Susana Fortes - La huella del hereje

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El hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en el interior de la catedral de Santiago de Compostela cae como un aldabonazo en la ciudad. Al mismo tiempo desaparece de la Biblioteca de la Universidad un manuscrito de Prisciliano, el gran hereje gallego. El subcomisario Lois Castro, viejo conocedor del oficio, se enfrenta a ambos casos con la inesperada colaboración de dos periodistas de raza: Laura Márquez, una joven becaria flacucha, de ojos castaños y con malas pulgas que llega a la ciudad huyendo de sus propios fantasmas y Villamil, un veterano reportero, correoso y medio anarcoide que ha conocido días mejores en la profesión.
Una trama de ritmo creciente en la que se cruzan ecologistas, peregrinos de paso, profesores universitarios, tiburones de las finanzas y curas que hacen sus propias apuestas de salvación en una ciudad levítica donde nada es lo que parece. La huella del hereje es un adictivo thriller que insta al lector a viajar en el tiempo y traslada la atmósfera amenazante y brumosa de la mejor novela negra a las calles inolvidables de Santiago de Compostela.

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Tardó casi dos horas en completar el registro. Cuando abandonó el edificio agradeció el golpe del viento en el rostro, como si hubiera salido de una sucursal del infierno.

Media hora más tarde entraba en el bar Las Vegas. El comisario Castro y Arias se hallaban de espaldas, acodados en la barra, esperando.

– Ya era hora… -le espetó el comisario.

– No ha sido un asunto fácil, jefe. Ni agradable.

– ¿Y bien…?

– Formalmente se trata de una organización seglar, jefe, pero la influencia del arzobispado es tan grande que en la práctica puede considerarse una orden religiosa. Ideológicamente son fanáticos preconciliares, especialmente en el asunto del celibato y del sacerdocio femenino. Dependen a todos los efectos del seminario menor, que viene a ser más o menos como el buque insignia de la orden. Por otro lado, el liderazgo del padre Santa Olalla es incuestionable. El tipo se encarga personalmente del adoctrinamiento de los acólitos. La mayoría de los internos son chicas de origen latinoamericano, pero también hay algunos chicos. Todos muy jóvenes, sin apenas formación. Viven prácticamente en un régimen de clausura. Según parece, cada uno tiene asignado un mentor y sólo les está permitido el contacto con él.

– Una especie de Opus -dedujo Castro.

– No exactamente, pero algo parecido. Son chicas muy jóvenes, casi adolescentes. Ecuatorianas, peruanas, brasileñas, mexicanas… Hasta hay una de la selva amazónica. Mi impresión es que se trata de una orden medio religiosa, medio seglar, como esa de los Legionarios de Cristo o algo por el estilo. Prácticamente las tienen como esclavas. Las recluían igual que en un casting. Jóvenes, dóciles, muy sonrientes, buena presencia, modales educados. Ya sabe…, la gente sencilla acostumbra a sentirse atraída por la Iglesia.

– Ya la Iglesia le encanta tener poder sobre la gente sencilla -le respondió Castro.

– Muchas de las chicas son prácticamente analfabetas -continuó el subinspector-, aunque también las hay de buena familia. Éstas tienen la obligación de donar todos sus bienes a la orden. Desde que entran rompen todo el contacto con el exterior. Sólo se les permite llamar a casa una vez al año, por Navidad, y en presencia de un superior. Además están obligadas a no cuestionar ninguna norma y a delatar a cualquiera que se atreva a hacerlo. Ordenes de Santa Olalla. Los castigos físicos son capítulo aparte. No me mire así, jefe, es una de las cosas de las que se quejan las chicas. Menos mal que el agente Zárate no me acompañaba, ya sabe cómo es… -El poli se pasó la mano por el pelo-. Le aseguro que a mí también me costó mantener la calma. Llámeme mente calenturienta si quiere, jefe, pero aquello tiene toda la pinta de ser un harén formado por crías indefensas de fe ciega, regentado por un proxeneta fanático y sin escrúpulos.

Castro se acarició el mentón pensativo. Le tenía ganas al diácono, pero no quería precipitarse otra vez.

– ¿Crees que podríamos contar con algún testimonio ante un tribunal?

– Ya le he dicho que esas chicas están aterrorizadas. Basta con que alguien les tienda una mano y lo soltarán todo.

Castro resopló con la cabeza baja, como un toro a punto de embestir. ¿Habría tenido algo que ver Patricia Pálmer con esa secta?

El caso estaba llegando a su punto más delicado. Ese momento en que todo policía tiene que decidir entre aguantar la investigación en secreto, ocultando sus cartas con la esperanza de llegar más lejos, o intervenir ya, alertando al objetivo. Castro se debatía en ese dilema. Que Santa Olalla tuviera una coartada sólida como una roca lo eximía de la acusación de asesinato, pero desde luego no significaba que fuera un corderillo inocente. Con aquello tenía motivos suficientes para detenerlo y someterlo a un interrogatorio en toda regla. Sin embargo, su instinto de cazador le decía que la situación todavía no estaba suficientemente madura para practicar detenciones. Aspiraba a poder cazar la liebre durmiendo en el erial, aunque conocía todos los riesgos que implicaba la espera. O casi todos.

En honor a la verdad hay que decir que entre las peores hipótesis que barajaba el comisario no estaba la de encontrarse con otra muerte más.

XX

A la luz de la linterna, los camiones habían dejado de ser siluetas intuidas en la oscuridad y se mostraban como una guarnición, inmóviles, con las lonas echadas y los motores alineados en dirección a la orilla del río. Márquez no tenía una idea muy clara de cómo se había dejado arrastrar hasta allí. A la izquierda de la pista forestal se hallaba una nave que parecía haber sido en tiempos una granja de animales y todavía conservaba un viejo canal de desagüe de excrementos. Fue precisamente a través de la compuerta de ese canal por donde Márquez y el chico consiguieron introducirse en el recinto abandonado de la antigua fábrica. Dentro todavía olía un poco a establo, había rastrillos, palas, una guadaña y otros aperos que, por su aspecto oxidado debían de llevar muchos años sin ser utilizados. También había un montón de sacos de plástico de color butano con el logotipo de Ferticeltia y marcados con un código numérico apilados al fondo, contra la pared.

Todo iba a confluir en aquel lugar llamado la Fuensanta. Allí, según la tradición, había nacido el priscilianismo, y a partir de ahí se había expandido por todo el valle a través de comunidades campesinas de base.

La nave estaba situada a menos de cien metros del bosque, aunque la noche siempre altera la noción de las distancias. La claridad entraba desde arriba por una especie de ojo de buey. Era una luz fría de luna nueva clavada como una uña en el cielo. El viento había barrido las nubes, y a través de la abertura se podían ver con nitidez las primeras estrellas. No debían de ser aún las ocho de la tarde, pero lejos de la ciudad la sensación de nocturnidad resultaba mucho más acusada. Delante de la nave se extendía una explanada donde se alineaban los camiones junto a una franja de barro grisáceo de color cemento que bordeaba la laguna. Más allá las puntas negras de los eucaliptos se agitaban embravecidas, como el bosque animado de los cuentos infantiles. Se encontraban dentro del término municipal de Caldas de Reis, no muy lejos de Sietecoros.

– Si alguna vez vuelvo a caer en la tentación de dejarme convencer por tus brillantes ideas, por favor, átame a un poste hasta que recupere el sentido común -dijo Márquez. Recorrer sigilosamente una nave abandonada en medio de un estercolero no era uno de sus pasatiempos preferidos.

Pero el chico había dejado de escucharla. Su concentración requería toda la energía. Se movía con la máxima cautela.

– No sé qué esperas encontrar aquí -continuó Márquez en voz baja dirigiendo la linterna con aprensión a derecha e izquierda.

Las revelaciones de las últimas horas la habían sumido en un estado de confusión similar a cuando los árboles no te dejan ver el bosque. Pero el contacto con aquel lugar le devolvió de golpe a la realidad, recordándole que alguien había asesinado a Patricia de un modo despiadado, golpeándola con tal fuerza que le había reventado los intestinos, igual que si la hubiera aplastado un tanque. Y eso no era una maldita hipótesis, ni algo que hubiera leído en una novela barata, ni que alguien le hubiera contado.

Márquez miró alrededor. Le pareció que la capa de aire allí era más densa. Hay lugares donde han ocurrido cosas extraordinarias o terribles en que la atmósfera queda alterada para siempre. Conocía la historia. Todas las leyendas empezaban igual: con una luz. El párroco de Caldas lo había dejado bien claro el día que Villamil y ella habían estado en su casa. Fueron los discípulos de Prisciliano quienes llevaron el cuerpo del mártir de Burdeos a Galicia siguiendo la Vía Láctea y lo enterraron junto a una fuente. El punto exacto nunca se supo. Más tarde un anacoreta gallego llamado Pelagio creyó ver lenguas de fuego sobre las ruinas de un viejo castro en algún lugar entre Padrón y el Monte Sacro. El tipo oyó o creyó oír cantos angelicales o demoníacos, y el obispo de la zona, Teodomiro, ni corto ni perezoso, comunicó el milagro a sus superiores, señaló el lugar y decidió que tenía que corresponder a la tumba del apóstol Santiago. A partir de ese momento empezaron a llegar locos o místicos de todas partes del mundo. Y hasta hoy.

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