No dejaba de resultar paradójico que el mayor movimiento de masas de la historia tuviera su origen en semejante equívoco. O tal vez no hubiera ningún equívoco y Santiago y Prisciliano no fueran en realidad más que las dos caras de una misma moneda. A aquellas alturas Laura Márquez ya no sabía muy bien qué pensar. Cuantas más vueltas le daba, más difícil le resallaba entender que una estudiante de veinte años pudiera obsesionarse con aquellas historias. Pero ¿quién era ella para juzgar las obsesiones de nadie? ¿Acaso no había creído también alguna vez en el poder de los símbolos? Un viejo florete con la empuñadura abollada, una ciudad varada frente al océano, una melodía del otro lado del mar. Sangue de Beirona.
«Cada uno sabe lo suyo -pensó-. Hay quien necesita fe para estar en paz con el mundo, un horario fijo, una familia, derecho de voto y cosas por el estilo. A otros les basta con un cajón lleno de corbatas raras o unos cuantos cabos sueltos por dónde empezar a tirar.» Sonrió de medio lado. Los gallegos eran raros de narices. Debía de ser cosa del clima. El viento y la lluvia incidían en el carácter y trazaban perfiles singulares. Villamil tenía su punto excéntrico, y eso a Márquez le encantaba porque le hacía sentir que, por una vez, la friki no era ella. Sonrió al acordarse de su compañero. Le debía unos cuantos favores que en principio no creía que pudiera devolverle y algún que otro valioso consejo profesional. Como a cualquier periodista de raza, a Villamil el trabajo era lo único que le mantenía vivo. Todo lo demás le traía sin cuidado. Seguramente si alguien le hubiera preguntado el motivo, no habría sabido explicar por qué, pero así eran las cosas. Quien más y quien menos tenía su Santo Grial.
Márquez recordó que llevaba demasiado tiempo sin dar señales de vida. Sacó el teléfono móvil de la bolsa de lona que llevaba cruzada al hombro y marcó el número del periodista, pero al momento pensó que no sabía muy bien cómo demonios explicarle qué estaba haciendo con un sospechoso de asesinato en un descampado y a aquellas horas, así que prefirió dejar las explicaciones para más adelante. Cortó la llamada y continuó recorriendo la nave como si tal cosa. El local parecía completamente abandonado.
– Te lo he dicho- exclamó al cabo de un rato-. Aquí no hay nada.
Pasados unos segundos de duda, salieron a la penumbra lunar. Márquez caminaba muy inclinada hacia adelante para ofrecer resistencia al viento con sus escasos cincuenta kilos. De pronto el bosque le pareció inquietante y amenazador. En algún punto entre los árboles, se oyó un sonido, y el chico le dio la mano con un gesto instintivo de protección. Avanzaron hacia los camiones siguiendo el haz de luz de la linterna, aunque la claridad de la luna les habría permitido prescindir de ella. Husmearon bajo las lonas. Sólo había bidones metálicos como los que utilizan los ganaderos para almacenar leche.
Márquez se acercó a la orilla de la laguna para comprobar su profundidad. Llevaba la bufanda de lana tapándole la nariz y la boca para defenderse del olor nauseabundo que emanaba de aquel lugar, una mezcla de huevos podridos y fermentos ácidos. Cogió del suelo una rama de un metro aproximadamente e intentó clavarla en el borde grisáceo de los sedimentos, pero la tierra se la fue engullendo centímetro a centímetro, sin dejar rastro.
– ¡Hostia! -exclamó-. Si te caes aquí, te traga la tierra. -Y mientras lo decía sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– Mira esto -dijo el chico unos pasos por detrás de ella. La linterna señalaba un círculo de luz en el suelo. Se agacharon los dos al filo de la claridad de la linterna.
Las cabezas muy juntas, las manos tanteando entre las raíces y el humus negro de las hojas. Era un reloj de hombre con números romanos grabados en oro-. ¡Un Rolex! -dijo cogiéndolo por la correa con un pañuelo.
Márquez lo observó con una mezcla de curiosidad y ligera guasa, como si de pronto se hubiera acordado de algo divertido.
– ¿Te sabes el chiste de los dos vascos que salen a buscar setas?
El chico negó con la cabeza.
– Pues son dos de Bilbao que van al monte con un cesto para recolectar robellones, uno de ellos se encuentra en el suelo un Rolex de oro y enseguida se lo dice a su compañero. Entonces el otro lo mira con cara de decepción y le suelta: «Joder, Patxi, ¿a qué andamos?, ¿a setas o a Rolex?» Los dos se rieron. Era una risa nerviosa, para conjurar el miedo. Pero al instante a ambos se les debió de ocurrir la misma idea, porque miraron hacia la laguna a la vez. La sonrisa se les borró de golpe. De repente oyeron un crujido en el bosque. Permanecieron quietos un minuto, con los nervios a flor de piel.
– Es el viento -dijo Márquez.
Pero el chico alzó una mano en señal de cautela mirando fijamente hacia los eucaliptos. Sus ojos brillaban en la noche como los de un gato montés.
– Espera -dijo.
Márquez vio cómo su silueta se movía sigilosamente entre los troncos blanquecinos de los eucaliptos hasta que lo perdió de vista. Se mordió el labio inferior. La situación no le gustaba un pelo. Las fuertes ráfagas de aire la golpearon y estuvieron a punto de tirarla al suelo. Empezó a recular hacia la nave por instinto. Dos pasos, tres pasos, cuatro pasos…, hasta que consiguió apoyar la espalda contra la pared de hormigón. Luego trató de encontrar de nuevo el canal de desagüe rodeando el perímetro del recinto.
El corazón le dio un vuelco cuando sintió por detrás el peso de una mano en el hombro. De no ser por el viento, habría percibido la vibración en el aire de una respiración más fuerte que la suya o las pisadas de goma que se acoplaban parejas a sus pasos. Pero no notó nada hasta apenas una fracción de segundo antes, al percibir una tensión refleja en su flanco derecho, que era el más vulnerable, ya que el izquierdo lo tenía protegido por la pared. Fue eso lo que alertó a su instinto y la hizo girarse de golpe. Si no hubiera empezado ya a volverse y a intuir el peligro antes de sentir el contacto en el hombro, probablemente no habría llegado a saber lo que estaba a punto de sucederle y tal vez habría muerto allí mismo sin tener siquiera tiempo de ver la cara de su asesino.
Era un tipo alto, más de metro ochenta y algo, con complexión de guardaespaldas o de jugador de rugby. Cráneo afeitado y bíceps de acero. Las aletas de su nariz estaban tan dilatadas como las de un caballo preparado para la guerra.
Márquez intentó asestarle una patada a la entrepierna, pero fue como pegarle un puntapié a un muro de hormigón. Después sólo sintió un mazazo en el estómago que la dejó sin aire y la obligó a hacerse un ovillo en el suelo, protegiéndose con la bolsa que aún llevaba colgada al hombro. Notó un sabor acre que le subía por el esófago y eso le hizo acordarse por un momento de Patricia Pálmer. Según el informe de la autopsia le habían reventado el bazo de un golpe. La fuerza de aquel tipo no era normal. Márquez todavía intentó alcanzarlo desde abajo con un pie en la cara justo cuando el otro le pasaba por encima, pero el movimiento, demasiado débil, se perdió en el vacío. El individuo parecía divertido con la situación, se inclinó sobre ella y le dio un violento tirón de la correa del hombro. A continuación se puso a hurgar en su bolsa de lona, parte de cuyo contenido quedó esparcido por el suelo. El móvil y la grabadora fue lo único que se guardó en el bolsillo de la zamarra militar que llevaba puesta encima de un mono de invierno acolchado.
Márquez soltó un alarido cuando notó un puñetazo seco y profesional en los riñones. El golpe sonó como un crujido de silla astillada. Estaba segura de que aquel bestia le había roto algo. A partir de ese momento la noche se volvió turbia, y las sensaciones exteriores se fueron distanciando, como si estuviera contemplándolas a cámara lenta entre la humedad de la laguna y la niebla de su cerebro: el cielo estrellado, los árboles, el tejado de uralita de la nave, los camiones, el río…, como si todo formara parte de un mal sueño del que, de un momento a otro, fuera a despertarse. Pero cuando volvió a abrir los ojos la situación no había hecho más que empeorar. Tenía una mano enorme alrededor del cuello, apretada como un grillete, y una pistola apuntándole a bocajarro.
Читать дальше