Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Ya pasaremos cuentas en otro momento -susurró él-. Y en cuanto a Lina, mejor que yo no la vea ahora, si no se encuentra bien, pero puede que la visite más adelante para animarnos los dos un poco. No puedo olvidar que llegó a ser algo así como mi querida oficial un par de meses. De momento, será mejor que no reciba más a ese cliente que la humilla.

– Lo que usted disponga, don Orestes, faltaría más. Cuando el fabricante vuelva, le diré que Lina no está.

– ¿Ella vive aún en aquel piso tan bonito que tenía en el paseo de la Bonanova?

– No. Ahora come y duerme aquí.

– Pero eso es una esclavitud…

– Ja, ja… Por favor, don Orestes, no vaya usted a creer que he transformado esto en una cárcel… ¡Menudas se han puesto las chicas de hoy para venirles con eso! ¡Qué diferencia de la buena voluntad que tenían antes! Pero lo que sucede es que Lina está haciendo obras en el piso. Tenían que haber acabado, pero se le están alargando mucho.

– Es verdad. Dicen que hoy día no hay trabajo, pero no busques un albañil ni un buen carpintero.

– Ni una buena mujer de cama.

Orestes Gomara se puso en pie, mientras la madame le miraba con un lejano desencanto.

– Me sabe mal que se vaya sin ocuparse, don Orestes. No sé cómo decirlo, pero es igual que si usted me dijese que no llevo bien el negocio. Una se siente un poco decepcionada.

– ¿Pero por qué?…

– Digamos que es orgullo profesional. Hay quien pone a punto coches, hay quien pone a punto chicas.

Por primera vez, Orestes Gomara sonrió. Su sonrisa era satisfecha pero un poco cansada, como de balance de fin de año. Fue hacia la puerta.

– Ésta ha sido solamente una visita de cortesía, Eva. Dentro de poco volveré y me presentarás a todas las chicas. ¡Ah! Ten preparadas las cuentas, porque las repasaremos. Hasta dentro de unos días.

Gomara salió. Corría un viento frío por la calle tranquila, solitaria, hecha de casas de principios del XX, chalets donde habían nacido niños con vocación de poeta de derechas, ventanas cerradas y jardines exclusivos donde un perro sólo se podía oler a sí mismo. Allí, en aquel ambiente distinguido, en uno de los rincones más discretos, estaba la casa.

Era extraño, pensó Gomara, aquel aire fresco, porque el clima de Barcelona estaba cambiando y ya no hacía frío casi nunca. Como había querido ir sin el coche, apresuró el paso, hasta encontrarse con el río de luces y el río de coches de la parte alta de Vía Augusta. Tomó en ella un taxi hasta el paseo de la Bonanova, avanzando entre otras torres que tenían también un siglo, bloques de pisos lujosos que sólo tenían un año y clínicas de alta reproducción donde se guardaba semen de la mejor calidad, de la cosecha del 94. El paseo de la Bonanova había cambiado: ya no era la tierra prometida de los indianos que volvían al país, se hacían construir una torre de dieciséis habitaciones para poder distraer a la mujer y ante ella plantaban una palmera para poder recordar la cintura de una mulata. Las torres habían sido vendidas por ansiosos herederos que sólo habían visto mulatas en el Playboy , y en su lugar se alzaban pequeños bloques de lujo con un piso, una terraza y un adulterio por planta. Gomara se detuvo ante uno de ellos, ni el más lujoso ni el más grande, y vio las rectas de luz que se filtraban por entre las persianas. Para ser un piso en obras, la verdad era que trabajaban hasta muy tarde.

Conservaba la llave. Cuando Lina vivía en aquel ambiente refinado, entre la mejor sociedad de Barcelona, gustaba de sentarse en un sillón tipo Emmanuelle, escuchar música clásica y dar órdenes a una criada a la que acababa de sacar directamente de un colegio de monjas. Entonces Gomara, en sus viajes desde Madrid, la visitaba por las noches para evitar que alguien le viese en el burdel, a pesar de que éste era el más discreto de Barcelona. Dio por supuesto que estarían cambiadas las dos cerraduras -la de la puerta principal y la de servicio- pero quizá no la del terrado particular donde estaban los tendederos y el cuartito de la lavadora. Nadie habría pensado -tal vez- que desde ese terrado se podía saltar a la terraza inferior sin necesidad de ser un consumado atleta. De modo que probó suerte tras saludar al conserje, quien no le opuso ningún reparo porque le conocía a la perfección.

Y la suerte le acompañó. La primitiva llave -que había sido común para las tres puertas- servía. Y se encontró en un terrado desde donde se divisaban las luces de Vallvidrera, como en una montañita de púrpura, y las luces del rompeolas, con sus clubes de natación donde los veteranos practicaban el duro deporte de la sauna. Un silencio absoluto, de casa bien, lo rodeaba todo. Orestes Gomara, que no era ningún viejo, se sujetó de la barandilla y se dejó caer suavemente a la terraza inferior. Allí, aunque las persianas estaban bajadas, tenía al alcance de sus dedos las rendijas de luz.

Miró por una de ellas: mesas con terminales de ordenador, armarios metálicos para archivo y dos hombres en mangas de camisa tecleando sin cesar ante las pantallas. Era un espectáculo bien curioso, para tratarse del piso de una cortesana de lujo.

Y de obras, nada. Aquel piso estaba transformado por el mobiliario, pero tan intacto como cuando lo conoció él.

Avanzó hacia el ángulo de la terraza, donde sabía que existía una puerta de postigos que daba al gran salón. Con un poco de suerte, estaría sólo entornada. Y acertó, porque pudo hacerla ceder después de un pequeño esfuerzo, sin causar el menor ruido.

Al entrar, distinguió efectivamente el gran salón, pero en él ya no estaba el sillón Emmanuelle, donde una mujer como Lina, por ejemplo, podía cruzar las piernas, enseñar el borde de sus medias y hacer que se corrompiesen en fila india un fabricante de Sabadell y cuatro monaguillos. Tampoco estaban los dos divanes, tan bien estudiados que en uno cabían dos mujeres haciéndose el amor, y en el otro un mirón bien estirado, esperando que cambiasen de sitio para hacerles a las dos la guerra. Era un mundo, pensaba Gomara, de mujeres expertas, calculadoras y sabias, educadas a la antigua. En el vacío que ellas dejaron estaba ahora el ordenador principal, conectado sin duda a las terminales, junto a un par de mesas donde había resúmenes de Bolsa y extractos bancarios, convirtiendo el viejo nido de amor, donde la patronal más dura se corría después de una caricia, en un centro de cálculo donde la misma patronal también se correría, pero después de una opa.

El silencio seguía siendo absoluto.

Gomara avanzó hacia una de las puertas. Ésta correspondía al antiguo despacho de la casa, donde Lina, mujer previsora, repasaba en sus buenos tiempos los números de sus inversiones, porque sabía que las inversiones tienen que encaramarse cuando los pechos empiezan a caerse. Gomara empujó la puerta y vio que, en efecto, aquello seguía siendo un despacho. No había cambiado en nada. Un hombre joven y fuerte, en mangas de camisa, consultaba, como el propio Gomara hacía con frecuencia, hojas de papel con anotaciones y largas columnas de números.

Alzó la cabeza al oír la puerta que se abría.

Gomara susurró:

– Hola, Leo Patricio.

33 UNA CUESTIÓN DE ORDEN

Leo Patricio no se sorprendió, o al menos no lo demostró en absoluto. Irguió su cuerpo trabajado en gimnasios de lujo, cuyos aparatos, por lo menos, han sido confeccionados con las piezas sobrantes de un Jaguar. Exhibió la línea de su estómago duro y liso, cultivado por las dietas de los médicos y las lenguas de las masajistas. Era todavía un atleta, pero empezaba a insinuar esos síntomas de decadencia que uno cultiva en las camas y en las vaginas, las buenas mesas y las vitolas del santoral habano. Gomara, que padecía los mismos males, lo abarcó todo con un solo golpe de vista.

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