John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– Aquí hay un neumático -anunció.

Los otros dejaron de avanzar. Boyette estaba a pocos metros.

– Vayan a por los detectores de metales -dijo.

Fred Pryor tenía uno, que en cuestión de segundos chasqueó y zumbó, con claras señales de mucha actividad. Aaron Rey sacó dos palas.

El terreno estaba lleno de pedruscos, pero la tierra era blanda y húmeda. Después de diez minutos cavando como un loco, la pala de Fred Pryor chocó con algo que sonaba claramente a metal.

– Vamos a parar un segundo -decidió Robbie.

Tanto Fred como Aaron necesitaban un respiro.

– Bueno, Boyette -dijo Robbie-, explíquenos qué vamos a encontrar.

El tic, y la pausa.

– Es una caja de metal para herramientas hidráulicas, que pesa una barbaridad, la muy jodida; casi me destrozo la espalda al arrastrarla hasta aquí. Es de color naranja, con el nombre de la empresa, R. S. McGuire and Sons, Fort Smith, Arkansas, pintado en la parte de delante. Se abre por arriba.

– ¿Y dentro?

– Ahora, solo huesos. Han pasado nueve años. -Boyette hablaba con aires de autoridad, como si no fuera su primera tumba secreta-. La ropa la tenía doblada, al lado de la cabeza. Tiene un cinturón alrededor del cuello. Debería estar intacto.

Se le apagó la voz, como si de alguna manera aquello le doliese. Durante la pausa, los otros se miraron. Luego Travis carraspeó y siguió hablando.

– Dentro de la ropa deberíamos encontrar su carnet de conducir y una tarjeta de crédito. No quise que me pillaran con eso encima.

– Describa el cinturón -dijo Robbie.

El vigilante de seguridad le pasó una cámara de vídeo.

– Negro, de unos cinco centímetros de ancho, con la hebilla redonda y plateada. Es el arma del crimen.

Siguieron cavando, mientras Robbie lo grababa con la cámara.

– Tendrá un metro y medio de largo -dijo Boyette señalando la silueta de la caja.

Ahora que su forma estaba clara, cada paletada de tierra revelaba algún detalle más. Era naranja, en efecto. Al profundizar se hizo visible el nombre «R. S. McGuire and Sons, Fort Smith, Arkansas».

– Ya está bien -dijo Robbie. Dejaron de cavar. Aaron Rey y Fred Pryor sudaban, y les costaba respirar-. No vamos a sacarla.

La caja de herramientas planteaba un claro reto, que se había hecho cada vez más evidente. La tapa superior estaba fijada con un pestillo, y este con un candado de los de combinación, de esos baratos que se encuentran en todas las ferreterías. Fred carecía de las herramientas necesarias para cortar el candado, pero no cabía duda de que al final conseguirían forzarlo. Habiendo llegado tan lejos, no se quedarían sin ver el interior. Los seis hombres, muy juntos, contemplaron la caja de herramientas naranja y el candado de combinación.

– Bueno, Travis -dijo Robbie-, ¿cuál es la combinación?

Aunque pareciera mentira, Travis sonrió, como si por fin fueran a darle la razón. Se agachó al borde de la tumba, tocó la caja como si fuera un altar y, suavemente, cogió la cerradura y sacudió la tierra. Después giró un par de veces el disco para poner el mecanismo a cero, lo giró lentamente a la derecha, hasta el 17, luego a la izquierda, hasta el 50, otra vez a la derecha, hasta el 4, y por último a la izquierda, hasta el 55. Después de un titubeo, bajó la cabeza, como si escuchase algo, y estiró con fuerza. Se oyó un suave clic, y el candado se abrió.

Robbie lo filmaba a un metro y medio de distancia. A pesar de donde estaba, y de lo que estaba haciendo, a Keith se le escapó una sonrisa.

– No lo abráis -dijo Robbie.

Pryor fue rápidamente a la camioneta, de la que trajo un paquete. Distribuyó guantes y mascarillas médicas, y cuando se los hubo puesto todo el mundo, Robbie dio la cámara a Pryor con instrucciones de que empezara a rodar. Después indicó a Aaron que bajase y abriese lentamente la tapa. Aaron lo hizo. No había ningún cadáver, solo huesos: los restos de una persona, supusieron que Nicole. Tenía las manos y los dedos entrelazados por debajo de las costillas, pero los pies estaban cerca de las rodillas, como si Boyette no hubiera tenido más remedio que doblarla para que cupiese en la caja de herramientas. En la calavera, intacta, solo faltaba un molar. Tenía una dentadura perfecta. Lo sabían por las fotos. Alrededor del cráneo había largas hebras de pelo rubio, y entre el cráneo y el hombro una tira de cuero negro, supusieron que el cinturón. Junto al cráneo, en una esquina de la caja, se veía algo que parecía ropa.

Keith cerró los ojos y rezó.

Robbie también cerró los suyos y lanzó una maldición.

Boyette retrocedió y se sentó al borde del neumático de tractor, entre las hierbas, donde empezó a frotarse la cabeza.

Mientras Fred seguía rodando, Robbie dio instrucciones a Aaron de que sacara con cuidado el rollo de ropa. Los artículos estaban intactos, si bien desgastados en algunos bordes, y con cierto número de manchas. Una blusa azul y amarilla, con algún tipo de fleco, y un agujero grande y feo, obra de los insectos o de la carne en putrefacción. Una falda blanca corta, muy manchada. Sandalias marrones. Sostén y bragas a juego, azul oscuro. Y dos tarjetas de plástico: el carnet de conducir y una MasterCard. Las cosas de Nicole fueron depositadas ordenadamente junto a su tumba.

Boyette volvió a la camioneta y se sentó en el asiento delantero, dándose un masaje en la cabeza. Robbie estuvo dando órdenes y haciendo planes durante diez minutos. Hicieron decenas de fotos, pero no tocaron nada más. Ahora era un lugar del delito, del que se ocuparían las autoridades locales.

Aaron y el vigilante de seguridad se quedaron, mientras el resto bajaba otra vez de Roop's Mountain.

Capítulo31

A las diez de la mañana, el aparcamiento de la funeraria Lamb & Hijo estaba lleno, y la calle, bordeada de coches. El cortejo fúnebre, con sus mejores galas de domingo, formaba una hilera que empezaba en la puerta principal y, en fila de a tres o de a cuatro, cruzaba el pequeño césped, seguía por la calle y daba la vuelta a la esquina. Tristes y enojados, cansados y nerviosos, no sabían muy bien qué les pasaba, ni qué estaba ocurriendo en su tranquila ciudad. Finalmente, poco antes del amanecer, habían cesado las sirenas, los petardos, los disparos y el griterío en las calles, dejando unas horas de margen para descansar, aunque nadie esperaba que la normalidad volviese a las calles, ni el viernes ni durante el fin de semana.

Habían visto por la tele el inquietante rostro de Travis Boyette; habían oído su venenosa confesión, y la creían, porque siempre habían creído a Donté. Quedaban más cosas por contar, y si era cierto que a la chica la había matado Boyette, alguien lo pagaría muy caro.

En la policía de Slone había ocho agentes negros, todos los cuales se presentaron voluntarios para la misión. Aunque la mayoría llevara muchas horas sin dormir, estaban resueltos a rendir homenaje al difunto. Despejaron la calle de delante de la funeraria y desviaron el tráfico, pero lo que más les costó fue mantener a raya a los reporteros, que eran legión: todos en su sitio detrás del cordón policial, a una manzana de distancia.

Tras abrir con llave la puerta principal, Hubert Lamb saludó a la primera tanda de asistentes y les pidió que firmasen en el libro de visitas. La multitud empezó a moverse despacio, sin prisas. Se tardaría una semana en enterrar a Donté. Habría tiempo de sobra para presentarle los debidos respetos.

Donté estaba expuesto en la sala principal, con el ataúd abierto y cubierto de flores. Al pie del féretro, encima de un trípode, había una ampliación de su foto de último año de instituto: un chico de dieciocho años con americana y corbata, bien parecido. El retrato se lo habían hecho un mes antes de la detención. Sonreía, soñando aún con jugar a fútbol americano. Sus ojos estaban llenos de esperanza y ambición.

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