John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– Tonterías.

– Aquí está la grabación -dijo Fordyce, señalando una pantalla de veinte pulgadas situada a su derecha.

Apareció inmediatamente el vídeo de Travis Boyette. El volumen estaba alto, y en el resto del plato reinaba el más absoluto silencio. Mientras Boyette hablaba, Reeva lo miraba atentamente, ceñuda, casi burlona. Sacudió la cabeza. Un idiota, un falsario. Ella sabía quién era el asesino. Sin embargo, en el momento en que Boyette sacó el anillo de graduación y lo enseñó ante las cámaras, diciendo que lo tenía desde hacía nueve años, Reeva palideció y se quedó boquiabierta, con los hombros caídos.

Aunque Sean Fordyce fuera un defensor acalorado de la pena de muerte, coincidía con la mayoría de sus colegas del amarillismo televisivo en no dejar nunca que la ideología fuera en detrimento de una historia sensacionalista. La posibilidad de que acabaran de ejecutar a un inocente supondría un duro golpe contra la pena de muerte, de ello no cabía duda, pero a Fordyce le daba completamente igual. Él tenía en sus manos la noticia más candente del momento -número dos en la página inicial de la CNN-, y pensaba exprimirla al máximo.

Por otro lado, no veía ningún inconveniente en tender una trampa a su propia invitada; no era la primera vez, ni -en aras del dramatismo- sería la última.

Boyette desapareció de la pantalla.

– ¿Ha visto el anillo, Reeva? -tronó Fordyce.

Parecía que Reeva acabara de ver un fantasma. Luego se rehízo, y se acordó de que lo estaban filmando todo.

– Sí -logró decir.

– ¿Y es el de Nicole?

– Bueno, vaya usted a saber. ¿Quién es ese tipo? ¿De dónde sale?

– Un violador en serie con una lista de antecedentes interminable. Eso es lo que es.

– Pues vaya. ¿Quién lo va a creer?

– ¿O sea que usted no lo cree, Reeva?

– Claro que no. -Sin embargo, ya no le quedaban lágrimas ni fuerza. Se la veía confusa, desorientada y muy cansada. Cuando Fordyce se disponía a hacerle otra pregunta, ella le dijo-: Sean, ha sido un día muy largo. Nos vamos a casa.

– Claro, Reeva, no faltaba más. Solo una pregunta: ahora que ha visto una ejecución, ¿cree que deberían televisarlas?

Reeva se arrancó el micro de la chaqueta y se levantó de un salto.

– Vamos, Wallis. Estoy cansada.

Se había acabado la entrevista. Reeva, Wallis y sus dos hijos salieron del motel, seguidos por el hermano Ronnie. Se apretujaron en la furgoneta de la iglesia y se fueron a Slone.

En el aeropuerto, Keith llamó a Dana para ponerla al día de su viajecito. Ahora estaba en caída libre, sin la menor idea de adónde iba, ni un recuerdo claro de dónde había estado. Cuando explicó a Dana suavemente que acababa de asistir a la ejecución, ella se quedó sin palabras. Tampoco Keith las tenía. Dana le preguntó si estaba bien. Él contestó que no, en absoluto.

El King Air despegó a las siete y cinco, y no tardó en meterse entre nubarrones. Daba tantos bandazos como un camión viejo en una carretera llena de baches. «Turbulencias moderadas», había anunciado el piloto en el momento de embarcar. Entre el ruido de los motores, la sensación de vaivén y el caos visual y mental de las dos últimas horas, a Keith no le costó mucho cerrar los ojos y refugiarse en su burbuja.

También Robbie se encerró en sí mismo. Inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la mano en la barbilla y los ojos cerrados, se abstrajo en recuerdos dolorosos. Martha Handler quería hablar, tomar notas y captar al máximo la densidad del momento, pero no había nadie a quien entrevistar. Aaron Rey miraba nerviosamente por la ventanilla, como si esperase que se rompiera un ala.

A cinco mil pies, el vuelo se suavizó un poco, y el ruido de la cabina disminuyó. Robbie se reclinó en su asiento y sonrió a Martha.

– ¿Cuáles han sido sus últimas palabras? -preguntó ella.

– Que quiere a su madre y que es inocente.

– ¿Ya está?

– Es bastante. Hay una web sobre el corredor de la muerte en Texas, una web oficial donde cuelgan todas las últimas declaraciones. Mañana a mediodía estará la de Donté. Ha sido muy bonito. Ha insultado a los malos: Kerber, Koffee, la jueza Grale, el gobernador… Precioso, precioso de verdad.

– ¿O sea que ha luchado hasta el final?

– Luchar no podía, pero no ha cedido ni un centímetro.

El coche era un Buick viejo, propiedad de una anciana viuda, Nadine Snyderwine, y estaba aparcado frente a su modesto hogar, en una plataforma de cemento, al pie de un roble sauce. La señora Snyderwine lo cogía a lo sumo tres veces por semana, y era consciente de que le quedaban pocos días como conductora, porque ya no tenía buena vista. Nunca había trabajado fuera de casa, ni conocía a mucha gente, ni había provocado a nadie. Eligieron su coche porque era accesible, pero sobre todo porque estaba aparcado en una calle oscura y poco transitada, en una parte muy blanca de la ciudad. El Buick no estaba cerrado con llave; de todos modos, habría dado igual. Abrieron la puerta del lado del conductor, encendieron un cóctel Molotov y lo arrojaron dentro. Después los pirómanos desaparecieron en la noche sin dejar rastro. Un vecino vio un coche incendiado, y la llamada al 911 quedó registrada a las 19.28.

Si existía alguna posibilidad de un cortocircuito en el Buick, de una combustión espontánea del vehículo, quedó descartada a las 19.36, hora de la segunda llamada al 911. Otro coche incendiado, un Volvo familiar aparcado en una calle a medio camino entre el juzgado y el parque Civitan. Cinco camiones de bomberos ululaban de punta a punta de la ciudad, por el camino que les abría la policía. Las sirenas recibieron los aplausos de la multitud reunida en el parque, que iba creciendo a medida que avanzaba la noche, pero aparte de consumo de alcohol y posesión de marihuana entre menores no se cometían delitos. De momento. Si acaso, alteración del orden público, pero, dada la tensión del momento, la policía prefería no entrar en el parque para aguar la fiesta. Los ánimos beligerantes de la multitud se alimentaban con la noticia de la muerte de Donté, con las declaraciones de Travis Boyette, con el rap airado que escupían los equipos de los coches y con algo de droga y alcohol.

La policía lo observaba todo, valorando sus opciones. Formando piña con la Guardia Nacional, urdía su estrategia. Un paso equivocado podía provocar una reacción imprevisible, más que nada porque a aquellas alturas la multitud carecía de un auténtico líder, y no sabía adónde la llevaría la noche. Aproximadamente cada media hora, algún payaso encendía una traca, y durante unas décimas de segundo los policías y la Guardia Nacional se quedaban muy quietos, intentando distinguir si eran disparos. De momento, solo tracas.

La tercera llamada quedó registrada a las 19.40, y fue la más alarmante de las tres. De hecho, cuando el comisario jefe recibió los datos, se planteó la posibilidad de salir pitando de la ciudad. Al oeste de Slone, el aparcamiento de grava del bar de Big Louie estaba tan lleno como todos los jueves por la noche, que era cuando se iniciaba extraoficialmente el fin de semana. Para que empezara la marcha, Louie proponía toda una serie de ofertas en las copas, y los chavales respondían con entusiasmo. Prácticamente todos los vehículos aparcados frente al edificio de metal barato eran camionetas, Ford y Chevrolet, al cincuenta por ciento. Los pirómanos eligieron una de cada marca, reventaron los cristales, lanzaron los cócteles y desaparecieron en la oscuridad. A un cliente que llegó tarde en camioneta le pareció ver a «un par de chicos negros» que se iban corriendo, agachados, muy sospechosos. Pero no estaba cerca, ni les vio la cara; de hecho, ni siquiera estaba seguro de que fueran negros.

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