lavó los genitales, preguntándose cuánto nietos le habría dado. A Donté le encantaban las chicas, y él a ellas. Le lavó con cuidado el pecho, los brazos, el cuello y la cara, secándolos a medida que se los limpiaba.
Finalizado el baño, pasó a la última parte de sus preparativos, la más difícil. Antes de que la familia saliera para Huntsville, Cedric había pasado por la funeraria con un traje nuevo, comprado y arreglado por Roberta. Estaba colgado en una pared, con una camisa blanca nueva y una corbata dorada muy elegante. Supuso que lo más difícil serían la camisa y la chaqueta, y lo más fácil de manipular los pantalones y los zapatos. Tenía razón. Ahora los brazos de Donté ya no se doblaban. Le deslizó con cuidado la camisa por el brazo derecho, y luego, suavemente, colocó a Donté sobre su lado izquierdo. Pasó la camisa por detrás, volvió a acostarlo, se la encajó en el brazo izquierdo y abrochó rápidamente los botones. Luego hizo lo mismo con la americana, gris oscuro, de mezcla de lana, y al envolverle en ella se paró un segundo para darle un beso en la mejilla. Donté tenía las piernas rígidas. Metódicamente, centímetro a centímetro, fue subiendo unos calzoncillos bóxer de algodón negro, talla L, demasiado grandes; debería haber comprado una M. Con los pantalones tardó bastante. Estiraba suavemente hacia los lados, e hizo un esfuerzo al levantar un momento a Donté por la cintura para acabar la tarea. Una vez que los pantalones estuvieron por la cintura, metió el faldón, cerró la cremallera, pasó un cinturón y lo abrochó. Los pies estaban rígidos, y no había manera de doblar los tobillos. Los calcetines le plantearon más dificultades de lo previsto. Los zapatos eran los negros, de piel y con cordones, que se ponía Donté en su adolescencia para ir a la iglesia.
Los había cogido de su armario, el que Donté compartía con Marvin cuando eran pequeños, y que después de la boda de su hermano se había quedado para él solo. Ahora hacía nueve años que no lo tocaba prácticamente nadie. Roberta lo limpió, quitó el polvo de la ropa, mató los insectos y lo dejó todo más o menos en orden. Horas antes, al sacar los zapatos, se había quedado mucho tiempo delante de la puerta, preguntándose: ¿y ahora qué?
Después de que arrestaron a Donté, Roberta había vivido varios años con la ferviente esperanza de que algún día lo soltarían; un día glorioso, en que la pesadilla llegaría a su fin y él volvería a casa. Dormiría en su cama, comería lo que le hiciera su madre, haría la siesta en el sofá y utilizaría las cosas de su armario. Un día, algún juez o abogado, o cualquier otra persona enzarzada en el impenetrable laberinto del sistema judicial, descubriría la verdad. Entonces llegaría la llamada telefónica del cielo, y ellos lo celebrarían. Sin embargo, las apelaciones habían seguido su curso sin que se obrara ningún milagro, y con el lento paso de los años se habían desvanecido las esperanzas de Donté y también las de muchos otros. Las camisas, tejanos, jerséis y zapatos del armario ya no se usarían nunca; y ella no sabía qué hacer con ellos.
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