Susana Fortes - La huella del hereje

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El hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en el interior de la catedral de Santiago de Compostela cae como un aldabonazo en la ciudad. Al mismo tiempo desaparece de la Biblioteca de la Universidad un manuscrito de Prisciliano, el gran hereje gallego. El subcomisario Lois Castro, viejo conocedor del oficio, se enfrenta a ambos casos con la inesperada colaboración de dos periodistas de raza: Laura Márquez, una joven becaria flacucha, de ojos castaños y con malas pulgas que llega a la ciudad huyendo de sus propios fantasmas y Villamil, un veterano reportero, correoso y medio anarcoide que ha conocido días mejores en la profesión.
Una trama de ritmo creciente en la que se cruzan ecologistas, peregrinos de paso, profesores universitarios, tiburones de las finanzas y curas que hacen sus propias apuestas de salvación en una ciudad levítica donde nada es lo que parece. La huella del hereje es un adictivo thriller que insta al lector a viajar en el tiempo y traslada la atmósfera amenazante y brumosa de la mejor novela negra a las calles inolvidables de Santiago de Compostela.

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Y las cosas ciertamente se habían complicado. La caída de un poste de alta tensión había dejado sin luz a los vecinos de la comarca, y a última hora de la noche el tráfico ferroviario todavía no había podido ser restablecido. Las incidencias por el temporal de viento habían desbordado a los bomberos y a la Guardia Civil de la zona, que había tenido que pedir refuerzos a la central de Santiago. Castro había aprovechado la ocasión para enviar a Zárate y a Romaní a Caldas con indicaciones muy precisas. Con viento o sin viento, para él las prioridades estaban claras.

El coche patrulla pasó por delante de la reja del cementerio y se detuvo un momento con el motor en marcha y las luces largas iluminando las cruces de piedra. El agente Zárate se quedó mirando. Un pasillo central de gravilla y dos más angostos a cada lado flanqueados por cipreses. Había algunos panteones decorados con esculturas, pero la mayor parte de los nichos estaban colocados unos sobre otros en los muros de piedra, formando pequeñas columnas cubiertas por un tejadillo bajo el que figuraba el nombre de la familia. En algunos aparecía la fotografía del fallecido junto a la fecha de nacimiento y defunción. Casi todos personas mayores. Encima sobresalían las cruces de distintos tamaños. El leonés distinguió a la izquierda la tumba con flores frescas donde hacía apenas una semana había sido enterrada Patricia Pálmer. Una sepultura sencilla de mármol con un ángel custodio.

– Son bonitos los cementerios de aquí -murmuró en voz baja.

– Hombre, bonitos… -le replicó el subinspector Romaní mirándolo de reojo como si fuera un necrófilo o algo por el estilo.

El agente sonrió. Poco a poco iba pillándoles el tranquillo a los gallegos.

La radio estaba dando en ese momento el parte meteorológico de las ocho de la tarde. Al llegar a Sietecoros cogieron el desvío hacia una antigua granja de cerdos, propiedad de la empresa Ferticeltia, y doblaron por una pista angosta encajonada entre eucaliptos que discurría hacia la Fuensanta. No llevaban orden de registro, pero en una noche como aquélla confiaban en poder moverse a su antojo por los alrededores sin que nadie les pidiera papeles. Estaban a menos de doscientos metros del lugar cuando oyeron la detonación.

El subinspector Romaní frenó en seco y ambos salieron disparados del coche. Los faros seguían encendidos iluminando la explanada. A escasos metros había una motocicleta arrumbada de mala manera. Retiraron los seguros de sus pistolas automáticas, avanzaron con cautela hacia el portón de la nave y aguzaron el oído. Nada. El único ruido que se oía era el rumor del viento en los árboles de la laguna. Romaní intentó hacer palanca en la cerradura pero no pudo forzarla.

– ¡Mierda! -murmuró por lo bajo, mirando de soslayo al agente Zárate-. A ver si tú eres capaz de abrir esta maldita puerta.

En ese momento se oyó al fondo la señal de un móvil con la sintonía de una rianxeira.

El subinspector Romaní levantó una mano en señal de espera, pero nadie contestó a la llamada. Al cabo de unos segundos volvió a oírse de nuevo la sintonía: « Ondi ñ as ve ñ en, ondi ñ as ve ñ en, ondi ñ as ve ñ en e vaaan… »

El leonés retrocedió un paso, echó el cuerpo hacia atrás para tomar impulso y lanzó una patada que desencajó la puerta y arrancó de cuajo las bisagras.

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó.

El subinspector Romaní lo cubría desde la puerta. En el interior la claridad de la luna entraba por un ventanuco circular situado muy arriba y los faros del coche creaban una zona de semipenumbra fantasmal. El agente Zárate hizo un barrido con la mirada. La nave, en efecto, estaba abandonada, algunos sacos apilados al fondo, herramientas amontonadas junto a la entrada. Avanzó dos o tres pasos moviéndose en círculo, sin bajar el arma. Con la mano izquierda sacó del bolsillo una pequeña linterna y achicó los ojos para ver mejor.

– ¡Redióoos! -exclamó con los ojos desorbitados al tropezar con el cuerpo del chico. Cuando lo enfocó con la linterna, ni siquiera pudo distinguir sus rasgos. El rostro estaba oculto por una capa informe de sangre muy oscura-. Llama a una ambulancia -gritó, afónico. Tardó varios segundos en descubrir los otros dos cuerpos al fondo. Olía a tasajo de carnicería fresca. El hombre tenía el cuello seccionado con un corte profundísimo a través del cual colgaban los tendones. La chica estaba debajo, aplastada por aquella mole de noventa kilos y cubierta por un lodazal de sangre. Parecía una cría. Tenía al menos un orificio de bala en la caja torácica a dos centímetros del corazón. El agente Zárate le puso dos dedos en el cuello sin encontrarle el latido, pero percibió un ligero movimiento en sus labios. La oyó susurrar unas palabras que no pudo entender.

– Llama a la centralita -pidió a su compañero-. ¡Rápido! ¡Pide refuerzos! ¡Que vengan todos!

En la comisaría de la calle Rodrigo de Padrón reinaba cierto ambiente de final de trayecto. El padre Barcia esperaba desde media tarde para ser interrogado en uno de los bancos de espaldar rígido donde solían sentarse esposados los prisioneros antes de tomarles declaración. Tenía la cabeza echada hacia atrás, apoyada contra la pared de azulejos en la que había pegado un cartel con fotografías en color de varios terroristas de ETA. Junto a la puerta, dos policías de guardia fumaban escuchando en la radio el partido de fútbol del Dépor. La voz del locutor y el fragor del estadio de Riazor se mezclaban con los mensajes de la emisora policial.

– Dos a cero, jefe -dijeron cuando entró Castro-, nos están machacando.

El comisario hizo un gesto de cansancio mientras se disponía a atravesar el vestíbulo hacia la sala de interrogatorios. Necesitaba tiempo, no mucho, quizá sólo unas horas, para interrogar al deán e intentar atar los cabos que aún quedaban sueltos antes de que se pusieran en marcha los mecanismos del procedimiento judicial. Sabía que cuando la prensa se hiciera eco de la noticia, a la mañana siguiente, ya no habría nada que hacer. Había esperado con ganas ese momento, pero ahora que había llegado la sensación era muy parecida a la decepción, una especie de sequedad de boca que todo buen policía sabe reconocer cuando se acerca el final de una investigación.

De todos los resultados posibles, aquél era el que en el fondo más le indignaba al comisario desde el punto de vista personal, hasta el extremo de haber estado a punto de poner en peligro la resolución del caso. Desde el principio había apostado por Santa Olalla. No sólo porque hubiera algo en el joven diácono que le irritara especialmente, como cabría pensar, sino porque cumplía a rajatabla el perfil del sospechoso. Culto, maquiavélico, bien relacionado con el poder…, la clase de individuo que maneja los hilos detrás del telón. El padre Barcia, por el contrario, parecía más una víctima propiciatoria que ninguna otra cosa. Algo en el fuero interno del comisario se resistía a admitir como contrincante a un hombre mayor y enfermo, a punto de jubilarse. Desde el punto de vista de su prurito profesional, Santa Olalla era un adversario que estaba a su altura, mientras que el padre Barcia no pasaba de ser un anciano fanático que había perdido con los años los últimos rastros de lucidez. El orgullo suele jugar malas pasadas incluso a los mejores policías.

Castro aún no lo sabía, pero aquélla iba a ser una noche muy larga. Se estiró la americana, se atusó el pelo y se preparó para el desenlace como el actor veterano que se dirige al último acto. Por más errores que pudiera haber cometido en el transcurso de la investigación, el último combate debía librarse limpiamente. El interrogatorio es un arte de temple. Nada debe interferir en él. Ni el cansancio ni la piedad. Un último baile sin máscara ejecutado con precisión, de un modo implacable.

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