Fueron interrumpidos por un médico, que explicó que Boyette estaba estable, descansando. Sus constantes vitales eran normales. La radiografía que le habían hecho en la cabeza confirmaba la presencia de un tumor del tamaño de un huevo. El hospital necesitaba ponerse en contacto con algún familiar. Keith trató de explicar lo poco que sabía sobre los parientes de Boyette.
– Lo único que sé es que tiene a un hermano en la cárcel, en Illinois -dijo.
– Bueno -respondió el médico, rascándose la mandíbula-, ¿cuánto tiempo quieren que nos lo quedemos?
– ¿Cuánto tendrían que quedárselo?
– Hasta mañana. Más allá de eso, no estoy seguro de que podamos ayudarlo.
– Mío no es, doctor -dijo Keith-. Yo solo lo llevo en coche.
– ¿También forma parte de esa historia tan larga?
Tanto Giles como Weshler asintieron. Keith propuso al médico que se pusiera en contacto con los médicos del hospital St. Francis de Topeka. Quizá el pequeño grupo pudiera idear algún plan para Travis Boyette.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Weshler.
– En una habitación pequeña de la segunda planta -contestó el médico.
– ¿Podríamos verlo?
– Ahora no. Tiene que descansar.
– ¿Y quedarnos a la puerta de la habitación? -preguntó Giles-. Tenemos previsto que se le acuse de un asesinato, y nos han ordenado que lo vigilemos.
– De aquí no va a salir.
Weshler se molestó. El doctor intuyó que era inútil discutir.
– Síganme -dijo.
– Eh, vosotros -dijo Keith cuando empezaban a alejarse-, yo puedo irme, ¿no?
Weshler miró a Giles; Giles escrutó a su compañero, y ambos miraron al doctor.
– Pues claro -dijo Weshler-, ¿por qué no?
– Es todo vuestro -dijo Keith, que ya se iba, caminando hacia atrás.
Cruzó la entrada de urgencias y apretó el paso hacia su coche, que estaba cerca, en un aparcamiento. Tras buscar seis dólares en sus menguantes reservas de dinero en efectivo, pagó al encargado y pisó el acelerador para salir a la calle. «Por fin, libre», se dijo. Nada más estimulante que mirar el asiento vacío y saber que con un poco de suerte nunca volvería a estar cerca de Travis Boyette.
A Weshler y Giles les dieron unas sillas plegables. Se apostaron en el pasillo, junto a la puerta de la habitación número ocho. Tras llamar a su superior, y ponerlo al corriente del estado de Boyette, empezaron a matar el tiempo leyendo revistas. Al otro lado de la puerta había seis camas, separadas entre sí por finas cortinas. Al fondo había una ventana grande que daba a un solar vacío y, junto a la ventana, una puerta que usaba a veces el personal de servicio.
Al cabo de un rato volvió el médico, que habló con los agentes y entró para echarle un vistazo a Boyette. Al apartar la cortina de la cama cuatro, se quedó de piedra.
Los tubos colgaban sueltos. Sobre la cama, muy bien hecha, había un bastón negro. Boyette había desaparecido.
Robbie Flak y su pequeño equipo se pasaron dos horas observando el circo. Poco después de que llegara el sheriff, y comprobase la existencia de una tumba, Roop's Mountain atrajo a toda la policía de cien kilómetros a la redonda: la local, la del estado, el forense del condado, investigadores de la policía de tráfico del estado de Missouri, y por último un experto de la científica.
Ruido de radios, gritos, y por encima de todo un helicóptero. Al saberse que Boyette se había esfumado, los policías lo insultaron como si lo conociesen de toda la vida. Robbie marcó el número del móvil de Keith, para darle la noticia. Keith le explicó lo ocurrido en el hospital. No creía que en aquellas condiciones físicas pudiera ir muy lejos. Coincidieron en que lo cogerían, más pronto que tarde.
A las dos del mediodía, Robbie se cansó de estar allí. Él ya lo había contado todo, y había contestado a mil preguntas de los investigadores. No quedaba nada que hacer. Habían encontrado a Nicole Yarber, y estaban listos para regresar a Slone, donde les esperaban muchos temas por zanjar. Bryan Day tenía imágenes suficientes para una miniserie, aunque no tendría más remedio que guardárselas durante algunas horas. Robbie informó al sheriff que se marchaban. La caravana, de la que ya no formaba parte el Subaru, fue esquivando coches hasta volver a la carretera y poner rumbo al sur. Carlos envió decenas de fotos al bufete por correo electrónico, además del vídeo. Estaban montando una presentación.
– ¿Podemos hablar? -preguntó Martha Handler después de unos minutos de camino.
– No -contestó Robbie.
– Ya has hablado con la policía. ¿Y ahora qué?
– Dejarán los restos en la caja de herramientas y se lo llevarán todo a Joplin, a un laboratorio móvil de criminología. Harán su trabajo, y luego ya veremos.
– ¿Qué buscarán?
– Bueno, primero intentarán identificar el cadáver con el historial dental, que debería ser fácil; probablemente no tarden más que unas horas. Es posible que esta noche ya digan algo.
– ¿Tienen el historial dental de Nicole?
– Yo les he dado una copia. Con anterioridad al juicio de Donté, la acusación nos dejó varias cajas de pruebas una semana antes de que seleccionásemos al jurado. El caso es que la fastidiaron, lo cual no tiene nada de raro, y que en una carpeta había unos rayos equis de los dientes de Nicole. Durante los primeros días de la investigación circulaban varias copias, y una la tenía Koffee, que nos la dio sin querer. No es que fuera gran cosa, porque en el juicio no se habló de su historial dental. Ya sabes que no había cadáver. La carpeta se la envié otra vez a Koffee un año más tarde, pero antes me hice una copia. Nunca se sabe lo que puedes necesitar.
– ¿Él sabía que te habías quedado una copia?
– No me acuerdo, pero lo dudo. Tampoco es muy importante.
– ¿No hay vulneración de la intimidad?
– Pues claro que no. ¿Qué intimidad, la de Nicole?
Martha tomaba notas, con la grabadora encendida. Robbie cerró los ojos, intentando no mostrar preocupación.
– ¿Qué más buscarán? -preguntó Martha.
Robbie frunció el ceño, pero no abrió los ojos.
– Después de nueve años es imposible establecer la causa de la muerte en un estrangulamiento. Buscarán restos de ADN, tal vez en la sangre seca, o en el pelo. Nada más; ni semen, ni piel, ni saliva, ni cerumen, ni sudor. Nada de eso aguanta tanto tiempo en un cadáver en descomposición.
– ¿El ADN es importante? Lo digo porque como sabemos quién la mató…
– Sí, lo sabemos, pero a mí me encantaría tener la prueba del ADN. Si la conseguimos, será el primer caso en toda la historia del país en que sepamos con pruebas de ADN que se ha ejecutado a un inocente. Hay unos diez casos en los que tenemos la firme sospecha de que el estado se equivocó al ejecutar al culpable, pero ninguno con pruebas biológicas claras. ¿Quieres beber algo? A mí me hace falta.
– No.
– ¿Algo de beber, Carlos?
– Sí, para mí una cerveza.
– ¿Aaron?
– Estoy conduciendo, jefe.
– Era broma.
Robbie sacó de la nevera dos cervezas, y le tendió una a Carlos. Después de echar un largo trago, volvió a cerrar los ojos.
– ¿En qué piensas? -preguntó Martha.
– En Boyette, en Travis Boyette. Nos ha faltado tan poco… Si nos hubiera dado veinticuatro horas más, podríamos haber salvado a Donté. Ahora solo quedan las secuelas.
– ¿Qué le pasará a Boyette?
– Lo acusarán de asesinato, aquí en Missouri; y si vive lo suficiente, lo encausarán.
– ¿Y en Texas? ¿También lo encausarán?
– Claro que no. No reconocerán nunca en la vida haber matado a un inocente. Koffee, Kerber, la jueza Vivían Grale, el jurado, los jueces de apelación, el gobernador… Ni uno solo de los culpables de esta farsa admitirá alguna vez haberse equivocado. Mira cómo corren. Mira cómo señalan a otros. Quizá no nieguen sus errores, pero lo que está muy claro es que no los reconocerán. Sospecho que se estarán quietecitos y escondidos hasta que pase el temporal.
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