Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Así pues, la única manera de averiguar cuál era la dosis adecuada era contactar con algún nombre de aquella lista, llamarlo y preguntarle qué sabía. Fue entonces cuando se hizo patente la segunda pauta, ésta más inquietante.

Lo postergué hasta el día siguiente por el dolor de cabeza, porque era reacio a llamar a desconocidos y porque tenía miedo de lo que pudiera descubrir. Continué tomando comprimidos de Excedrina cada pocas horas y, aunque me aliviaban un poco, persistía aquel latido constante detrás de los ojos.

Resolví que no serviría de nada hablar con Deke Tauber, de modo que el primer nombre que elegí fue el de un director financiero de una empresa de electrónica de mediana envergadura. Recordaba su nombre por un artículo que había leído en Wired .

Una mujer contestó el teléfono.

– Buenos días -dije-, ¿puedo hablar con Paul Kaplan, por favor?

La mujer no respondía, y en medio de aquel silencio pensé en la posibilidad de que se hubiese cortado. Para cerciorarme dije:

– ¿Hola?

– ¿Quién es, por favor? -respondió ella con un tono cansino e impaciente.

– Soy periodista -dije-, de la revista Electronics Today .

– Mire… Mi marido falleció hace tres días.

– Oh…

Me quedé helado. ¿Qué podía decir?

Se hizo un silencio que me pareció una eternidad.

– Lo siento mucho -farfullé.

La mujer no dijo nada. Oía un rumor de fondo. Quería preguntarle cómo había muerto su marido, pero fui incapaz de formar las palabras.

Entonces ella añadió:

– Lo lamento… Gracias… Adiós.

Y eso fue todo.

Su marido había fallecido tres días antes, pero eso no significaba nada. La gente se moría.

Elegí otro número y marqué. Aguardé, mirando la pared que tenía delante.

– ¿Sí?

Era una voz de hombre.

– ¿Puedo hablar con Jerry Brady, por favor?

– Jerry está… -Hizo una pausa y añadió-: ¿Quién es?

Había escogido el número al azar y me di cuenta de que no sabía quién era Jerry Brady o por quién debía hacerme pasar al llamarlo un domingo por la mañana.

– Soy… un amigo.

Después de vacilar unos momentos, dijo:

– Jerry está en el hospital… -Su voz era temblorosa-. Y está muy enfermo.

– Dios mío. Es terrible. ¿Qué le pasa?

– Ese es el problema. No lo sabemos. Hace un par de semanas empezó a tener dolores de cabeza. Entonces, el martes pasado… No, el miércoles, se desmayó en el trabajo…

– Mierda.

– …y, cuando volvió en sí, dijo que había sentido mareos y espasmos musculares todo el día. Desde entonces pierde el conocimiento periódicamente. Sufre temblores y vómitos.

– ¿Qué dicen los médicos?

– No lo saben. ¿Qué quiere? Son médicos. Todas las pruebas que le han practicado hasta el momento han sido poco concluyentes. Pero le diré una cosa…

El hombre chasqueó la lengua. Por su tono jadeante me dio la impresión de que se moría por hablar con alguien, pero a la vez no podía ignorar el hecho de que no tenía ni idea de quién era yo. Yo también me preguntaba quién sería mi interlocutor. ¿Un hermano? ¿Un amante?

– ¿Sí? Continúe… -dije.

– De acuerdo -respondió, restando importancia a quién diablos era yo- La cuestión es que Jerry se encontraba raro desde hacía semanas, incluso antes de los dolores de cabeza. Como si estuviese muy preocupado por algo, lo cual no era el estilo de Jerry en absoluto. -Hizo una breve pausa-. Dios mío, he dicho «era».

Noté un mareo y apoyé la mano libre en la pared.

– Mire -dije rápidamente-, no voy a robarle más tiempo. Déle recuerdos a Jerry. ¿Lo hará?

Sin mencionar mi nombre ni otra cosa, colgué el teléfono.

Volví tambaleándome al sofá y me desplomé. Estuve allí tumbado media hora, horrorizado, reproduciendo las dos conversaciones una y otra vez.

Al final me levanté y me arrastré de nuevo hasta el teléfono. Había entre cuarenta y cincuenta nombres en la agenda, y hasta el momento sólo había llamado a dos. Elegí otro, y después otro, y después otro.

Pero se repetía siempre la misma historia. De las personas con las que intenté contactar, tres estaban muertas y el resto enfermas, o bien ingresadas en el hospital, o bien en casa, con distintos estados de pánico. En otras circunstancias, aquello podría haber constituido un pequeña epidemia, pero, dado que aquellas personas presentaban unos síntomas muy variados y estaban repartidas por Manhattan, Brooklyn, Queens y Long Island, era improbable que nadie las relacionara. De hecho, lo único que tenían en común era, a mi juicio, la presencia de sus números de teléfono en aquella pequeña agenda.

Sentado de nuevo en el sofá, masajeándome las sienes, miré el bol de cerámica. Ahora no tenía elección. Si no volvía a tomar el MDT, aquel dolor de cabeza se intensificaría y no tardarían en aparecer otros síntomas, los que había oído una y otra vez por teléfono: mareos, náuseas, espasmos musculares y un deterioro de la capacidad motriz. Y, por lo visto, después moriría. Todo apuntaba a que quienes figuraban en la lista de clientes de Vernon iban a perecer. ¿Por qué iba a ser yo diferente?

Pero había una diferencia notable. Podía volver a consumir MDT si así lo decidía. Y ellos no. Yo tenía un alijo considerable de material. Ahí fuera había cuarenta o cincuenta personas con un síndrome de abstinencia grave y tal vez letal porque se les había agotado el suministro. Yo no podía decir lo mismo.

De hecho, el mío no había hecho más que empezar, porque su suministro, o lo que debería haberlo sido si Vernon no hubiese fallecido, era lo que yo había estado consumiendo durante las últimas semanas. Ello me infundía un espantoso sentimiento de culpabilidad, pero ¿qué podía hacer? En mi armario quedaban 350 pastillas, lo cual me otorgaba un margen considerable, pero si había de compartirlas con otras cincuenta personas, nadie saldría beneficiado. En lugar de morir todos aquella semana, lo haríamos la siguiente.

En cualquier caso, resolví que si reducía de manera drástica la ingesta de MDT, prolongaría mis reservas y tal vez acabaría con los desvanecimientos, o al menos los atenuaría.

Me levanté y fui hacia el escritorio. Permanecí allí de pie un momento, contemplando el bol de cerámica, pero antes de extender siquiera el brazo para tocarlo, supe que algo no iba bien. Tuve una alarmante premonición. Cogí el bol con la mano izquierda y miré en su interior. La premonición no tardó en trocar en pánico.

Por increíble que pareciese, sólo quedaban dos píldoras.

Lentamente, como si me hubiese olvidado de moverme, me senté en la silla.

Había dejado diez pastillas en el bol un par de días antes, y sólo había tomado tres desde entonces. ¿Dónde estaban las otras cinco?

Me dio un vahído, y me agarré al lateral de la silla para guardar el equilibrio.

Gennadi .

El otro día, cuando terminé mi conversación con el director del banco, Gennadi se encontraba junto a la mesa, de espaldas a mí.

¿Se habría llevado unas cuantas?

Parecía imposible, pero me devané los sesos intentando visualizar lo sucedido, la secuencia exacta de movimientos. Y entonces recordé. Cuando cogí el teléfono para llamar a Howard Lewis, le di la espalda.

Transcurrieron un par de minutos, durante los cuales asimilé la alucinante idea de Gennadi bajo los efectos del MDT. ¿Cuánto tardaría aquello en llegar a la calle, cuánto tardaría en averiguar qué era, reproducirlo, darle un nombre comercial y empezar a traficar en clubes, en la parte trasera de un coche o en una esquina? Microdosis cortadas con speed a diez dólares cada una. Imaginaba que las cosas no llegarían tan lejos por el momento, al menos si Gennadi sólo tenía cinco dosis. Pero dada la naturaleza del MDT, era lógico pensar que, una vez que lo hubiera probado por primera vez, no se impondría demasiadas restricciones con el resto. Tampoco era probable que olvidara dónde había conseguido el material.

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