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Alan Glynn: Sin límites

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Alan Glynn Sin límites

Sin límites: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Permanecí allí sentado veinte minutos, durante los cuales, como un cielo nublado que recobra su azul, el dolor de cabeza fue desapareciendo poco a poco. El temblor de las manos también remitió, y sentí un retorno gradual a una especie de normalidad, al menos dentro de los parámetros del MDT. Era una prórroga, y lo sabía. También sabía que el séquito de Gennadi probablemente lo estaría esperando abajo, y que si me demoraba mucho, tal vez se preocuparía y las cosas se podían complicar.

Volví a enroscar el tapón y me guardé el pastillero en el bolsillo del pantalón. Cuando me levanté, reparé de nuevo en las manchas de la camisa, además de otros indicios de la degradación en la que me había sumido. Fui al cuarto de baño, y me desabroché la camisa por el camino. Me puse ropa limpia, vaqueros y una camisa blanca, y me guardé el pastillero en el bolsillo. Luego cogí el teléfono, llamé a información y conseguí el número de un servicio de coches local. Pedí uno para lo antes posible, y les indiqué que me recogieran en la entrada posterior del edificio. Después, cogí algunos enseres, entre ellos el portátil, y los guardé en la bolsa de lona. Llevé el maletín y el petate hasta la puerta y abrí.

Volví la vista hacia el comedor. Apenas se veía a Gennadi entre aquel montón de cosas, mis cosas: cajas, libros, ropa, sartenes y portadas de discos. Pero entonces distinguí un reguero de sangre en el suelo. Al ver un segundo riachuelo, sentí náuseas y tuve que apoyarme en la puerta para no perder el equilibrio. De repente, se oyó un sonido agudo que llegaba del centro del comedor. Me dio un vuelco el corazón, pero entonces me di cuenta de que se trataba de una versión electrónica del tema principal de Concierto n.° 1 para piano de Chaikovski proveniente del móvil de Gennadi. Obviamente, los zhuliks empezaban a impacientarse y no tardarían en subir. Sin otra opción que seguir mi camino, me di la vuelta y cerré la puerta.

Cogí el ascensor y recorrí el enorme aparcamiento subterráneo, jalonado de hileras e hileras de columnas de cemento y coches. Subí una ondulante rampa hasta la explanada que se extendía detrás del edificio. Cincuenta metros a la izquierda de donde me encontraba, dos camiones estaban descargando su mercancía, probablemente destinada a uno de los varios restaurantes del Celestial. Permanecí escondido cinco minutos hasta que llegó un coche negro sin rotular. Hice un gesto al conductor y se detuvo. Me monté en la parte trasera con el maletín y el petate. Después de respirar hondo un par de veces, le indiqué que tomara la autovía Henry Hudson en dirección norte. Bordeó el edificio y giró a la izquierda. En la intersección, el semáforo estaba en rojo, y cuando el coche se detuvo miré hacia atrás. Había un Mercedes aparcado en la acera de la plaza, y junto a él, varios tipos con chaqueta de cuero y fumando. Uno de ellos miraba hacia arriba.

El semáforo se puso en verde, y cuando nos alejábamos, aparecieron de la nada tres coches de policía. Se detuvieron frente a la plaza y, en cuestión de segundos, cinco o seis agentes uniformados echaron a correr hacia la entrada principal del Celestial. Fue lo último que vi.

No lo entendía. Desde que salí del piso no dio tiempo para que nadie descubriera lo sucedido, llamara a la policía y ésta se personara.

No tenía sentido.

Vi los ojos del conductor en el espejo, que se cruzaron con los míos un par de segundos. Luego, ambos apartamos la mirada.

Continuamos hacia el norte.

En cuanto entramos en la Interestatal 87 se alivió la tensión. Me acomodé en el asiento trasero y miré por la ventana. Los kilómetros de autopista se iban sucediendo en un sueño continuo e hipnótico, un proceso que alejaba mis pensamientos de los dos últimos días, de las dos últimas horas, y en especial, de lo que acababa de hacerle a Gennadi. Pero después de cuarenta minutos, no pude evitar pensar en lo que había decidido para mi futuro inmediato, el único futuro que parecía quedarme.

Le dije al conductor que me dejara en algún lugar como Scarsdale o White Plains. Pensó en ello un par de minutos, barajó sus opciones y al final me llevó al centro de White Plains. Le pagué y, con la vana esperanza de que mantuviera la boca cerrada, le di cien dólares de propina.

Cargando con el petate y el maletín, anduve a la deriva hasta que encontré un taxi en la Avenida Westchester y me llevó hasta la oficina de alquiler de coches más cercana. Utilizando la tarjeta de crédito, alquilé un Pathfinder. Salí inmediatamente de White Plains y tomé la interestatal 684 en dirección norte.

Pasé por Katonah y viré a la izquierda en Croton Falls, rumbo a Mahopac. Había dejado atrás la autopista y circulaba por una tranquila zona boscosa salpicada de colinas. Me sentía desplazado, pero a la vez extrañamente sereno, como si hubiese dado el salto a otra dimensión. Los cambios de perspectiva y velocidad intensificaban la creciente percepción de irrealidad. No conducía desde hacía mucho tiempo, al menos fuera de la ciudad y a tanta velocidad, y jamás había viajado en un todoterreno.

Al acercarme a Mahopac hube de reducir la marcha. Tuve que esforzarme y poner los cinco sentidos en lo que estaba haciendo y lo que estaba a punto de hacer. Tardé un rato en recordar la dirección que me había anotado Melissa en el bar de Spring Street. Al final lo conseguí, y cuando llegué a la ciudad me detuve en una gasolinera para comprar un mapa de la zona.

Encontré mi destino en diez minutos.

Recorrí Milford Drive y me detuve junto a la acera, frente a la tercera casa de la izquierda. La calle era tranquila y estaba bordeada de árboles. Cogí el petate del asiento trasero, abrí un bolsillo lateral, saqué una libretita y la dejé sobre el regazo. Arranqué una hoja y escribí unas líneas rápidas. Abrí el maletín, miré el dinero unos momentos y guardé la nota dentro de modo que fuese claramente visible.

Salí del coche y eché a andar por el estrecho camino que conducía a la casa. A ambos lados había un tramo de césped, y en uno de ellos, una bici tumbada de costado. Era una casa gris de una sola planta, con una escalinata y un porche. Le vendría bien una mano de pintura, y quizá un tejado nuevo.

Subí las escaleras y me detuve en el porche. Intenté mirar dentro, pero una tela metálica me lo impedía. Llamé a la puerta con el nudillo del dedo índice.

El corazón me latía a toda velocidad.

Al momento, se abrió la puerta y vi ante mí una flacucha niña de siete u ocho años. Tenía una oscura melena y profundos ojos marrones. Debió de notar mi sorpresa porque frunció el ceño y dijo.

– ¿Sí.

– Tú debes de ser Ally -empecé.

Se lo pensó un poco y asintió. Llevaba una rebeca roja y mallas rosas.

– Soy un viejo amigo de tu madre.

No pareció impresionarla mucho.

– Me llamo Eddie.

– ¿Quieres hablar con mamá?

Detecté cierta impaciencia en su tono y en su lenguaje corporal, como si estuviese deseando que fuera al grano para volver a lo que estaba haciendo antes de que llegara yo para molestarla.

Al fondo, una voz dijo:

– Ally, ¿quién es?

Era Melissa. De repente, aquello empezó a resultarme mucho más difícil de lo que esperaba.

– Es un… hombre.

– Ahora… -Hubo una pausa, preñada de indecisión momentánea y cierto atisbo de exasperación-. Voy en un minuto. Dile que espere.

– Mamá le está lavando el pelo a mi hermana pequeña -me informó.

– Jane, ¿verdad?

– Sí. No sabe hacerlo ella sola. Y tarda un montón.

– ¿Y eso?

– Porque lo tiene muy largo.

– ¿Más que tú?

Ally resopló, como diciendo: «Señor, no está usted tan informado como creía».

– Escucha, veo que están todos ocupados. -Hice una pausa y la miré a los ojos, experimentando una especie de vértigo, aunque mis pies estaban anclados al suelo-. Si te parece, te dejaré esto y le dices a mamá que he estado aquí y que es para ella.

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