Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Saqué una pildorita del bol, y utilizando una cuchilla, la dividí en dos mitades perfectas. Me tomé una. Entonces me quedé sentado a la mesa, pensando en lo mucho que había cambiado mi situación en los tres o cuatro últimos días, en cómo habían empezado a reventar las costuras, a sufrir convulsiones y hemorragias y deslizarse hacia lo recurrente, lo crónico, lo terminal.

Veinte minutos después, en plena espiral descendente, noté que el dolor de cabeza había desaparecido por completo.

XIX

En días posteriores sólo tomaba media pastilla con el desayuno. Esa dosis me aportaba toda la «normalidad» posible en tales circunstancias. Al principio me sentía aprensivo, pero cuando vi que los dolores de cabeza no reaparecían, me relajé un poco y pensé que quizá había encontrado una escapatoria o, al menos, con un alijo de casi setecientas dosis en mi haber, mucho tiempo para buscarla.

Pero, por supuesto, no era tan sencillo.

El lunes dormí hasta las nueve de la mañana. Desayuné naranjas, tostadas y café, todo ello aderezado con un par de cigarrillos. Después me di una ducha y me vestí. Me puse mi traje nuevo, que ya no lo era tanto, y me planté delante del espejo. Debía ir a la oficina de Carl Van Loon, pero de pronto me sentí sumamente incómodo por tener que salir con aquel atuendo. Me veía raro. Un rato después, cuando me dirigía al vestíbulo del Edificio Van Loon, estaba tan cohibido que casi esperaba que alguien me diera un golpecito en el hombro y me dijera que todo había sido un terrible error y que el señor Van Loon había ordenado que me echaran del edificio si aparecía por allí.

Entonces, en el ascensor que me llevaba hasta la planta 62, empecé a pensar en el acuerdo que supuestamente había de mediar con Van Loon, la adquisición de MCL-Parnassus por parte de Abraxas. Llevaba días sin pensar en él, pero cuando intenté recordar los detalles, todo estaba borroso. No dejaba de oír con insistencia la expresión «modelo de precios para las acciones», pero sólo tenía una ligerísima idea de lo que significaba. También sabía que «la construcción de una infraestructura de banda ancha» era importante, pero ignoraba por qué. Era como despertarse de un sueño en el que has estado hablando una lengua extranjera y, cuando despiertas, descubres que no hablas tal lengua en absoluto y que apenas entiendes una palabra de ella.

Salí del ascensor y me adentré en el vestíbulo. Me dirigí al mostrador principal y aguardé unos instantes hasta que la recepcionista me prestó atención. Era la misma mujer del jueves anterior, así que, cuando se volvió hacia mí, sonreí. Pero no pareció reconocerme.

– ¿Puedo ayudarle, señor?

Su tono era formal y bastante frío.

– Eddie Spinola -dije-. Vengo a ver al señor Van Loon.

La recepcionista consultó su agenda y meneó la cabeza. Parecía estar a punto de decirme algo, quizá que estaba fuera del país o que no le constaba nuestra cita, cuando por un pasillo situado a la izquierda del mostrador apareció Van Loon caminando pausadamente. Parecía triste, y cuando me tendió la mano para saludarme, me di cuenta de que su encorvadura era más pronunciada de lo que recordaba.

La recepcionista volvió a los menesteres que la mantenían ocupada antes de mi interrupción.

– Eddie, ¿cómo estás?

– Bien, Carl. Me encuentro mucho mejor.

Nos dimos la mano.

– Bien, bien. Pasa.

Me sorprendieron de nuevo las dimensiones del despacho de Van Loon, que era largo y ancho, pero con escasa ornamentación. Me invitó a sentarme a su mesa.

Van Loon suspiró y meneó la cabeza.

– Mira, Eddie -dijo-, lo que apareció publicado el viernes en el Post no nos beneficia. No es la clase de publicidad que deseamos para este acuerdo, ¿cierto? -Asentí, sin saber muy bien adónde podía llegar todo aquello. Tenía la esperanza de que no hubiese visto el artículo-. Hank no te conoce, y el acuerdo todavía es un secreto, así que no hay de qué preocuparse. Creo que no deberías dejarte ver más por Lafayette.

– No, claro que no.

– Sé discreto. Haz tus transacciones aquí. Como te dije, tenemos una sala. Es discreta y privada. -Sonrió-. Aquí no hay gorras de béisbol.

Yo también sonreí, pero la verdad es que me sentía bastante incómodo y nervioso, como si fuese a vomitar.

– Luego te enseñarán toda la planta.

– Bien.

– Otra cosa que quería comentarte, y quizá sea provechoso, es que Hank no estará aquí mañana. Ha sufrido un retraso en Los Ángeles, así que no celebraremos esa reunión hasta… probablemente mediados o incluso finales de… la semana que viene.

– Sí, de acuerdo -farfullé, incapaz de mirar a Van Loon a los ojos-. Probablemente… Como usted dice, probablemente sea algo beneficioso, ¿no?

– Sí. -Van Loon cogió un bolígrafo de la mesa y jugueteó con él-. Yo también estaré fuera, al menos hasta el fin de semana, lo cual nos da cierto respiro. El jueves era demasiado justo, en mi opinión, pero ahora podemos ir a nuestro ritmo, pulir los números y preparar una oferta sólida.

Levanté la cabeza y vi que Van Loon me entregaba algo. Era el bloc amarillo que había utilizado el jueves anterior para anotar los valores de opción.

– Quiero que amplíes estas proyecciones y las introduzcas en el ordenador. -Se aclaró la garganta-. Por cierto, las he estado estudiando y quería hacerte un par de preguntas.

Me recosté y miré las densas hileras de números y símbolos matemáticos de la primera página. Aunque eran de mi puño y letra, no entendía nada y me daba la sensación de tener delante un extraño jeroglífico. Sin embargo, aquellas cifras empezaron a reconfigurarse ante mis ojos y a resultarme vagamente familiares, y vi que si podía concentrarme en ellas una hora o dos quizá sería capaz de descodificarlas.

Pero con Carl Van Loon sentado frente a mí y dispuesto a hacer preguntas, dos horas eran un imposible. Aquél fue el primer indicio de que consumir la dosis mínima sólo serviría para contener los dolores de cabeza. Porque no sucedía nada más, y cada vez era más consciente de lo que significaba ser «normal». Significaba no poder influir en la gente, infundirles el anhelo de hacer cosas por ti. Significaba no guiarte por tus instintos y tener siempre razón. Significaba no poder recordar detalles nimios y realizar cálculos rápidos.

– Veo un par de inconsistencias aquí -dije, tratando de evitar las preguntas de Van Loon-. Y tiene usted razón, íbamos justos de tiempo.

Pasé a la segunda página y me levanté de la silla. Fingiendo estar concentrado en las proyecciones, deambulé un poco e intenté pensar qué decir a continuación, como un actor que ha olvidado su texto.

– Yo quería preguntarte por qué la vida de la tercera opción es distinta de las demás -dijo Van Loon desde la mesa.

Miré a mi alrededor durante un segundo, murmuré algo y me concentré de nuevo en el cuaderno. Lo miraba atentamente, pero tenía la mente en blanco y sabía que ninguna idea repentina acudiría en mi ayuda.

– ¿La tercera? -pregunté, mientras pasaba las hojas para ganar tiempo. Entonces volví a la primera página y me puse el cuaderno debajo del brazo-. ¿Sabe qué, Carl? -dije, mirándolo fijamente-. Tendré que repasar esto a conciencia. Déjeme calcularlo todo con el ordenador como usted proponía y a lo mejor entonces podamos…

– La tercera opción, Eddie -dijo, levantando el tono de voz-. ¿Qué diablos te pasa? ¿Es que no puedo hacerte una pregunta sencilla?

Me hallaba a unos cinco metros de la mesa de un hombre que había aparecido en docenas de portadas de revistas, un multimillonario, un emprendedor, un icono, y me estaba gritando. No sabía cómo responder. Aquél no era mi medio. Estaba asustado.

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