Pero, al mismo tiempo, no podía hacer caso omiso de la situación. Ya no. No podía desoír la realidad que se abría ante mí cada vez que veía mi caligrafía en el bloc amarillo de Van Loon. Por lejano que me pareciese ahora, me había relacionado con él y había ayudado a perfilar el acuerdo entre MCL y Abraxas. Por lo tanto, si quería salvar algo de aquella experiencia, tendría que enfrentarme a Van Loon, y cuanto antes.
Me duché y me afeité. Todavía me encontraba bastante mal cuando fui al dormitorio a sacar el traje del armario, pero no era nada comparado con lo que sentí cuando intenté ponérmelo. Llevaba una semana sin ponérmelo y, de repente, los pantalones no me entraban. Era mi único traje presentable, así que no tenía alternativa.
Cogí un taxi y me dirigí a la Calle 48.
Cuando atravesé el vestíbulo principal del Edificio Van Loon y subí en el ascensor hasta la planta 62, me embargó el miedo. Al pisar la zona de recepción de Van Loon & Associates identifiqué aquella sensación como el inicio de otro ataque de pánico. Deambulé un rato, fingiendo consultar algo en la parte posterior de un gran sobre marrón que llevaba, un nombre o una dirección. El sobre contenía el bloc amarillo de Van Loon, pero no había nada escrito en él. Miré a la recepcionista, que también me estaba mirando a mí, y cogió uno de los teléfonos. Ahora el corazón me latía a toda velocidad y el dolor en el pecho era casi insoportable. Me di la vuelta y me dirigí a los ascensores.
¿Qué me proponía? ¿Enfrentarme a Van Loon? Pero ¿cómo? ¿Devolviéndole las proyecciones exactamente como las habíamos dejado? ¿Demostrándole que estaba siguiendo un régimen muy estricto a base de hamburguesas con queso y pizza?
Había sido una imprudencia por mi parte el presentarme de aquella manera. Obviamente, no estaba en mis cabales.
Al final se abrieron las puertas, pero el alivio que me procuraba el poder escapar de la recepción duró poco, porque ahora tenía que enfrentarme al ascensor, cuyo interior, con sus paneles de acero reflectantes, su calefacción y su incesante rumor parecían diseñados para inducir y alimentar episodios de pánico. Era un entorno físico que parecía imitar los síntomas de la ansiedad, la sensación de hundimiento, las incontrolables sacudidas en el estómago y la omnipresente amenaza de las náuseas.
Cerré los ojos, pero no pude evitar visualizar el oscuro hueco del ascensor encima y debajo de mí. No podía evitar imaginarme los gruesos cables de acero quebrándose mientras la caja y los contrapesos aceleraban rápidamente en direcciones opuestas y la consiguiente caída libre hasta el primer piso.
Sin embargo, el ascensor se detuvo con suavidad a los pies de aquel tubo de cemento y la puerta se abrió lentamente. Para mi sorpresa, allí estaba Ginny Van Loon.
– ¡Señor Spinola! -Al no hallar una respuesta inmediata, Ginny dio un paso al frente e hizo ademán de cogerme del brazo-. ¿Se encuentra bien? -Salí del ascensor y entré con ella en el vestíbulo, que estaba atestado y me resultaba casi tan aterrador como el ascensor, aunque por otros motivos. Estaba bañado en sudor frío y reaparecieron los temblores-. Dios mío, señor Spinola, tiene usted un aspecto… -dijo ella.
– ¿… de mierda?
– Bueno -repuso al momento-, sí.
Cruzamos el vestíbulo y nos detuvimos junto a un gran ventanal cobrizo que daba a la Calle 48.
– ¿Qué… qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?
Me concentré en Ginny y vi que su preocupación era real. Todavía se aferraba a mi brazo y, por alguna razón, aquello me hacía sentir un poco mejor. Cuando me di cuenta de eso, se produjo un efecto atenuador y conseguí calmarme bastante.
– Estaba… en la planta 62 -dije-, pero no…
– No ha aguantado la presión, ¿verdad? Sabía que no era usted uno de esos hombres de negocios de papá. Da igual. No son más que una partida de autómatas.
– Creo que he sufrido un ataque de pánico.
– Bien hecho. Quien no sufra un ataque de pánico ahí arriba tiene un problema muy grave.
Ginny iba enfundada en unos vaqueros negros y un jersey a juego, y llevaba una pequeña cartera de piel.
– ¿Cómo se encuentra ahora?
Respiré hondo unas cuantas veces y me llevé la mano al pecho.
– Un poco mejor, gracias.
De repente, me di cuenta de la cintura que había desarrollado, e intenté incorporarme para respirar. Ginny me estudió unos instantes.
– Señor Spi…
– Eddie, llámame Eddie. Tengo sólo treinta…
– Eddie, ¿estás enfermo?
– ¿Eh?
– ¿Te encuentras mal? Porque tienes mal aspecto. Has… -no daba con las palabras adecuadas-, has… Desde que nos vimos en tu casa, has ganado… un poco de peso. Y…
– Mi peso varía.
– Sí, pero de eso hace sólo dos semanas.
Alcé las manos.
– ¿Es que uno no puede comerse un par de pasteles de nata de vez en cuando?
Ginny sonrió y dijo:
– Lo siento, no es asunto mío, pero creo que deberías cuidarte un poco más.
– Sí, sí, lo sé. Tienes razón.
Ahora mi respiración era más regular y me encontraba mucho mejor. Le pregunté qué hacía.
– Voy a ver a papá.
– ¿Quieres tomar un café?
– No puedo -respondió, haciendo una mueca-. De todos modos, si acabas de sufrir un ataque de pánico, creo que deberías evitar el café. Bebe zumo o algo saludable que no empeore el estrés.
Me incorporé de nuevo y me apoyé en la ventana.
– Pues entonces ven a tomar un zumo saludable conmigo.
Me miró fijamente a los ojos. Los suyos eran de color azul claro, brillantes, celestes.
– No puedo.
Iba a insistir, a preguntarle por qué no, pero no lo hice. Tuve la sensación de que de repente se sentía un poco incómoda, lo cual también me incomodó a mí. A la vez me di cuenta de que el miedo probablemente sobrevenía a rachas, y de que, si bien el ataque había remitido, podía volver con igual facilidad. No quería estar allí si eso ocurría, ni siquiera con Ginny.
– De acuerdo -dije-. Muchas gracias. Me alegro mucho de haberte visto.
– ¿Estás bien? -preguntó, sonriente.
Asentí.
– ¿Seguro?
– Sí, estoy bien. Del todo. Gracias.
Ginny me dio una palmada en el hombro y dijo:
– Vale, Eddie. Nos vemos.
Un segundo después se alejaba de mí bamboleando su pequeña cartera de médico. Entonces desapareció entre la multitud.
Me volví hacia el enorme ventanal y me vi reflejado en su cristal de color bronce. La gente y los coches que circulaban por la calle me atravesaban como si fuera un fantasma. Para colmo, ahora me sentía decepcionado porque la hija de Van Loon me veía sólo como un genial socio de su padre; un socio pedante, aterrorizado y con sobrepeso, por cierto. Abandoné el edificio, recorrí la Quinta Avenida y puse rumbo al centro. Pese a aquellos lóbregos pensamientos, conseguí mantener el control. Entonces, cuando cruzaba la Calle 42, tuve una ocurrencia y alcé la mano por impulso para detener un taxi.
Veinte minutos después tomaba otro ascensor, en esta ocasión hasta la cuarta planta de Lafayette Trading, en Broad Street. Aquél había sido el escenario de triunfos pretéritos, días de emoción y éxito, y pensé que ya nada podría impedirme intentar recrearlos. No contaba con la ventaja del MDT, de acuerdo, pero tampoco me importaba. Mi confianza había quedado magullada y sólo quería comprobar lo bien que podía hacerlo yo solo.
Se produjo una reacción desigual cuando entré en la sala. Algunos, incluido Jay Zollo, se esforzaron por hacerme caso omiso. Otros no pudieron evitar sonreír e inclinar sus gorras de béisbol a modo de saludo. Aunque no me había dejado caer por allí desde hacía tiempo y no tenía ninguna posición abierta, mi cuenta seguía activa. Me dijeron que mi puesto «habitual» estaba ocupado, pero que había otros disponibles y podía empezar a trabajar de inmediato si así lo deseaba.
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