Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Orestes Gomara entró en ella. Su primera mirada se posó -como en su iniciación ritual de hombre rico- en los dos únicos cuadros de la pared, dos óleos de la escuela francesa que mostraban damas tumbadas de bruces sobre un diván, damas desnudas ante el espejo de un tocador, damas exhibiendo para la historia sus culos de alta legitimidad, recién bendecidos por Luis XIV. Aquellos dos cuadros siempre habían excitado a Gomara, le habían hecho pensar en marquesas ingenuas que esperaban su primera embestida mientras acariciaban una flor, en grupas gimientes que llenaban toda la habitación (seguramente con las paredes también tapizadas de rojo). Desde allí su mirada pasó a las pupilas de la mujer que estaba sentada frente a él, unas pupilas afiladas como las de un reptil, duras como dos puntitas de diamante. Y su sonrisa, que sin embargo era acogedora e ingenua, como la de una estudiante a la que una amiga explica su primera perversión.

Aquella mujer susurró:

– Don Orestes, hacía mucho tiempo que usted no venía por esta casa.

– Es natural. No he estado de humor después de la desaparición de mi hija.

– Pues esto está mejor que nunca, ya verá. He renovado algunas habitaciones, incluso con muebles de época. He traído chicas de esas que llegan con libros, porque apenas han empezado la carrera y además ilusionan mucho a los clientes. Y, naturalmente, he subido un poco los precios.

Los precios se notan en el parquet de roble, que es nuevo, en un tapiz oriental donde se ve a una chinita luchando con un dinosaurio (o con el pene de un dinosaurio) y en la alfombra del pasillo, que es legítima persa, sin duda tejida a mano por las diez hijas de un imán.

– ¿La clientela sigue siendo la misma?

– La misma, don Orestes, porque ya sabe que yo no me anuncio. Con alguna novedad, claro, alguna buena novedad de gente recomendada, como un par de embajadores que estaban de paso. Lo demás, ya lo sabe: lo más solvente de la ciudad. Y los señores que usted me enviaba también han seguido viniendo, claro.

– Clientes míos -corrigió levemente Gomara.

– Sí, claro: clientes del banco. Algunos se pasan cada semana, cuando vienen a Madrid. Y otros cada quince días, cuando vienen de Bonn, Amsterdam, Gibraltar, Marbella o Washington. Ni el canto de un duro ha bajado la categoría de la casa, se lo digo yo.

– Me gusta oírlo, Eva, porque hace mucho tiempo que yo no puedo ocuparme de eso.

– ¿Y qué falta hace? Mis chicas son una cortesía que usted tiene con sus clientes, y además, si hace falta, aquí se puede hablar. Cuando usted dejó de venir se ocupaba de todo Leo Patricio, que continuamente iba y venía de Madrid, acompañando clientes. Y pagando las cuentas y las cenas como un señor, claro. Pero ahora estoy algo desorientada, y por eso celebro aún más que haya venido.

– ¿Desorientada por qué?

– Leo Patricio no ha vuelto a aparecer por aquí. ¿Es que las cosas van mal? Lo digo por si puedo hacer algo, aunque lo que usted me dijo lo he hecho siempre: mucha atención a la clientela y en boca cerrada no entran moscas.

Gomara desvió la mirada. ¿Pero por qué había de hacerlo, si no le costaba nada mentir? Posó de nuevo su mirada en los ojos duros y eficaces de la encargada de la casa.

– Leo Patricio está trabajando fuera -dijo-. Tú lo sabes mejor que nadie: o los bancos se hacen internacionales o sólo sirven para financiar un puesto de coca-colas. ¿De mi hija qué se dice?

– Nada especial. Oí comentar que no se la veía en ninguna parte. Luego, un día que hablé con usted por teléfono, me explicó que tenía un problema sentimental y prefería que nadie la viese. Es decir, que de momento ella se había ido sin dar noticias.

Añadió en voz más baja:

– Yo a eso, don Orestes, no lo llamaría «desaparición».

– Es una forma de hablar.

– No creo que tenga demasiada importancia. Si conoceré yo mujeres a las que les da por esa cosa…

– Claro que no tiene demasiada importancia. Pero me ha desorganizado un poco la vida.

– Yo, a su hija Virgin, sólo la conozco por las fotos de las revistas, don Orestes… ¡qué guapa es! Algún día me gustaría verla de verdad, pero, claro, ella no va a venir aquí, a esta casa. En fin…, ¡lo que me alegra verle, don Orestes! Y ya que está aquí, ¿por qué no anima un poco la vida, como en los buenos tiempos? Tengo un par de chicas nuevas que parecen salidas de las ursulinas.

Orestes Gomara pareció considerar la situación. Miró los dos cuadros, las damas, sus culos dorados que estaban en todas las historias del arte, en todos los sueños de los onanistas y en todas las enciclopedias francesas, visitadas por hombres sabios que llegarían a ser onanistas sin remedio.

– No estoy de humor para conocer a nadie. Ya sabes que la primera vez no disfruto con una chica nueva, porque me cuesta habituarme. Y si son dos, peor; ¿cómo sé yo si se aman o se odian?

– Se pueden amar, don Orestes, se pueden amar. Lo que yo les recomiende.

– Quizá prefiera alguna antigua, ya conocida. ¿Qué tal Lina? -dijo él.

Los ojos de la madame se empequeñecieron un poquito más. Habrían sido apenas dos puntitos sobre los culos exhibidos en los cuadros.

– Don Orestes, ésa no se la recomiendo.

– ¿Por qué no? Era una de mis preferidas.

– Es verdad. Y también una de las preferidas de Leo Patricio.

Orestes Gomara torció levemente los labios, pero eso apenas se notó en su rostro de jugador de póquer. -¿También? -susurró.

– Sí. No creo que le moleste.

– Pues… no.

– Es normal, don Orestes. Si uno hubiera de molestarse cada vez que una chica de la casa va con otro hombre, más valdría hacerse monje de la Trapa.

– ¿Y qué pasa con Lina?

– Está muy desmejorada. Mire, don Orestes, yo no quiero que aquí se maltrate a ninguna chica, usted lo sabe bien. Pero hay clientes raros, y además los tiempos cambian. No, no es que nadie le haya hecho a Lina una cara nueva… -se apresuró a decir-. Pero algún guantazo sí que puede haberlo recibido. Hay un cliente muy rico, un fabricante, que disfruta humillando a la mujer. Quiero decir… Vamos a ver… Por ejemplo, poniéndole un collar de perro, tirando de ella con una correa y haciéndola pasear por la habitación a cuatro patas.

Orestes Gomara no se inmutó en absoluto.

Ella continuó:

– Me pidió una chica para hacerle todo eso, y yo le llevé a su habitación a Lina. Leo Patricio me pidió que la llevase a ella. Fue un éxito.

– ¿Un éxito?

– El fabricante viene cada dos por tres, y sólo la pide a ella.

– Con lo cual, Lina gana más dinero. No veo que…

– Es que ella se siente mal, don Orestes. Le ha cambiado la cara. Y el carácter, créame. A veces tiene prontos muy raros. En la habitación soporta que el cliente le dé patadas en el trasero, pero aquí, en la sala de descanso, a veces se pone a llorar. Es falta de carácter, don Orestes, porque otra chica lo soportaría bien. Y hasta hay algunas que piden que les peguen un poco, usted lo sabe, porque les gusta. Pero está de Dios que cada una haya nacido para una cosa.

– Y si Lina no está contenta, ¿por qué no se va?

Los ojos de Eva chispearon, y su sonrisa razonablemente ingenua se convirtió en una mueca antigua, en la máscara griega del desprecio.

– ¡Sólo faltaría eso! De aquí no se va una mujer sólo porque le dé la real gana.

– ¿Leo Patricio la tiene amenazada?

– Bueno, pues ya que usted lo dice, yo creo que sí.

– Pero, sin embargo, Leo Patricio no ha vuelto…

– ¿Y qué? No hace tanto tiempo que está fuera. Puede volver cualquier día.

Y en rápida transición añadió:

– Ahora que lo pienso, quizá usted querrá que pasemos cuentas, don Orestes. A veces usted se olvida de que tiene puesto un capital en el negocio.

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