John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– ¡Soy inocente! -gritó-. ¡El estado de Texas me ha perseguido nueve años por un crimen que no cometí! Nunca toqué a Nicole Yarber, ni sé quién la mató. -Respiró, abrió los ojos y prosiguió-: Al detective Drew Kerber, a Paul Koffee, a la jueza Grale, a todos los fanáticos del jurado, a los cegatos de los tribunales de apelaciones y al gobernador Newton: se acerca el día del Juicio. Cuando encuentren al auténtico asesino, os perseguiré desde la tumba.

Se volvió y miró a su madre.

– Adiós, mamá. Te quiero.

Tras unos segundos de silencio, Ben Jeter empujó el micrófono hacia el techo, dio un paso atrás y le hizo una señal con la cabeza al farmacéutico sin rostro que estaba escondido detrás de la ventana negra de la izquierda de la camilla. Dio comienzo la inyección letal: tres dosis distintas, administradas en rápida sucesión. Cada una de ellas ya era mortal por sí misma. La primera era de tiopental sódico, un sedante muy potente. Donté cerró los ojos, para no volver a abrirlos. Dos minutos después, una dosis de bromuro de pancuronio, un relajante muscular, detuvo su respiración. La tercera inyección era de cloruro de potasio, y le paró el corazón.

Con tantas correas de cuero era difícil ver cuándo se detenía la respiración de Donté, pero en todo caso se detuvo. A las 18.19 apareció el técnico sanitario y examinó el cadáver con un estetoscopio. Hizo una señal con la cabeza al director, que a las 18.21 anunció que Donté Drumm estaba muerto.

Capítulo 27

Se cerraron las cortinas. La cámara de ejecuciones desapareció.

Reeva abrazó a Wallis, y Wallis a Reeva, y ambos a sus hijos. Se abrió la puerta de su sala de testigos, y un funcionario de prisiones les hizo cruzarla a toda prisa. Dos minutos después de que se anunciara la muerte, Reeva y su familia estaban otra vez en el furgón, que se los llevó con una eficacia sorprendente. Después de que se fueran, la familia Drumm fue acompañada por otra puerta, pero siguiendo la misma ruta.

Robbie y Keith se quedaron a solas durante unos segundos en la sala de testigos. Robbie tenía los ojos empañados y la cara pálida. Estaba completamente vencido, exhausto, pero al mismo tiempo buscaba a alguien a quien enfrentarse.

– ¿Te alegras de haberlo visto? -preguntó.

– No.

– Yo tampoco.

En la estación de trenes, la noticia de la muerte de Donté fue recibida en silencio. Estaban demasiado estupefactos para hablar. En la sala de reuniones contemplaban el televisor y oían las palabras, pero seguían sin dar crédito a que el milagro se les hubiera escapado de las manos. Tres horas antes, solo tres, estaban trabajando como locos en las peticiones Boyette y Gamble, dos regalos de última hora caídos del cielo, que tan prometedores parecían; pero el Tribunal Penal de Apelación de Texas había desestimado la de Boyette, y a la de Gamble le había dado literalmente con la puerta en las narices.

Ahora Donté estaba muerto.

Sammie Thomas lloraba silenciosamente en un rincón. Carlos y Bonnie miraban fijamente la pantalla, como si la noticia pudiera tener un final feliz. Travis Boyette se frotaba la cabeza, encorvado, mientras Fred Pryor lo observaba. Estaban preocupados por Robbie.

De repente, Boyette se levantó.

– No entiendo nada -dijo-. ¿Qué ha pasado? No me han escuchado. Lo que explico es la verdad.

– Has llegado tarde, Boyette -replicó Carlos.

– Con nueve años de retraso -dijo Sammie-. Te pasas nueve años rascándote la barriga, encantado de que otro cumpla condena por ti, y de repente, cuando faltan cinco horas, te presentas y esperas que te escuche todo el mundo.

Carlos se acercó a Boyette, señalándolo con el dedo.

– Solo necesitábamos veinticuatro horas, Boyette. Si hubieras llegado ayer, podríamos haber buscado el cadáver; y encontrando el cadáver no habría habido ejecución. No la habría habido porque se habían equivocado de culpable. Y se habían equivocado de culpable porque son idiotas, pero también porque tú eres demasiado cobarde para dar la cara. Donté está muerto por tu culpa, Boyette.

Boyette se puso muy rojo. Quiso coger su bastón, pero Fred Pryor, más rápido, le cogió la mano y miró a Carlos.

– Tranquilos. Que se calme todo el mundo.

Sammie echó un vistazo a su móvil, que estaba sonando.

– Es Robbie -dijo.

Carlos se dio la vuelta. Boyette se sentó, con Pryor al lado. Tras escuchar unos minutos, Sammie dejó el teléfono y se secó una lágrima.

– Para variar, los medios no se han equivocado -dijo-. Está muerto. Dice que ha sido fuerte hasta el final, que ha proclamado su inocencia y que ha estado muy convincente. Ahora Robbie está saliendo de la cárcel. Cogerán un avión de vuelta y estarán aquí hacia las ocho. Le gustaría que lo esperásemos.

Hizo una pausa, y se secó otra vez las lágrimas.

Justo después de que la Guardia Nacional se desplegase por las inmediaciones de los parques Civitan (en la parte blanca) y Washington (en la negra), llegó la noticia de que habían ejecutado a Donté. En el parque Civitan, la multitud no había dejado de crecer durante toda la tarde, ocupando cada vez más espacio, y después fue avanzando y comenzó a empujar a la Guardia Nacional. Los soldados fueron objeto de provocaciones, palabrotas e insultos, y llegó a caer alguna piedra, pero la violencia latente no llegó a estallar. Oscurecía, y casi nadie dudaba de que la situación se deterioraría por la noche. En el parque Washington, la multitud era de edad más avanzada, y se componía esencialmente de vecinos. Los más jóvenes y belicosos cruzaron la ciudad dirigiéndose hacia allí donde había más posibilidades de disturbios.

Las casas se cerraron a cal y canto, y empezaron los turnos de vigilancia en los porches, con las armas a punto. Los centinelas redoblaron sus patrullas en todas las iglesias de Slone.

A unos quince kilómetros al sur, en la cabaña, reinaba un ambiente mucho más festivo. Juntos frente al televisor, con nuevas copas en la mano, todos acogieron la confirmación de la muerte con sonrisas de suficiencia. Paul Koffee brindó por Drew Kerber, y Drew Kerber por Paul Koffee. Los vasos entrechocaban. El titubeo desazonador que habían sentido con lo de Boyette quedó rápidamente en el olvido. Por lo menos de momento.

Al final se había impuesto la justicia.

Jeter acompañó a Robbie y Keith hasta la entrada de la cárcel, les dio la mano y se despidió. Robbie le dio las gracias por haber sido tan atento. Keith no sabía muy bien si darle las gracias o insultarle -su autorización de último minuto de Keith como testigo había desembocado en una experiencia horrible-, aunque, fiel a su manera de ser, acabó manteniendo los modales. Al cruzar la puerta principal vieron de dónde procedía el ruido. A tres manzanas a la derecha, más allá de un muro de policías locales y del estado, había una aglomeración de estudiantes que gritaban, agitando pancartas en medio de una calle acordonada. Detrás había una retención de tráfico. Una oleada de coches había intentado llegar a la cárcel, y al ver que no se podía pasar, los conductores se habían limitado a salir y unirse a la multitud. La operación Desvío había planeado taponar la cárcel a base de gente y de vehículos, y se estaba cumpliendo su objetivo. No se había alcanzado la meta de impedir la ejecución, pero al menos se había movilizado a los defensores de Donté, que se hacían oír.

Aaron Rey, que esperaba en la acera, llamó por señas a Keith y Robbie.

– Hemos encontrado una vía de escape -dijo-. Esto está a punto de explotar.

Corrieron al monovolumen, que se puso en marcha. El conductor empezó a cruzar una callejuela tras otra, esquivando coches aparcados y a estudiantes furiosos. Martha Handler escrutaba el rostro de Robbie, que no la miró en ningún momento.

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