John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– ¡Silencio! -les gritó, antes de hacerle una señal con la cabeza a Travis-. Adelante.

Travis estaba rígido como un ciervo ante los faros de un coche, pero tragó saliva y se lanzó.

– Me llamo Travis Boyette, y maté a Nicole Yarber. Donté Drumm no tuvo nada que ver con el asesinato. Lo hice yo solo. La rapté, la violé varias veces y la estrangulé hasta matarla. Luego me desprendí de su cadáver, que no está en el Red River.

– ¿Dónde está?

– En Missouri, donde lo dejé.

– ¿Por qué lo hizo?

– Porque no lo puedo evitar. He violado a otras mujeres, a muchas. A veces me han pillado, y otras no.

Aquello fue una sorpresa para los reporteros. La siguiente pregunta tardó unos segundos.

– ¿O sea que es un violador convicto?

– Pues sí. Con cuatro o cinco condenas.

– ¿Es de Slone?

– No, pero vivía aquí cuando maté a Nicole.

– ¿La conocía?

Dana Schroeder llevaba dos horas inmóvil en el cuarto de la tele, pegada a la CNN en espera de nuevas noticias sobre Slone. De momento habían emitido dos reportajes, dos flashes sobre la agitación y la Guardia Nacional, y Dana había visto hacer el ridículo al gobernador, pero la noticia iba cobrando fuerza.

– Aquí está -dijo en voz alta al ver la cara de Travis Boyette en la pantalla.

Su marido estaba en el corredor de la muerte, consolando al hombre condenado por el asesinato, y ella contemplando a quien lo había cometido de verdad.

Joey Gamble se encontraba en un bar, el primero que había visto al salir del bufete de Agnes Tanner. Estaba borracho, pero consciente de lo que ocurría. Había dos televisores colgados del techo, uno en cada punta del local. En el primero estaba sintonizado SportsCenter, y en el segundo la CNN. Al ver el reportaje sobre Slone, se acercó más al aparato y oyó hablar a Boyette sobre la muerte de Nicole.

– Hijo de puta -masculló.

El encargado lo miró, extrañado.

Luego, sin embargo, Joey se sintió a gusto consigo mismo. Al final había dicho la verdad, y ahora salía a la palestra el auténtico asesino. Donté se salvaría. Pidió otra cerveza.

El juez Elias Henry estaba sentado con su esposa en el cuarto de la tele de su casa, que no quedaba lejos del parque Civitan. Tenían las puertas cerradas con llave, y las escopetas de caza cargadas y a punto. Cada diez minutos pasaba un coche de la policía. Un helicóptero lo vigilaba todo desde arriba. El aire olía mucho a humo, procedente de los petardos del parque y de los edificios destruidos. Se oía gritar a la gente. Durante la tarde no habían hecho más que aumentar los incansables tambores, el rap a todo volumen y los cantos estridentes. El juez y la señora Henry se habían planteado pasar la noche fuera. Tenían un hijo en Tyler, a una hora de camino. Él les aconsejaba huir, aunque solo fuera un par de horas. Pero al final habían decidido quedarse, más que nada porque eso habían hecho los vecinos, y en grupo eran más fuertes. Durante una charla con el juez, el comisario le había asegurado con cierto nerviosismo que la situación estaba controlada.

Tenían encendido el televisor: otra última hora desde Slone. El juez cogió el mando a distancia y subió el volumen. Apareció el hombre a quien había visto en el vídeo hacía menos de tres horas. Travis Boyette hablaba y daba detalles, con la mirada fija en un racimo de micrófonos.

– ¿Conocía a la chica? -preguntó un reportero.

– Personalmente no, pero la había seguido. Sabía quién era, una animadora. La elegí.

– ¿Cómo la raptó?

– Encontré su coche, aparqué al lado y esperé a que saliera del centro comercial. Usé una pistola, y ella no discutió. Ya lo había hecho otras veces.

– ¿Lo han condenado alguna vez en Texas?

– No. Pero sí en Missouri, Kansas, Oklahoma y Arkansas. Puede comprobar los registros, si quiere. Estoy diciendo la verdad, y la verdad es que el crimen lo cometí yo, no Donté Drumm.

– ¿Por qué confiesa ahora y no un año antes?

– Debería haberlo hecho, pero supuse que al final los tribunales de aquí se darían cuenta de que se habían equivocado. Acababa de salir de la cárcel, en Kansas, y hace unos días vi en el periódico que se estaban preparando para ejecutar a Drumm. Me sorprendió, y aquí estoy.

– Ahora mismo, la ejecución solo puede impedirla el gobernador. ¿Qué le diría usted?

– Le diría que está a punto de matar a un inocente. Si me da veinticuatro horas, le llevaré hasta el cadáver de Nicole Yarber. Solo veinticuatro horas, señor gobernador.

El juez Henry se rascó el mentón con los nudillos.

– La noche ya era mala, pero acaba de empeorar -dijo.

Barry y Wayne estaban en el despacho del gobernador, viendo a Boyette por la CNN. El gobernador estaba en el pasillo, donde era entrevistado por quinta o sexta vez desde su valeroso enfrentamiento con los exaltados.

– Más vale que vayamos a buscarlo -dijo Wayne.

– Ya voy yo. Tú mira esto.

Cinco minutos más tarde, el gobernador volvió a ver las imágenes de Boyette.

– Es evidente que está loco -espetó al cabo de unos segundos-. ¿Dónde está el bourbon?

Llenaron los vasos, y entre sorbos de licor oyeron hablar a Boyette sobre el cadáver.

– ¿Cómo mató a Nicole?

Estrangulándola con su propio cinturón, uno negro, de cuero, con la hebilla redonda y plateada, que aún le rodeaba el cuello. Boyette metió la mano por debajo de su camisa, sacó un anillo y lo puso delante de las cámaras.

– Es de Nicole. Lo tengo desde la noche en que me la llevé. Salen sus iniciales y todo.

– ¿Cómo se desprendió del cadáver?

– Digamos que está enterrado.

– ¿A qué distancia de aquí?

– No sé, cinco o seis horas. Repito que si el gobernador nos diera veinticuatro horas lo podríamos encontrar. Así se demostraría que digo la verdad.

– ¿Quién es este tipo? -preguntó el gobernador.

– Un violador en serie con unos antecedentes que resultan interminables.

– Parece mentira que siempre consigan presentarse justo antes de la ejecución -dijo Newton-. Probablemente cobre de Flak.

Los tres se rieron, nerviosos.

Las risas de los invitados a la reunión del lago se interrumpieron cuando uno de ellos pasó junto a un televisor, dentro de la cabaña, y vio lo que ocurría. Rápidamente entraron todos, y treinta personas se aglomeraron frente a la pequeña pantalla. Nadie decía nada. Era como si no respirasen, mientras Boyette, totalmente dispuesto a responder cualquier pregunta sin rodeos, hablaba sin cesar.

– ¿Conoces de algo a este tipo, Paul? -preguntó uno de los abogados jubilados.

Paul sacudió la cabeza.

– Está en el bufete de Flak, la estación de trenes.

– Otra vez Robbie con sus trucos.

Ni una sola sonrisa, mueca burlona o risa forzada. Cuando Boyette sacó el anillo de Nicole, y lo enseñó tranquilamente a las cámaras, una ola de miedo pasó por la cabaña, y Paul Koffee buscó una silla.

La noticia no llegó a todos los oídos. En la cárcel, Reeva y los suyos estaban reunidos en un pequeño despacho, donde esperaban ser llevados en furgón hasta la cámara de ejecuciones. No estaba lejos la familia de Donté, que también esperaba. Durante la hora siguiente, los dos grupos de testigos se encontrarían a muy poca distancia, aunque escrupulosamente separados. A las seis menos veinte se hizo subir a los familiares de la víctima a un furgón blanco de la cárcel, sin identificar, que los llevó al pabellón de ejecuciones en un trayecto que duraba menos de diez minutos. Una vez allí, cruzando una puerta sin rótulo, accedieron a una salita cuadrada, de unos cuatro metros por cuatro. No había sillas, ni bancos. Tampoco había nada en las paredes. Tenían delante una cortina cerrada. Les habían dicho que la cámara de ejecuciones propiamente dicha estaba al otro lado. A las seis menos cuarto, la familia Drumm hizo el mismo recorrido y entró en su sala de testigos por otra puerta. Las dos salas de testigos eran contiguas. Una tos persistente se podía oír al otro lado.

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