Hacia el final de la noche me encontraba en un tranquilo local de la Segunda Avenida con la Décima en un estado bastante lamentable. Estaba sentado junto a la barra, y un poco más allá había un televisor clavado a la pared, justo encima de la caja registradora. Daban una película, que a juzgar por los cortes de pelo y los atuendos, debía de ser de 1983 o 1984. Habían quitado el volumen, pero cuando empezó el avance informativo, el camarero lo subió.
La repentina intrusión del sonido del televisor mató cualquier conversación, y todo el mundo, diligente y alcoholizadamente, miró la pantalla y escuchó los titulares.
– Terminan las conversaciones de paz en Oriente Próximo celebradas en Camp David tras dos semanas de intensas negociaciones. El huracán Julius llega a la costa meridional de Florida y deja un rastro de devastación. Donatella Álvarez, que llevaba dos semanas en coma tras un brutal ataque en una habitación de hotel en Manhattan, ha fallecido esta tarde. La policía asegura que está efectuando una investigación a gran escala.
Miré conmocionado la pantalla mientras el presentador entraba en detalles sobre las conversaciones de paz. Me agarré a la barra con fuerza. Al cabo de un par de segundos, farfullé algo, quizá de manera audible, y me dispuse a levantarme. Permanecí allí un momento, agitándome en el taburete. La sala empezó a darme vueltas, y fui tambaleándome hasta la puerta, que estaba a escasos metros. No bien hube salido a la calle, vomité en la acera el vodka, el vermut y las aceitunas de toda la noche.
Seguí bebiendo durante el fin de semana, sobre todo vodka, y casi siempre en casa. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía hacer? Acababa de convertirme en objeto de una investigación a gran escala por asesinato, aunque con un nombre falso. En tales circunstancias, una copita o dos eran lo apropiado. Dejé de engañarme intentando leer «el material», así que me di por vencido y volví a ver las noticias por televisión. Pronto, lo único que quería ver era eso, y me tragaba horas y horas de estupideces, insultando a la pantalla, borracho como una cuba, mientras esperaba el siguiente boletín.
Poco podían decir los medios de Donatella Álvarez. La mujer había muerto y eso era todo. Ahora, la mayoría de los informativos se centraban en el enfrentamiento político que desencadenaría su muerte, expresado en nuevos llamamientos al cese del secretario de Defensa. El alboroto que provocaron los comentarios de Caleb Hale acerca de México había recibido un disparo en el brazo cuando salió a la luz la historia de Álvarez, y ahora otro con su fallecimiento. No había seguido la noticia muy de cerca, pero moraba en mi subconsciente. Sabía que era uno de esos acontecimientos extraños que cobran vida propia y penetran en los noticiarios como una suerte de virus.
Unas seis semanas antes, Caleb Hale había manifestado presuntamente en una reunión privada que México se había convertido en un lastre para Estados Unidos y que debían barajar la posibilidad «de invadir el maldito país». La fuente que filtró la noticia a Los Angeles Times afirmaba que Hale había mencionado la corrupción, la insurgencia, el desmoronamiento de la ley y el orden, la crisis por la deuda y el tráfico de drogas como los cinco puntos del «pentágono de la inestabilidad mexicana». La fuente aseguraba también que Hale había citado incluso a John L. O'Sullivan en su «destino manifiesto de expandirse por el continente» y una columna de opinión que había leído en una ocasión, titulada «México: el Irán vecino». Caleb Hale emitió de inmediato un comunicado en el que desmentía dichas afirmaciones, pero en una entrevista justificaba precisamente lo que aseguraba no haber manifestado. La percepción ciudadana era que el presidente respaldaba a Hale, pues no sólo se negaba a exigir su cese, sino también a condenar sus presuntas declaraciones, lo cual abrió las compuertas a comentarios y especulaciones. Al principio, todo el mundo se mostró conmocionado e incrédulo, pero, con el paso de los días, ciertos sectores influyentes empezaron a mostrar simpatía por aquella idea, y las primeras conclusiones, que acusaban al secretario de Defensa de una grave falta de tacto, se suavizaron un poco, y algunos pasaron a apoyar una línea más dura en política exterior.
Ahora que se había sumado el ingrediente de un asesinato de tintes raciales, la polémica se había desbordado. Había entrevistas, debates, citas jugosas, observaciones agudas, informes serios desde polvorientas ciudades fronterizas y tomas aéreas del Río Grande. Yo lo veía desde el sofá, vaso en mano, y me enganché como quien sigue una telenovela en horario de máxima audiencia, olvidando por causa de mi euforia alcohólica que quizá faltase sólo una huella o una prueba de ADN para verme totalmente involucrado, que me hallaba peligrosamente cerca del ojo del huracán.
Sin embargo, a medida que avanzaba el fin de semana y que la euforia degeneraba en entumecimiento y ansiedad y después en terror, mis costumbres televisivas cambiaron. Reduje drásticamente los noticiarios, y el domingo por la mañana los obviaba por completo. Cada vez me resultaba más fácil sintonizar canales en los que encontrara repeticiones de Hawaii 5 -0 , Días felices y Viaje al fondo del mar .
El lunes intenté mantenerme sobrio, pero no lo conseguí. Tomé unas cuantas cervezas por la tarde y abrí una botella de vodka por la noche. Me pasé gran parte del tiempo escuchando música, y al final me dormí vestido en el sofá. La semana anterior las temperaturas habían ido en ascenso, y dejaba la ventana abierta casi todas las noches, pero cuando me desperté de un salto hacia las cuatro de la madrugada, me di cuenta de que había refrescado. Hacía bastante más frío que cuando me quedé dormido, y me levanté temblando del sofá para cerrar la ventana. Me senté de nuevo, pero mientras contemplaba la azul oscuridad de la noche, continuaron los temblores. También tenía palpitaciones, y el desagradable hormigueo de las extremidades no era normal. Traté de determinar qué me estaba ocurriendo. Cabía la posibilidad de que mi organismo necesitara más alcohol, en cuyo caso, barajé rápidamente dos opciones. Podía vestirme e ir a un bar o al restaurante coreano de mi calle y comprar un par de paquetes de cerveza, o beberme el jerez que había en la cocina. Pero no me parecía que el alcohol fuese el problema, porque me aterrorizaba la idea misma de ir a un restaurante con luces de neón y clientela en su interior.
Estaba claro, pensé. Era un maldito ataque de pánico. Respiré hondo, al tiempo que golpeaba los cojines del sofá con la palma de la mano. Eran las cuatro de la mañana. No podía llamar a nadie. No podía ir a ninguna parte. No podía dormir. Me sentía como una rata arrinconada.
Sin embargo, aguanté en el sofá. Era como sufrir un gravísimo infarto que duraba una hora pero que no te mataba ni dejaba secuelas físicas que el médico pudiera detectar en caso de someterte a una batería de pruebas.
Al día siguiente decidí que debía hacer algo. Había llegado demasiado lejos y demasiado rápido, y sabía que, si iba más allá, corría el peligro de perderlo todo, aunque, a la sazón, ese «todo» estaba abierto a interpretaciones. En cualquier caso, había de tomar medidas, pero el problema era cuáles. La preocupación más acuciante era la situación de Donatella Álvarez, pero eso escapaba a mi control. Luego estaba, por supuesto, Carl Van Loon. Pero, francamente, mi asociación con él empezaba a parecerme un tanto lejana. Me costaba aceptar que hubiese «trabajado» con él, sobre todo en algo tan inverosímil como las finanzas de un acuerdo de adquisición empresarial. En mi recuerdo, las diversas reuniones que habíamos mantenido -en el Orpheus Room, en su piso, en su oficina, y en el Four Seasons- parecían más un episodio onírico que acontecimientos reales, y atesoraban asimismo la retorcida lógica de los sueños.
Читать дальше