John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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Los parachoques casi se tocaban.

– Vamos, Travis, sabandija -dijo Robbie dentro de su camioneta-, no nos dejes como unos mentirosos.

Keith giró a la izquierda por un camino de grava, con robles y álamos que se enlazaban por encima, dándole sombra. Era estrecho y oscuro como un túnel.

– Es aquí -dijo Boyette, aliviado (de momento)-. Este camino sigue más o menos el riachuelo. Un poco más lejos, a la derecha, hay una zona de acampada, o la había.

Keith miró el cuentakilómetros. Condujeron casi a oscuras durante cerca de dos kilómetros, viendo de vez en cuando el agua. No había tráfico, ni sitio para que lo hubiera; tampoco señales de vida humana en las proximidades. La zona de acampada solo era una explanada con espacio para pocas tiendas y coches, y parecía abandonada. Las hierbas llegaban hasta la rodilla. Había dos mesas de picnic de madera rotas y volcadas.

– Cuando era pequeño acampábamos aquí -puntualizó Boyette.

A Keith casi le dio lástima. Intentaba recordar algo agradable y normal de su desdichada infancia.

– Creo que deberíamos parar aquí-dijo Boyette-. Ahora se lo explico.

Los cuatro vehículos frenaron. Todos se reunieron delante del Subaru. Boyette usó el bastón como puntero.

– Hay un camino de tierra que sube por aquella colina -explicó-. Desde aquí no se ve, pero está, o estaba. Solo puede subir la camioneta. Los otros vehículos tendrán que quedarse aquí.

– ¿Está muy lejos? -preguntó Robbie.

– No miré el cuentakilómetros, pero diría que a unos cuatrocientos metros.

– ¿Y qué encontraremos al llegar, Boyette? -preguntó Robbie.

Boyette se apoyó en su bastón, contemplando la maleza que tenía a sus pies.

– Es donde está la tumba, señor Flak. Es donde encontrarán a Nicole.

– Explíquenos algo de la tumba -insistió Robbie.

– Está enterrada en una caja de metal, una caja de herramientas grande que me llevé de la obra donde trabajaba. La tapa de la caja está a más de medio metro de la superficie. Como han pasado nueve años, todo está muy crecido, y será difícil de localizar, pero creo que podré acercarme. Ahora que estoy aquí me viene todo a la memoria.

Tras discutir sobre la logística, decidieron que Carlos, Martha Handler, Day, Buck y uno de los vigilantes de seguridad, que iba armado, se quedasen en la zona de acampada. El resto se apretujaría en la camioneta de Fred y asaltaría la colina con una cámara de vídeo.

– Una cosa más -dijo Boyette-: hace años, a este terreno lo llamaban «Roop's Mountain», y los dueños, la familia Roop, eran de armas tomar. No les gustaban nada los intrusos ni los cazadores, y tenían fama de echar a los que hacían acampada. Es una de las razones de que eligiese este sitio, porque sabía que estaría poco transitado. -Se produjo una pausa, en la que hizo muecas y se frotó las sienes-. Bueno, el caso es que los Roop eran muchos, o sea que me imagino que el terreno todavía será de la familia. Si nos encontramos a alguien, mejor que estemos preparados para lo peor.

– ¿Dónde viven? -preguntó Robbie con cierto nerviosismo.

Boyette señaló en otra dirección con el bastón.

– Bastante lejos. No creo que nos oigan ni nos vean.

– Vamos -dijo Robbie.

Allí estaba el fruto de lo que había empezado el lunes por la mañana con una entrevista pastoral que parecía de rutina: Keith montado en la parte trasera de una camioneta y dando brincos por la ladera de Roop's Mountain -poco más que una colina de medianas dimensiones, densamente poblada de kudzu, hiedra venenosa y bosque espeso-, con la perspectiva nada irreal de un conflicto armado con unos terratenientes que tenían malas pulgas y seguro que Hipados de meta, dentro del esfuerzo final por averiguar si Travis Boyette decía realmente la verdad. Si no encontraban los restos de Nicole, Boyette sería un falsario, Keith un tonto, y Texas acabaría de ejecutar con toda probabilidad al auténtico culpable, Donté.

Ahora bien, si encontraban el cadáver…, a Keith se le escapaba lo que pasaría. La certeza se había convertido en un concepto borroso. Aun así, estaba razonablemente seguro de que a alguna hora de esa misma noche estaría en su casa. No se imaginaba ni remotamente qué sucedería en Texas, pero estaba seguro de que él no lo vería de cerca, sino por la tele, a una distancia prudencial. Estaba bastante seguro de que los hechos causarían sensación, y probablemente fueran históricos.

Boyette iba en el asiento delantero frotándose la cabeza mientras se esforzaba por ver algo que le resultara conocido. Señaló a su derecha. (Estaba seguro de que la tumba quedaba a la derecha del camino.)

– Creo que esto me suena -dijo.

Era una zona de hierbas y arbolillos muy tupidos. Frenaron, bajaron y cogieron dos detectores de metales. Durante un cuarto de hora barrieron el denso sotobosque en busca de pistas, y esperando que sonaran los detectores. Tras ellos cojeaba Boyette, dando golpes de bastón a las hierbas, seguido por Keith y observado por todos.

– Busquen un neumático viejo, de tractor -repitió varias veces.

Sin embargo, por allí no había ningún neumático, y los detectores tampoco emitían ningún ruido. Volvieron a ocupar sus puestos en la camioneta y subieron muy despacio por la cuesta, siguiendo un camino de leñadores que no mostraba indicios de haber sido transitado durante décadas. Primer intento.

El camino desapareció. Fred Pryor hizo avanzar la camioneta unos veinte metros a través de la vegetación, haciendo muecas cada vez que las ramas y las zarzas la rascaban. Los de la parte trasera se agacharon para protegerse de los latigazos de las ramas. Justo cuando Fred estaba a punto de parar, reapareció el camino, vagamente.

– Siga -dijo Boyette.

Después se bifurcaba. Fred paró, mientras Boyette inspeccionaba la bifurcación y sacudía la cabeza. «No tiene ni idea», se dijo Fred. En la parte de atrás, Robbie miró a Keith y meneó la cabeza.

– Por aquí-dijo Boyette, señalando a la derecha.

Fred siguió aquella dirección.

El bosque se volvía más espeso, y los árboles más jóvenes, muy apretados. Como un sabueso, Boyette levantaba la mano y señalaba. Fred Pryor apagó el motor. La partida se esparció por el terreno en busca de un neumático de tractor, o lo que fuera. Una lata de cerveza hizo saltar uno de los detectores, y por unos instantes la tensión sufrió un aumento brusco. Pasó un pequeño avión, volando bajo. Todos se quedaron muy quietos, como si alguien los vigilase.

– Boyette -dijo Robbie-, ¿recuerda si la tumba está debajo de los árboles o en una zona despejada?

Parecía una pregunta razonable.

– Creo que más bien despejada -contestó Boyette-, pero en nueve años han crecido los árboles.

– Genial -masculló Robbie, antes de seguir pisoteando hierba con la mirada fija en el suelo, como si tuviera la pista perfecta a un solo paso.

– No es aquí -dijo Boyette después de media hora-. Sigamos.

Segundo intento.

Keith se encogió en la parte trasera de la camioneta. Robbie y él se miraban, como si ambos dijeran: «Hemos hecho el tonto», pero ninguno de los dos habló. No hablaban porque no había absolutamente nada que decir. Mil pensamientos les rondaban por la cabeza.

El camino giraba. En la siguiente recta, Boyette volvió a señalar.

– Es aquí -dijo, abriendo la puerta de golpe antes de que se apagase el motor.

Se lanzó a un claro de hierba que le llegaba hasta la cintura, mientras los demás lo seguían corriendo. Keith dio unos cuantos pasos y se cayó al tropezar con algo. Al ponerse en pie y limpiarse de bichos y de hierbajos, vio qué le había hecho tropezar: los restos de un neumático de tractor, prácticamente hundido en la vegetación.

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