Bebí hasta la última gota del frasco, enrosqué de nuevo el tapón y lo tiré en la cestita que había junto al inodoro. Luego tuve que esforzarme para no vomitar. Me senté al borde de la bañera, agarrándome a ella con fuerza, y miré la pared de enfrente intentando no cerrar los ojos.
Durante los cinco minutos siguientes, antes de que la codeína empezara a hacer efecto, se produjeron dos sucesos más, breves como el parpadeo de una diapositiva, pero no por ello menos aterradores. De hallarme al borde de la bañera, y sin ningún movimiento consciente por mi parte, me vi en medio del salón. Estaba de pie, oscilando ligeramente, intentando disimular mi desconcierto, como si ignorar lo que había ocurrido significara que no volvería a pasar. Poco después -clic, clic- me encontraba sentado en el último escalón del primer descansillo con la cabeza entre las manos. Me di cuenta de que otro desplazamiento como aquél y estaría en la calle, acosado por fotógrafos y periodistas, quizá en peligro, quizá poniendo en peligro a los demás y, sin duda, fuera de control.
Pero en ese momento empecé a notar una pesadez en las extremidades y una suerte de estupefacción general. Me levanté, agarrándome a la barandilla, y me di la vuelta. Subí poco a poco hasta la tercera planta. Caminar era como vadear melaza, y cuando llegué a la puerta del piso, que estaba abierta de par en par, supe que no iría a ninguna parte.
Tardé unos momentos en darme cuenta de que el zumbido que oía desde el umbral de la puerta no estaba sólo en mi cabeza. Era el teléfono, y antes de que me diese tiempo a razonar que no debía cogerlo habida cuenta de mi estado, vi mi mano flotando hacia el auricular.
– ¿Diga?
– ¿Eddie?
La conmoción me hizo callar unos momentos. Era Melissa.
– ¿Eddie?
– Sí, soy yo. Lo siento. Hola.
Mi voz sonaba pesada y laxa.
– Eddie, ¿por qué me mentiste?
– No lo hice… ¿De… de qué estás hablando?
– Del MDT. Vernon. Ya sabes de qué hablo.
– Pero…
– Acabo de leer el Post , Eddie. ¿Vendiendo acciones en descubierto? ¿Anticipándote a los mercados? ¿Tú? Vamos.
No sabía qué decir.
– ¿Desde cuándo lees tú el New York Post ? -repuse.
– Últimamente es lo único que se puede leer.
¿Qué significaba eso?
– No entien…
– Mira, Eddie, olvídate del Post , y olvídate de que me has mentido. El problema es el MDT. ¿Todavía lo estás consumiendo?
No respondí. Apenas podía abrir los ojos.
– Tienes que dejar de tomarlo, por el amor de Dios.
Hice una nueva pausa, pero esta vez no sé cuánto duró.
– ¿Eddie? Dime algo.
– ¿Por qué no nos vemos?
– De acuerdo. ¿Cuándo?
– Dímelo tú.
Notaba una hinchazón en la lengua al hablar.
– Mañana por la mañana. No sé. ¿Once y media?, ¿doce?
– Vale. ¿En la ciudad?
– Perfecto. ¿Dónde?
Propuse un bar de la calle Spring.
– Bien.
Eso fue todo. Entonces Melissa dijo:
– Eddie, ¿estás bien? Te noto raro, me preocupas.
Estaba contemplando un nudo en los tablones de madera del suelo. Reuní las fuerzas que me quedaban y acerté a decir:
– Nos vemos mañana, Melissa.
Luego, sin esperar respuesta, colgué el teléfono.
Fui tambaleándome hasta el sofá y me tumbé. Era media tarde y acababa de beberme una botella entera de jarabe para la tos. Apoyé la cabeza en el reposabrazos y miré al techo. Durante la media hora posterior escuché varios sonidos que entraban y salían de mi conciencia: el timbre seguramente, alguien golpeando la puerta, voces, el teléfono, sirenas y tráfico. Pero ninguno era lo bastante nítido o llamativo para sacarme de aquel estupor, y me fui sumiendo en el sueño más profundo que había disfrutado en varias semanas.
Seguí inconsciente hasta las cuatro de la madrugada y tardé dos horas más en recobrarme de aquella somnolencia paralizadora. Pasadas las seis, y con dolores por todo el cuerpo, salí a rastras del sofá y fui a darme una ducha. Luego me preparé una cafetera grande en la cocina.
Después, mientras fumaba un cigarrillo en el salón, no dejaba de mirar el bol de cerámica que reposaba sobre la estantería situada encima del ordenador. Pero no quería acercarme demasiado a él, porque sabía que si seguía tomando MDT acabaría sufriendo aquellos desvanecimientos misteriosos y cada vez más aterradores. Por otro lado, no creía que tuviese nada que ver con el coma de Donatella Álvarez. Estaba dispuesto a aceptar que había ocurrido algo, y que durante aquellos desvanecimientos seguía funcionando de una manera u otra, moviéndome y haciendo cosas, pero me negaba a aceptar que hubiese llegado a golpear a alguien en la cabeza con un instrumento contundente. Había pensado algo similar unos minutos antes en la ducha. Aún tenía moratones en el cuerpo, así como aquella pequeña marca circular, una presunta quemadura de cigarrillo que ahora estaba desapareciendo. Era una prueba indiscutible de algo, concluí, pero dudaba que tuviese que ver conmigo.
Me acerqué con renuencia a la ventana y miré. La calle estaba vacía. No había nadie, ni fotógrafos ni periodistas. Con un poco de suerte, pensé, el misterioso corredor de bolsa que había aparecido en los periódicos sensacionalistas ya era agua pasada. Además, era sábado por la mañana, de modo que reinaría la calma.
Me senté de nuevo en el sofá. Al cabo de dos minutos, volví a la posición que había adoptado toda la noche, e incluso me amodorré un poco. Sentía un agradable letargo y cierta holgazanería. Era algo que no había sentido desde hacía largo tiempo, y aunque tardé un poco, a la postre lo relacioné con el hecho de que no había tomado una píldora de MDT en casi veinticuatro horas, mi periodo de abstinencia más largo, y el único. Nunca había pensado en dejarlo, pero ahora me decía: «¿Por qué no?». Era fin de semana, y a lo mejor necesitaba un descanso. Tendría que recargar pilas para la reunión del lunes con Carl Van Loon, pero hasta entonces nada me impedía relajarme como una persona normal.
Sin embargo, hacia las once no estaba tan relajado y, cuando me disponía a salir, me sentí un poco desorientado. Pero como nunca había dejado que se disipara totalmente el efecto de la droga, decidí seguir adelante con mi abstinencia temporal, al menos hasta que hablara con Melissa.
En Spring Street dejé el sol tras de mí y me adentré en las sombras del bar en el que nos habíamos citado. Miré en derredor. Alguien me hacía gestos desde una mesa situada en un rincón, y aunque no veía con claridad, sabía que aquella persona tenía que ser Melissa y fui a su encuentro.
De camino al local me sentía muy raro, como si hubiese tomado alguna sustancia que empezaba a hacer efecto. Pero sabía que en realidad ocurría lo contrario, como si se alzara una cortina y quedaran al descubierto los nervios, unas sensaciones que no habían visto la luz del día desde hacía tiempo. Cuando pensaba en Carl Van Loon, por ejemplo, o en Lafayette, o en Chantal, lo primero que me llamaba la atención era lo irreales que parecían, y luego se adueñaba de mí una especie de tenor por haber mantenido relación con ellos. Cuando pensaba en Melissa, me sentía abrumado, cegado por una tormenta de recuerdos…
Melissa se levantó a mi llegada y nos besamos torpemente. Ella se sentó de nuevo, y yo hice lo propio al otro lado de la mesa.
Mi corazón palpitaba.
– ¿Qué tal? -dije, y al instante se me antojó raro no comentar su aspecto, pues estaba muy cambiada.
– Estoy bien.
Llevaba el pelo corto y teñido de un tono marrón rojizo. Estaba más gruesa -en general, pero sobre todo la cara- y tenía arrugas alrededor de los ojos. Su mirada transmitía cansancio. Yo no era quién para hablar, desde luego, pero aun así me sorprendió.
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