John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– A los ochenta no llegaré. Voy por los cincuenta y dos y ya me siento un viejo.

– A los ochenta estarás poniendo demandas.

– No sé.

– Yo sí. Te leo el corazón.

– Ahora mismo, el corazón lo tengo partido, y lo que me apetece es no seguir adelante. Hasta el abogado más inútil podría haber salvado a Donté.

– ¿Y qué podría haber hecho de otra manera ese abogado tan inútil?

Robbie enseñó las palmas.

– Ahora no, Martha, por favor -dijo.

En el coche de detrás se pronunciaron las primeras palabras.

– ¿De verdad que asistió a la ejecución? -preguntó Boyette.

Keith bebió café y esperó un poco.

– Sí. No lo tenía planeado. Fue en el último momento. Yo no quería asistir.

– ¿Preferiría no haberlo visto?

– Muy buena pregunta, Travis.

– Gracias.

– Por un lado, me gustaría no haber visto morir a un hombre, y menos a alguien que se proclamaba inocente.

– Es inocente, o lo era.

– Intenté rezar con él, pero no quiso; dijo que no creía en Dios, aunque antes sí que había creído. Para un pastor es muy difícil estar con alguien que se va a morir y no cree en Dios, o en Cristo, o en el cielo. Yo he estado en camas de hospital, y he visto morir a feligreses míos, y siempre es reconfortante saber que a sus almas les espera un más allá glorioso. No es el caso de Donté.

– Ni el mío.

– Por otro lado, en la cámara de ejecución vi algo que debería ver todo el mundo. ¿Qué sentido tiene esconder lo que hacemos?

– ¿O sea que vería otra ejecución?

– Yo no he dicho eso, Travis.

Era una pregunta a la que Keith no podía contestar. Aún estaba asimilando lo de su primera ejecución, y no podía imaginarse la siguiente. Pocas horas antes, a falta de segundos para conciliar el anhelado sueño, se le había aparecido la imagen de Donté atado con correas a su lecho de muerte. La reprodujo otra vez a cámara lenta. Recordó haber mirado fijamente el pecho de Donté, que se levantaba un poco y luego bajaba. Arriba y abajo, de manera casi imperceptible. Hasta pararse. Acababa de ver exhalar el último suspiro a una persona. Keith sabía que la imagen jamás se le iría de la cabeza.

Al este, el cielo estaba más luminoso. Entraron en Oklahoma.

– Supongo que es mi último viaje a Texas -dijo Boyette.

A Keith no se le ocurrió nada como respuesta.

El helicóptero del gobernador aterrizó a las nueve en punto de la mañana. Dada la gran antelación con que se había avisado a los medios, que esperaban impacientes, el gobernador, Barry y Wayne discutieron a fondo los detalles del aterrizaje. Finalmente, de camino, se decidieron por el aparcamiento contiguo al campo de fútbol americano. Puestos al corriente, los medios de comunicación acudieron a toda prisa al instituto de Slone para cubrir aquella noticia de última hora. La tribuna de prensa estaba en muy mal estado, quemada y chamuscada. Aún había bomberos que limpiaban los escombros. Al salir de su helicóptero, Gilí Newton fue recibido por la policía del estado, varios coroneles de la Guardia Nacional y algunos bomberos especialmente elegidos, y también cansados. Les dio efusivamente la mano, como si fueran marines de vuelta del combate. Barry y Wayne inspeccionaron el terreno sin perder ni un segundo, y organizaron la rueda de prensa de modo que el telón de fondo fuera el campo de fútbol, y sobre todo la tribuna de prensa quemada. El gobernador iba en tejanos y botas de vaquero, sin corbata y con cazadora: un auténtico trabajador.

Con cara de preocupación, pero con el ánimo entusiasta, se puso ante las cámaras y ante los reporteros para condenar la violencia y los disturbios. Prometió proteger a los ciudadanos de Slone y anunció que traería a más efectivos de la Guardia Nacional; si hacía falta, movilizaría a toda la de Texas. Habló de la justicia, tal como se entendía en ese estado. Recurrió a ciertas dosis de provocación racial exhortando a los líderes negros a contener a los vándalos, mientras en ese sentido no decía nada sobre los alborotadores blancos. Despotricó de lo lindo, y al acabar se apartó de los micrófonos sin aceptar preguntas. Ni él, ni Barry ni Wayne tenían ganas de pronunciarse sobre el tema de Boyette.

Se pasó una hora yendo y viniendo por Slone en un coche patrulla, entre pausas para tomar café con los soldados y los policías, charlar con los vecinos y contemplar muy serio, dolorido el semblante, las ruinas de la Primera Iglesia Baptista; todo ello con las cámaras en marcha, grabándolo por la importancia del momento, pero también para futuras campañas.

Finalmente, después de cinco horas, la caravana se detuvo en una tienda al norte de Neosho, Missouri, a unos treinta kilómetros al sur de Joplin. Tras una pausa para ir al baño y tomar más café, pusieron rumbo al norte, ahora con el Subaru en cabeza, seguido de cerca por los otros vehículos.

El nerviosismo de Boyette era patente, y su tic estaba más activo. Sus dedos daban golpes en el bastón.

– Nos estamos acercando al desvío -dijo-. Es a la izquierda.

Estaban en la 59, una carretera muy transitada del condado de Newton que tenía dos carriles. Giraron a la izquierda al pie de una colina, junto a una gasolinera.

– Parece que vamos bien -decía Travis, que obviamente estaba inquieto por el sitio donde los llevaba.

Iban por una carretera de condado, con puentes sobre riachuelos, curvas muy marcadas y cuestas empinadas. La mayoría de las viviendas eran caravanas, con alguna que otra casa cuadrada de ladrillo rojo de los años cincuenta.

– Parece que vamos bien -comentó Boyette.

– ¿Y por aquí vivió usted, Travis?

– Sí, aquí mismo.

Justo después de asentir con la cabeza, Boyette empezó a frotarse las sienes. «No, por favor, otro ataque no -pensó Keith-; ahora no.» Pararon en un cruce, en medio de un pequeño asentamiento.

– Siga todo recto -dijo Boyette. Un centro comercial, con un colmado, una peluquería y un videoclub. El aparcamiento era de grava-. Parece que vamos bien.

Keith quería formular unas preguntas, pero apenas dijo nada. ¿Cuándo Nicole pasó en coche por aquí aún estaba viva, Travis? ¿O ya le había quitado la vida? ¿En qué pensaba usted hace nueve años, al pasar por aquí con esa pobre chica atada, amordazada y llena de moratones, traumatizada por un largo fin de semana de agresiones sexuales?

Doblaron a la izquierda por otra carretera, asfaltada pero más estrecha, y al cabo de casi dos kilómetros pasaron junto a una casa.

– Aquí tenía una tienda el viejo Deweese -dijo Travis-. Me imagino que no estará. Cuando yo era pequeño, ya tenía noventa años.

Se pararon en una señal de stop, delante de la tienda de Deweese.

– Una vez entré a robar aquí -comentó Travis-. Creo que no tenía más de diez años. Me metí por una ventana. Lo odiaba, al muy cabrón. Siga recto.

Keith siguió sus indicaciones sin decir nada.

– La última vez que estuve era de grava -precisó Boyette, como quien evoca un agradable recuerdo de infancia.

– ¿Y eso cuándo fue? -preguntó Keith.

– No lo sé, pastor; en mi última visita para ver a Nicole.

«Tío asqueroso», pensó Keith. La carretera tenía curvas muy pronunciadas, tanto que a veces Keith creyó que darían una vuelta completa y harían un trombo. Las tres camionetas los seguían de cerca.

– Busque un riachuelo con un puente de madera -dijo Boyette-. Parece que vamos bien. -Cien metros después del puente, volvió a hablar-: Ahora más despacio.

– Vamos a quince por hora, Travis.

Boyette miraba a su izquierda, donde la carretera estaba rodeada por una densa maleza.

– Por aquí hay un camino de grava -advirtió-. Más despacio.

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