John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– ¿Podemos hablar? -preguntó ella.

Robbie sacudió la cabeza. Keith también. Los dos cerraron los ojos.

El contrato lo tenía una funeraria de Huntsville. Dentro de la Unidad de las Paredes, donde no podía verlo nadie, estaba uno de sus coches fúnebres, que cuando ya no quedaron testigos ni autoridades en el pabellón de ejecuciones cruzó la misma puerta por donde habían entrado y salido los furgones. Sacaron una camilla plegable, la extendieron y la llevaron rodando al interior de la cámara de ejecuciones, donde fue arrimada a la camilla en la que yacía inmóvil Donté, ya sin correas. Le habían quitado los tubos, que volvían a estar enrollados en la habitación oscura donde el farmacéutico, tan invisible como antes, cumplimentaba los formularios. Al contar hasta tres, cuatro vigilantes levantaron suavemente el cadáver y lo depositaron en la camilla plegable, donde volvió a quedar sujeto con correas, aunque algo más sueltas que la vez anterior. Le echaron encima una manta, propiedad de la funeraria, y cuando todo estuvo en su sitio empujaron la camilla hacia el coche fúnebre. Veinte minutos después de que se certificara la defunción, el cadáver salió de la Unidad de las Paredes por un recorrido distinto, a fin de esquivar a los manifestantes y a las cámaras.

Al llegar a la funeraria, el cadáver fue llevado a una sala de preparación. Allí lo esperaban Hubert Lamb y su hijo Alvin, dueños de la funeraria Lamb & Hijo de Slone, Texas, que al llegar a esta última localidad procederían a embalsamarlo en la misma mesa donde cinco años antes habían preparado a Riley Drumm. La diferencia era que Riley, en el momento de su defunción, era un hombre mayor, de cincuenta y cinco años, con el cuerpo encogido y deteriorado, y su muerte entraba dentro de lo previsto. Se podía explicar. La de su hijo no.

Como hombres que trataban con la muerte, y que manipulaban cadáveres constantemente, los Lamb creían haberlo visto todo, pero los impactó ver a Donté plácidamente tumbado en la camilla, con cara de satisfacción y el cuerpo intacto de un joven de veintisiete años. Lo conocían desde pequeño. Lo habían jaleado en el campo de fútbol, y le vaticinaban una larga y gloriosa trayectoria, como todo Slone. Después de su detención, habían participado en los susurros y las habladurías del resto de la ciudad. Su confesión los había dejado atónitos, y su retractación los había convencido enseguida. En aquel lado de la ciudad nadie se fiaba de la policía de Slone, y menos del detective Kerber. Al chico le habían tendido una trampa; lo habían hecho confesar a golpes, como en los viejos tiempos. Los Lamb habían asistido contrariados a su juicio y condena por un jurado blanco, y cuando ya estaba en la cárcel conservaban cierta esperanza -compartida con el resto de la ciudad- de que apareciese el cadáver de la joven, o la propia joven.

Con ayuda de dos empleados, levantaron a Donté de la camilla y lo depositaron suavemente en un bonito ataúd de roble, elegido el lunes por su madre. Roberta había dejado un poco de dinero a cuenta -tenía un seguro de entierro-, que los Lamb tenían pensado devolverle si al final no hacía falta el ataúd. Ellos se habrían alegrado de no tener que usarlo. Habían rezado por no estar donde estaban en aquel momento, por no recoger el cadáver, llevarlo a Slone y prepararlo para un velatorio, servicio fúnebre y entierro de lo más doloroso.

Los cuatro hombres cargaron con dificultad el ataúd en el coche fúnebre de Lamb & Hijo, y a las 19.02 Donté salió de Huntsville rumbo a su ciudad natal.

El plato de Fordyce – ¡A por todas! ocupaba la pequeña «sala de baile» de un motel barato perteneciente a una cadena, justo en el límite de Huntsville. Mientras preparaban para las cámaras a Reeva y Wallis, sentados en sillas de director, Sean Fordyce se paseaba de un lado a otro con la exaltación que lo caracterizaba. Acababa de llegar en avión de una ejecución en Florida, y aunque estuviera en Huntsville de milagro, se alegraba mucho, porque el caso de Nicole Yarber se había convertido en uno de los mejores de su vida. Durante la charla previa, mientras los técnicos trabajaban como posesos en el sonido, la iluminación, el maquillaje y el guión, Fordyce se dio cuenta de que Reeva aún no estaba al corriente de la aparición de Travis Boyette. La noticia la había pillado dentro de la cárcel, mientras se preparaba para el gran momento. Siguiendo su intuición, decidió no contárselo. Se lo reservaría para otro momento.

La entrevista posterior a la ejecución era la parte más dramática del programa. Si los abordabas a los pocos minutos de haber visto morir al cabrón, eran capaces de decir cualquier cosa. Fordyce gritó a un técnico, insultó a un cámara y bramó que estaba listo para empezar. Un último toque de polvos en la frente, y un cambio instantáneo de actitud al mirar a la cámara, sonreír y convertirse en un hombre de lo más compasivo. Con la cinta en marcha, explicó dónde estaba, dio la fecha y hora, subrayó la gravedad del momento y se acercó a Reeva.

– Ya se ha acabado, Reeva -dijo-. Cuéntanos qué has visto.

Reeva, con un kleenex en cada mano -desde la comida había gastado una caja entera-, se secó los ojos.

– Le he visto a él -dijo-. Por primera vez en ocho años he visto al hombre que mató a mi hija. Le he mirado a los ojos, pero él a mí no.

Hablaba con fuerza, sin venirse abajo, al menos de momento.

– ¿Qué ha dicho?

– Ha dicho que lo sentía, lo cual se agradece.

Fordyce se acercó un poco más, frunciendo el ceño.

– ¿Ha dicho que sentía haber matado a Nicole?

– Algo así-dijo ella.

Wallis, sin embargo, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su mujer.

– ¿No está de acuerdo, señor Pike?

– Ha dicho que sentía lo ocurrido, no que se arrepintiera de algo -rezongó Wallis.

– ¿Estás seguro? -le espetó Reeva a su marido.

– Estoy seguro.

– Pues eso no es lo que he oído yo.

– Cuéntenos cómo ha sido la ejecución y la muerte -le rogó Fordyce.

Reeva, que aún estaba enfadada con Wallis, sacudió la cabeza y se sonó con un kleenex.

– Demasiado fácil. Se ha dormido y ya está. Cuando han abierto las cortinas, ya estaba encima de la camilla, con todas las correas, y se le veía muy tranquilo. Ha hecho su última declaración y ha cerrado los ojos. Nosotros no hemos visto nada de nada, ninguna señal de que le hubieran administrado los fármacos ni nada. Se ha dormido y ya está.

– ¿Y usted pensaba en Nicole, y en lo horrible que debió de ser su muerte?

– ¡Sí, exacto! Ay, Dios mío… Mi pobre niña… Sufrió tanto… Un horror…

La voz de Reeva se quebró. La cámara hizo un zoom aún más pronunciado.

– ¿Ha tenido ganas de que él sufriera? -preguntó Fordyce, pinchándola, azuzándola.

Reeva asintió enérgicamente, con los ojos cerrados.

– ¿Qué ha cambiado, señor Pike? -preguntó Fordyce a Wallis-. ¿Qué significa esto para su familia?

Wallis reflexionó unos instantes.

– Significa mucho saber que está muerto -se lanzó Reeva mientras él reflexionaba-, y que lo han castigado. Yo creo que esta noche dormiré mejor.

– ¿Ha dicho que se consideraba inocente?

– Sí, sí-contestó Reeva, que por un momento dejó de llorar-. El mismo rollo que oímos desde hace años. «¡Soy inocente!» Pues ahora está muerto. Es lo único que puedo decir.

– ¿Se le ha ocurrido alguna vez que pudiera ser inocente, que a Nicole pudiera haberla matado otra persona?

– No, ni un segundo. El monstruo confesó.

Fordyce se apartó un poco.

– ¿Le suena de algo el nombre de Travis Boyette?

Cara de perplejidad.

– ¿Quién?

– Travis Boyette. Esta tarde, a las cinco y media, ha salido por la tele de Slone diciendo que él es el asesino.

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