Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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El pecado o algo parecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– ¿Por ejemplo?…

– La calaña de sus colaboradores. Un banquero normal no necesita esa gentuza. Ni David, ni Alberto, ni Leo Patricio ni Don. En cambio, usted sí que los necesita, porque se mueve entre gentuza como ellos. También me explico la gran cantidad de dinero que maneja. He hecho algunas averiguaciones, ¿sabe?, aunque exponiéndome a quedar pringado por la mierda que a veces flota en los barrios altos. Usted, a pesar de que tiene un negocio con poco capital oficial, no acude nunca al mercado interbancario, lo cual significa que nunca se queda en un descubierto. Nunca ha querido oír hablar de una oferta de absorción, lo cual significa que usted es más rico que el que quería absorberle. Financia urbanizaciones enteras sin tener negocios, porque no los necesita. ¿De dónde sale la pasta, Gomara?

– De la recolecta para las misiones -dijo Gomara plácidamente-. O de los chinitos.

– La ambición es como una mujer de la que estás demasiado enamorado -continuó Méndez-. Si tú acotas el terreno y fijas un punto del cual no vas a pasar, puedes salvarte. Si no fijas ese punto, un día te encuentras en el precipicio. A la mujer de París, a Elena, le pasó también eso: llegó hasta el crimen.

– Suponiendo que todo eso tenga algo que ver conmigo -susurró Gomara-, reconocerá que a mí no me ha ido tan mal.

– ¿De verdad que no, Gomara? Ha necesitado hacerse prisionero de unos cuantos colaboradores, de unos cuantos hijos de puta. Y me parece que uno de los hijos de puta hizo algo con el culo de su hija.

Era una frase demasiado cruel. Estaba calculada para que Gomara perdiese los nervios, pero al propio Méndez le hizo daño en el momento de decirla. Vio que las manos se crispaban sobre la mesa, vio que la boca se torcía tanto que los dientes llegaron a chirriar. Pero tuvo que admirar, en contra de su voluntad, la asombrosa fuerza de recuperación que demostró Gomara.

– Acúseme de algo -dijo él.

– Le voy a acusar de tres asesinatos. Los de sus dos colaboradores, Alberto y David, y el de aquella pobre ramera.

– Pruebas.

– Reconozco que no las tengo, excepto su confesión.

– Mi confesión no consta en ninguna parte.

– Le voy a acusar de blanquear a nivel internacional el dinero de la droga.

– Pruebas.

Gomara le volvía a mirar directamente, con insolente desafío.

Méndez gruñó:

– Haré que se dicte una orden de busca y captura contra Lionel. Ahora puede decirme que ningún juez la firmará, y yo le contestaré que el juez tendrá encima de la mesa una montaña de datos apenas se haga la auditoría de sus cuentas. Dígame a continuación que ningún juez ordenará la auditoría, y yo le contestaré que muy bien, que puede que tenga razón. Los jueces quieren evitarse compromisos, y siempre se lavan las manos antes de rascarse las pelotas. Pero yo no voy a ir por ese camino: yo pediré que la auditoría la haga Hacienda.

– No le dejarán pasar de la puerta, Méndez. Y si le dejan, exigirán que se lave los pies.

Volvió a tomar el cigarro y exhaló una bocanada. Estaba muy seguro de su posición, de su solidez, de su fuerza. Desde el otro lado de la mesa miró a Méndez como si éste se fuera diluyendo entre las volutas de un humo que nunca podría apagar.

Añadió en voz baja:

– En este país mañoso, las relaciones son fundamentales, Méndez. No sé si le dije ya una vez que hay magistrados del Supremo que me hacen reverencias.

– Me lo dijo.

– También le dije que, ya de jovencito, había blanqueado dinero de la droga, de modo que no sé por qué le extraña tanto que haya seguido haciéndolo. En realidad, no ha averiguado nada nuevo, Méndez.

– Pero ahora lo tengo todo bien ligado, Gomara. Y tampoco ha sido tan fácil llegar hasta usted a partir de nada.

– Eso es cierto, pero desde este punto en que nos encontramos tendrá que seguir jugando. Y no va a llegar a ninguna parte.

Desde el otro lado de la mesa contempló a Méndez con expresión plácida, como si, después de todo, estuviera dispuesto a concederle un préstamo.

– No, no va a llegar a ninguna parte, Méndez, pero si por casualidad llega, le felicitaré. No crea que aprecio tanto la vida como la apreciaba antes.

– ¿Tan viejo se siente?

– Al contrario, estoy en mi mejor momento. No es por eso.

– ¿Pues entonces por qué?

– Quizá el mundo ya no es lo que era -contestó Gomara con indiferencia-, y quizá un buen vividor lo note. Vivimos dentro de una cáscara y protegidos por nuestro dinero, quizá porque las cosas sagradas y naturales han dejado de existir. Y eso me decepciona, ¿sabe, Méndez? Me decepciona el sol, que ha cambiado. Amas el sol y lo primero que tienes que hacer es ponerte una crema antisolar para defenderte de él. Amas el agua y lo primero que tienes que hacer es filtrarla para defenderte de ella. Amas el mar donde nadaste de niño y lo encuentras lleno de latas de cerveza y de biquinis usados: lo primero que tienes que hacer es tomar el avión para intentar hallar un mar limpio donde ningún niño haya nadado nunca, y donde, por supuesto, el niño tenga prohibido nadar. En nuestros gloriosos tiempos del sida, amas a una mujer y lo primero que tienes que hacer es ponerte una goma para protegerte de ella y para que ella se proteja de tí. Está cercano el día, Méndez, en que nos amaremos a través de una pantalla que recogerá las posturas de la mujer y de un tubo catódico que recogerá nuestro semen, lo desinfectará y lo venderá a los laboratorios de la Seguridad Social. La gente no piensa en eso, Méndez, pero yo sí; yo he tenido la oportunidad de vivir en un mundo distinto. Comprenderá que a un caballero de buena crianza, como es Orestes Gomara, todo esto le empiece a causar un infinito aburrimiento.

Méndez le miró con sorpresa. Nunca le había oído hablar así.

– Hasta los hijos han cambiado -añadió Gomara, mirando al vacío.

– ¿Qué?…

– Nada. Hasta los hijos han cambiado; quiero decir, que ya no hay clase.

Se puso en pie. Parecía cansado de aquella conversación, parecía cansado de Méndez, del lujo del despacho, de la tarde que estaba muriendo y hasta de las columnas de números.

Méndez también se puso en pie. Fue hacia la puerta, mirando la alfombra para no tropezar. No estaba acostumbrado a pisar sobre según qué sitios.

– No mire tanto al suelo -dijo burlonamente el banquero-. No encontrará ninguna colilla de habano Montecristo.

– Me habría gustado darle tiempo para que encontrase a Leo Patricio -contestó Méndez, deteniéndose un momento-, porque las venganzas artísticas siempre me han parecido un espectáculo fascinante. Del mismo modo que el gobierno da el Premio Nacional de Poesía, debería dar el Premio Nacional de Venganza. Pero todo gobierno está formado por seres estúpidos a los que ni siquiera se les ocurrirá… En fin, voy a hacer que le detengan antes de que encuentre a Leo Patricio, Gomara. Lo siento.

Ya estaba en la puerta cuando añadió:

– Además, tampoco lo habría encontrado nunca.

Al salir del despacho, no acudió a acompañarle ninguna criadita megaculo ni ninguna secretaria supertetas. Le despidió un tío de dos metros y doscientos kilos, que además no se había afeitado aquella mañana. «Tiene razón Gomara -pensó Méndez-. El mundo ya empieza a causar aburrimiento.»

32 UNA CUESTIÓN DE CASTIGO

Toda la habitación estaba tapizada de terciopelo rojo y en él se ahogaban los pasos, las conversaciones, los pensamientos y los ojos. La habitación era como una caja que te aislaba de la realidad y sólo se dejaba existir a sí misma: es decir, sólo existía La Habitación. En ella encontraban acogida -y, por tanto, justificación- los sueños de la primera masturbación, los deseos del primer dominio, los secretos de la primera doma de una mujer que aún estaba dibujada en el aire. La habitación, una vez entrabas en ella, tenía sus propias leyes. Para que no resultara opresiva (o quién sabe si para hipnotizar aún más), un pequeño acuario ofrecía la singladura de unos peces que siempre iban en línea recta, ignorándose eternamente. Las luces, como la de un tabernáculo, apenas incidían sobre el terciopelo rojo.

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