Méndez recordó los bustos atormentados, las caras agónicas, los rasgos rotos por el taladro de aquella mujer.
Pensó muchas cosas, pero sólo dijo una:
– No me salen las cuentas.
– ¿Por qué no? Te lo he explicado todo.
– Menos algunas cosas que no acaban de tener sentido. Doy por descontado que Lola vivía muy bien con toda esa historia, y que tú también tenías que llevar una vida bastante agradable.
– Sí.
– De vez en cuando ibas a Barcelona.
– Sí.
– Entonces, ¿por qué te hospedabas en los lugares más baratos?
– Porque no tenía dinero.
Méndez hizo un gesto de sorpresa, pero fue un gesto leve. Susurró:
– ¿Cómo es que no lo tenías?
– Problemas míos.
– Esos problemas, ¿tienen algo que ver con tu delgadez? ¿Con tu mal aspecto? Porque reconozco que a mí me gustan las gordas, pero es que tú, Elena, estás hecha una mierda.
Ella hundió la cabeza aún más.
Sus ojos retrocedieron cuando, en un momento fugitivo, se posaron sobre la desmayada Olga, que respiraba angustiosamente.
Méndez preguntó:
– ¿Desde cuándo consumes drogas? Y por tanto, ¿desde cuándo te gastas tanto dinero en ellas?
– Veo que… lo has adivinado.
– No he adivinado nada. Solamente te he hecho una pregunta, tía puta.
– Supongo que… que lo de las drogas me viene de la sangre de mi madre. No sé, pero desde joven me parecieron lo más natural del mundo. Y pasarme el día sin nada que hacer, matando el tiempo como fuese… Bueno, eso tampoco ayudó demasiado.
– ¿Te las ofrecieron?
– Siempre hay algún maricón que te las ofrece.
– ¿Ese maricón vino de Madrid?
La mujer alzó la cabeza para mirarle con sorpresa. No acababa de entender. Pero al fin volvió a hundirla en plan yonqui, mientras susurraba:
– Era un chico muy bien educado.
– Lo supongo.
– Al principio no hubo más que simpatía. Tuve un pequeño lío con él.
– Y te ofreció droga.
– No lo hizo por dinero… Te juro que no. Pero me acostumbré en seguida. Fue como encontrarme con algo que ya llevaba en el fondo de mis entrañas.
– Y a partir de entonces sí que empezaste a gastar dinero.
– Sí.
– Háblame de ese tipo.
– ¿Del de Madrid?… Era de buena familia. Él me dijo que vivía en… en…
– En uno de los lugares más elegantes, en la parte alta de la calle de Serrano. Pero eso es sólo una media verdad. No vive allí -aclaró Méndez-, aunque supongo que esa casa tan noble es un punto de referencia, un lugar donde, incluso, debió de tener reuniones en otro tiempo. Y encima queda muy bien decir que vives en un sitio así. Te transformas en un señor.
– Él era un señor. Yo habré sido una estudiante ful, pero me he paseado por bastantes universidades y algo he aprendido. Por ejemplo, a notar quién sabe y quién no sabe. El sabía mucha contabilidad, mucha informática y mucho de eso que llaman Derecho Financiero.
– Demasiada preparación para acabar vendiendo drogas en la calle.
– No las vendía. Te he dicho que no había dinero de por medio. Simplemente, él tenía droga de altísima calidad y de vez en cuando la regalaba a sus amigos para que se colocasen. Y a sus amigas, claro.
– ¿Para qué?
– Para que follasen bien.
– Felicidades.
– ¿Pero qué te has creído? ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Aún no sabes cuál es tu obligación? ¡Tu obligación consiste en descolgar el teléfono y llamar a la policía, hijo de puta!
– A mí la policía me la repampinfla, aunque la acabaré llamando. Y esto durará hasta que a mí me pase por el capullo, aunque el capullo ya no me lo encuentro, y siempre digo que está en el museo de Cera. Vamos a ver lo que me estabas diciendo. Me estabas diciendo que ese tío era algo así como un experto financiero. ¿Podía ser, por tanto, un experto en el blanqueo de capitales?
Elena le miró, desconcertada.
Volvió la cabeza, divisó otra vez a Olga Tavares, lanzó un gemido y acabó centrando sus ojos angustiados en Méndez.
– Nunca se me ocurrió pensar en eso -musitó.
– ¿Pero podía serlo?
– Ya que lo dices, pues… Pues sí, podría serlo.
– ¿Te dio la sensación de que trabajaba como miembro de un grupo organizado? Supongo que me entiendes.
– Te entiendo. Sí, tuve la sensación de que formaba parte de un grupo, porque usaba el ordenador para dar o recibir órdenes de venta de valores.
– ¿Viajaba mucho?
– Sí, pero ¿qué tiene eso que ver?
– Por tanto, ¿las órdenes de colocación de capitales podían ser ejecutadas en diversos países?
– ¡Y a mí qué me cuentas! A mí nunca me ha sobrado un franco.
– ¿El hecho de que tuviera, por ejemplo, coca de gran calidad, significa que alguien se la regalaba como atención personal? Es decir, ¿podría tener, aunque fuera de refilón, contacto con algún traficante?
– ¡Qué coño me importa! -gritó Elena, exasperada-. Yo no pregunto a la gente de dónde saca la coca. Ni le pregunto por dónde esnifa: si esnifa por la boca, por la nariz o si esnifa por el culo.
Las facciones de Méndez no se alteraron para nada al preguntar:
– ¿Mencionó alguna vez, aunque fuera de pasada, el nombre de un banquero llamado Gomara?
Elena le miró, desconcertada. Estaba tan asustada que dio la sensación de que era absolutamente sincera.
– Nunca le oí nombrar -contestó.
– Tienes razón. En esta profesión de hijos de puta, tienes que ser al menos un hijoputa discreto. ¿Para qué ibas a Barcelona?
– Te lo he dicho: Lola me lo pedía de vez en cuando. Y en ocasiones lo hacía por gusto; Barcelona es ahora una ciudad muy hermosa, y encima tiene buenas comunicaciones con París.
– Eso es cierto -reconoció Méndez-. ¿Pero ibas, también a buscar droga?
Ella emitió una risita amarga. Su boca insegura lanzó unas gotitas de saliva al aire.
– ¡Qué tontería! La droga se encuentra en todas partes, y justamente París tiene barrios privilegiados para eso. Aunque la verdad es que, en Barcelona, obtenía una calidad excelente y un trato seguro. ¿Te extraña que aprovechara mis viajes para comprar, policía del servicio de alcantarillado? Pues los aprovechaba. Lionel me había recomendado a una persona muy culta y muy agradable, que se ve que traficaba en ambientes de mucha altura.
– ¿Lionel?… ¿Quién es Lionel?
– Ese que tú dices que blanquea dinero.
– El de los altos de Serrano. Muy bien… No se puede decir que traficara, pero tenía contacto con traficantes. Cada vez veo más clara una cosa que me parece esencial: me ocuparé de ese tipo. Y ahora hablemos de sitios con pulgas. ¿Tú estuviste en una pensión llamada Internet?
– ¿La que se hundió?
– Sí. Y donde fue asesinada una empleada de seguridad llamada Rosanna Vives, que apareció colgando como un trofeo. Una pensión donde, para esconderse, estuvo alojado un asesino llamado Leo Patricio. ¿A quién ibas a ver?
– A nadie. Ni conocía a ese Leo Patricio, seguramente un cabrón, ni a esa Rosanna Vives, seguramente una puta. Estuve allí como podía haber estado en otro sitio. Era un lugar barato y céntrico.
Méndez tuvo la sensación de que Elena decía la verdad. Y estaba tan comprometida que, en su situación, no valía la pena apelar a Otras mentiras.
– Háblame de Olga Tavares -murmuró.
– ¿De… Olga?
– No hace falta que la mires. Sólo háblame de ella.
– Me… quería.
– Lo sé.
– Yo era como su hija.
– Eso lo sé mejor aún. Sigue.
– Supongo que nunca habría pasado nada… si yo no llego a estar enganchada a la droga. Pero se me hacía insoportable. Intentaba controlármelo todo. Te juro que el odio es malo, Méndez, y eso yo lo sé muy bien. Pero el amor obsesivo también lo es; una persona que te ama demasiado puede hundirte la vida igual que una que te odia. Me la encontraba continuamente en mi casa de la rué Gay-Lussac. Llegué a tener la sensación de que esa casa no era mía.
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