Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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El pecado o algo parecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Antes de que ella acabase de entrar del todo, Gomara repitió:

– Hola, hija.

Virgin se apoyó en el marco de la puerta. El silencio era total en aquel lado de la casa: ni rumores de coches, ni chasquidos de ascensores, ni movimientos de los dos empleados de confianza que trabajaban al otro lado del piso. Virgin, además, se había deslizado con una suavidad felina. Sus ojos un poco rasgados se clavaron en Gomara, quien después de girar la cabeza no había vuelto a mover un músculo.

El rostro del banquero no reflejaba el menor asombro, la menor emoción, como si ya supiese exactamente lo que iba a suceder. Más bien reflejaba una aristocrática lejanía.

Su voz también pareció lejana al musitar:

– Ahora ya sé quién odia a Lina.

– ¿Qué?…

– La odias tú, Virgin. Eres tú quien ha ordenado a Leo que la haga humillar. No es fácil perdonar a la que ha sido una de las favoritas de este hombre.

Y señaló a Leo. Ninguno de los tres se movió después de estas palabras. El silencio parecía poder cortarse entre la moqueta del dormitorio, marcada por los tacones de las mujeres, y los papeles de la mesa, marcados por los números.

Al fin chirrió muy levemente uno de los zapatos de Virgin. Ella había cambiado de postura, aunque siguió pegada a la puerta.

– No te has sorprendido -dijo, mirando a Gomara.

– No.

– Entonces, ¿cómo lo sabías?

– Que Leo Patricio era tu amante lo supe desde el principio.

– ¿Y cómo no lo evitaste? Tú podías hacerlo.

– ¿Y qué? Tú no eras propiedad mía, Virgin. Llevabas mi sangre, pero no mi voluntad. De modo que pensé que lo que era bueno para mi hija era bueno para mí. Y me resigné.

– Además, confiabas en Leo…

– Sí. Leo era el más valioso de mis hombres. Y conocía todos los entresijos del negocio.

– Pero no llegaste a imaginar que…

– Imaginaba otra cosa, Virgin.

– ¿Cuál?

– Que mi riqueza resultaba tentadora. Que tú la envidiabas, y que Leo la envidiaba mucho más. Pero supuse que esperarías, Virgin. Eres mi heredera, el banco habría terminado siendo tuyo.

Los labios de Virgin se torcieron. Dejaron de tener la elegante indiferencia que tuvieron en los comedores del Queen Elizabeth . El desdén que exhibieron en las joyerías de la place Vendóme. La pureza, ave María santísima, que un día tuvieron en el colegio de monjas.

Ahora, de pronto, parecían los labios de una vieja.

– ¿Esperar, hasta cuándo? -preguntó-. ¿Hasta que Leo y yo fuésemos unos viejos? ¿Y soportar tus mujeres mientras Leo y yo teníamos que ocultarlo todo? ¿Y quedarme a la fuerza con un banco, tu maldito banco convencional y oficial, tapadera del auténtico negocio? No, yo no tengo la paciencia que has tenido tú: ventanillas, cálculo de intereses, inversiones legales, clientes pesados, comidas de negocios. ¡No! Era mucho más sencillo vender el banco español y crear otro en las islas Caimán, donde pudiéramos trabajar con mucho menos riesgo. Tú, padre, eres un hombre antiguo y al que todavía le gusta que le conozcan en el Círculo de Economía y en el Casino de Madrid. Leo y yo, en cambio, soñábamos otra cosa. Más negocios internacionales, más dinero, con libertad… Claro que eso requería una nueva organización y seguir el trato sólo con los clientes de más confianza. Es lo que Leo ha estado haciendo aquí.

Abarcó con sus brazos la amplitud del despacho. Leo Patricio seguía en silencio. Gomara clavó su mirada en los labios, ahora desconocidos, de Virgin.

– Total, que yo sobraba -dijo.

– Sí.

La afirmación había sonado como un trallazo.

– Supongo que hubo mil ocasiones para quitarme de en medio -dijo Gomara, sin inmutarse.

– No.

– ¿No?…

– Claro que no. Lo tenías todo mejor organizado de lo que tú mismo creías. Miguel Don es un guardaespaldas perfecto que no te dejaba ni en tu propia casa. Pero, curiosamente, yo no tenía miedo de Miguel Don -dijo Virgin-. Me vio nacer, y a mí, pasase lo que pasase, no me haría ningún daño. Los que me daban miedo, y también a Leo, eran tus otros dos ejecutores, David Mellado y Alberto Parra.

Avanzando un paso hacia el interior de la habitación, añadió:

– Esos te protegían muy bien, pero además no me tenían ningún cariño. Ansiaban algo más que mi dinero: ansiaban mi cuerpo. Si, a pesar de ellos, Leo y yo hubiésemos podido acabar contigo, no nos habrían perdonado nunca. La guerra habría empezado contigo en el ataúd. ¿El negocio sólo para Leo y para mí? ¿Y por qué no para ellos? En el vacío de poder del día posterior a tu entierro, a Leo le habrían preparado una fosa con ratas y a mí una cama con correas.

– Por tanto -musitó Gomara-, había que pensar en eliminarlos antes.

– Absolutamente lógico -dijo Leo, abriendo la boca por primera vez.

– Pero no ibais a hacerlo vosotros.

– Demasiado peligroso -opinó también Leo-. Nosotros, al fin y al cabo, estábamos solos. Era mejor que lo hiciese otra persona.

– ¿Por ejemplo, yo?… -preguntó Gomara.

– Sí.

– Por eso creasteis en mí un mundo de odio -susurró Gomara, volviendo de nuevo la cabeza hacia su hija.

– Era necesario -dijo Virgin- crear un mundo de odio del que no pudieras escapar si no era matando. Por eso utilizamos la casa de los altos de Serrano.

– Tú sabías, Virgin, que estaba infestada de micros. Y que yo podía recoger las conversaciones.

– Tú mismo me lo habías dicho.

– Por tanto, bastaba con crear un diálogo, unas amenazas, unos gritos, unos efectos sonoros. Reconozco que ni un director de cine lo habría montado mejor. Fue perfecto.

De pronto los labios de Gomara se curvaron en una mueca amarga.

– Perfecto excepto en un detalle -añadió.

– ¿Cuál?

– La sangre. La sangre que, una vez analizada, contenía restos de heces. Es decir, tenía que proceder de… de…

– Se marcó más la mueca amarga de sus labios, hasta deformárselos-. Bueno, no sé cómo lo conseguisteis.

Los que, en cambio, sonrieron ahora fueron los labios de Virgin. Pero era una sonrisa tan lejana, tan indiferente, tan despectiva, que Orestes Gomara sintió como si le hubiesen propinado en la cara un latigazo.

– Qué inocente puede llegar a ser un hombre de tu experiencia -dijo Virgin con voz donde palpitaba una especie de conmiseración-. Las cosas proceden de donde tienen que proceder. Leo sabía que, para que todo resultara convincente, tenía que hacerme daño en un determinado sitio. Bastante daño. De modo que lo que se oía en la parte final de la grabación era auténtico. El disparo, ahogado por una almohada, también lo era, pero la bala quedó empotrada en esa almohada que luego nos llevamos. No en mi… mi…

Virgin Gomara no terminó la frase. Orestes Gomara, con la cara roja como la sangre, se había lanzado sobre Leo Patricio, que continuaba imperturbable. La mesa lo frenó, pero aun así llegó al cuello de su antiguo guardaespaldas, que para escapar del asalto echó la silla hacia atrás. La simple voz de la mujer detuvo, sin embargo, a Gomara como una pared de cristal, como una cortina de mercurio detrás de la cual no hubiese nada, ni el vacío. Ni un recuerdo, ni un rubor, ni un sentimiento.

– No seas ridículo. Leo tampoco me hizo nada nuevo. En otras circunstancias, con suavidad y con música, a mí me parecía bien.

Orestes Gomara se desplomó en la butaca.

Su boca estaba muy abierta, como si le costara respirar.

– No se haga ahora el virtuoso, Gomara -dijo Leo con voz despectiva-, no me diga que no se ha doctorado ya en todas las ciencias del culo. Pero si pretende hacerse el macho, será peor. No comprendo cómo ha venido aquí sin una cochina arma.

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