John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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Esperaron.

Capítulo 26

A las seis menos veinte, el Tribunal Supremo de Estados Unidos desestimó, por cinco votos contra cuatro, la alegación de demencia de Donté. Diez minutos más tarde, por otros cinco votos contra cuatro, denegó la providencia de remisión de la petición Boyette. Robbie respondió al teléfono fuera de la celda de detención. Apagó el móvil y se aproximó al director de la cárcel.

– Ya está. No hay más apelaciones -susurró.

Jeter asintió, muy serio.

– Tiene dos minutos -dijo.

– Gracias.

Robbie entró otra vez en la celda de detención y dio la noticia a Donté. Ya no había nada más que hacer. La lucha se había acabado. Donté cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de asimilar la realidad. Hasta ese momento siempre había existido una esperanza, por lejana, remota e improbable que fuera.

A continuación tragó saliva, logró sonreír y se acercó un poco más a Robbie. Tenían las rodillas en contacto, y las cabezas a pocos centímetros.

– Oye, Robbie, ¿tú crees que pillarán alguna vez al que mató a Nicole?

Robbie volvió a tener ganas de hablarle de Boyette, pero la conclusión de aquella historia aún quedaba muy lejos. La verdad distaba mucho de estar clara.

– No lo sé, Donté. No puedo predecirlo. ¿Por qué?

– Voy a decirte lo que tienes que hacer, Robbie. Si no lo encuentran nunca, la gente siempre pensará que lo hice yo, pero si lo encuentran, tienes que prometerme que limpiarás mi nombre. ¿Me lo prometes, Robbie? Me da igual lo que tardes, pero tienes que limpiar mi nombre.

– Lo haré, Donté.

– Tengo la visión de que algún día mi madre y mis hermanos estarán al lado de mi tumba, celebrando que soy inocente. ¿A que será genial, Robbie?

– Yo también estaré allí, Donté.

– Montad una gran fiesta en el propio cementerio. Invitad a todos mis amigos, armadla bien gorda y que se entere todo el mundo de que Donté es inocente. ¿Lo harás, Robbie?

– Te doy mi palabra.

– Será genial.

Robbie cogió lentamente las dos manos de Donté y se las apretó.

– Tengo que irme, grandullón. No sé qué decir, salvo que para mí ha sido un honor ser tu abogado. Te he creído desde el primer día, y hoy te creo todavía más. Siempre he sabido que eras inocente, y odio a los hijos de puta que hacen que ocurra todo esto. Seguiré luchando, Donté. Te lo prometo.

Sus frentes se tocaron.

– Gracias por todo, Robbie -dijo Donté-. No te preocupes.

– Nunca te olvidaré.

– Cuida de mi madre, ¿de acuerdo, Robbie?

– Ya sabes que lo haré.

Se levantaron y se dieron un abrazo, largo, doloroso, al que ninguno de los dos quería poner fin. Ben Jeter esperaba al lado de la puerta. Al final, Robbie salió de la celda de detención y fue a la otra punta del corto pasillo, donde Keith, sentado en una silla plegable, rezaba con fervor. Robbie se sentó a su lado y empezó a llorar.

Ben Jeter preguntó por última vez a Donté si quería ver al capellán. No, no quería. El pasillo empezó a llenarse de vigilantes de uniforme, mozos altos y sanos, de cara seria y brazos gruesos: habían llegado los refuerzos, por si el recluso se negaba a ir pacíficamente a la cámara de ejecuciones. En unos instantes de ajetreo, todo quedó lleno de gente.

Jeter se acercó a Robbie.

– Vámonos -dijo.

Robbie se levantó despacio, dio un paso y se paró a mirar a Keith.

– Vamos, Keith -dijo.

Keith miró hacia arriba inexpresivamente, sin saber muy bien dónde estaba, con la seguridad de que pronto se acabaría su pequeña pesadilla y se despertaría en la cama, con Dana.

– ¿Qué?

Robbie lo cogió del brazo y le dio un tirón.

– Vamos, es la hora de asistir a la ejecución.

– Pero…

– El director ha dado su permiso. -Otro tirón-. Al ser el consejero espiritual del condenado, cumples los requisitos para ser testigo.

– Creo que no, Robbie. Oye, no, prefiero esperar…

La discusión divirtió a varios de los vigilantes. Keith era consciente de sus sonrisitas, pero no le importaron.

– Vamos -dijo Robbie, arrastrando al clérigo-. Hazlo por Donté. Qué coño, hazlo por mí. Tú vives en Kansas, uno de los estados que aún tiene la pena de muerte. Ven a ver un poco de democracia en acción.

Keith se movía, y todo era borroso. Dejando atrás a las filas de vigilantes, y la celda de detención donde Donté miraba el suelo mientras volvían a esposarlo, llegaron a una puerta estrecha y sin letrero en la que Keith no se había fijado antes. Se abrió, y se cerró a su paso. Estaban en una habitación pequeña y cuadrada, con una iluminación tenue. Finalmente Robbie lo soltó y se acercó a la familia Drumm para repartir abrazos.

– Se acabaron las apelaciones -comunicó en voz baja-. Ya no hay nada que hacer.

Fueron los diez minutos más largos de la extensa carrera de Gilí Newton como funcionario. Desde las seis menos diez hasta las seis, vaciló como nunca. Por un lado -literalmente uno de los de su despacho-, Wayne insistía cada vez más en los treinta días de aplazamiento, alegando que la ejecución se podía posponer solo esos días mientras se asentaba la polvareda y se investigaban las afirmaciones del payaso de Boyette. Si decía la verdad, y se lograba hallar el cadáver, el gobernador sería un héroe; si resultaba ser un fiasco, como sospechaban ellos, Drumm viviría treinta días más antes de recibir la inyección letal. Políticamente, no habría daños a largo plazo. El único perjuicio se produciría si ignoraban a Boyette, ejecutaban a Drumm y aparecía el cadáver justo donde los llevase Boyette, cosa que sería fatal, y no solo para Drumm.

El clima era tan tenso que no se acordaban del bourbon.

Del otro lado, Barry alegaba que una marcha atrás, del tipo que fuera, solo sería una demostración de debilidad, sobre todo a la luz de la actuación del gobernador hacía menos de tres horas, ante los manifestantes. Las ejecuciones atraen a todo tipo de personas que buscan la atención, sobre todo si son ejecuciones de relieve. Boyette era un ejemplo perfecto. Saltaba a la vista que buscaba los focos, su cuarto de hora de escenario, y por ello permitir que desbaratase una ejecución con todas las de la ley era un error desde el punto de vista jurídico y aún más desde el político. Drumm había confesado ser el asesino, repetía Barry una y otra vez. No dejemos que empañe la verdad un pervertido en serie. ¡Había sido un juicio justo! ¡Las apelaciones, todas las apelaciones, habían confirmado la sentencia!

Wayne replicó que había que jugar sobre seguro. Solo treinta días. Quizá averiguasen algo nuevo sobre el caso.

Barry le rebatió diciendo que ya habían pasado nueve años, tiempo más que suficiente.

– ¿Hay algún periodista fuera? -preguntó Newton.

– Sí, claro -dijo Barry-. Llevan todo el día rondando.

– Que hagan cola.

El último paseo fue corto: unos diez metros desde la celda de detención hasta la cámara de ejecuciones, por un camino bordeado todo él de vigilantes, algunos de los cuales miraban con el rabillo del ojo para ver la cara del muerto, mientras otros no apartaban la vista del suelo, como centinelas de un paso solitario. De un condenado se podían esperar tres caras: la más habitual era el ceño muy fruncido y los ojos muy abiertos, con una expresión de miedo e incredulidad; la segunda más frecuente era de rendición pasiva, con los ojos entreabiertos, como si las sustancias químicas ya estuvieran haciendo su efecto; la tercera, la menos habitual, era una expresión de rabia, la de alguien que, si tuviera un arma, se cargaría a todos los vigilantes a su alcance. Donté Drumm no se resistió, cosa que raramente ocurre. Con dos vigilantes sujetándolo por los codos, caminó con expresión serena, mirando al suelo. Ni estaba dispuesto a dejar que sus carceleros vieran el miedo que sentía, ni quería reconocer en modo alguno su presencia.

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