Se volvió poco a poco, sin tener fuerzas para levantarse de la butaca.
Estaba sola, sabía que estaba sola, pero sabía también que a su lado se deslizaba una procesión de sombras.
Un ruido la sobresaltó. Alguien subía por la escalera pesadamente, vacilando ante cada peldaño, para dirigirse en línea recta a la puerta que Olga tenía ante los ojos. Contó los pasos desde el descansillo anterior: cuatro, seis, ocho, diez… Diez peldaños, diez pisadas, desde el último descansillo hasta su puerta. Ya estaba allí. Olga Tavares contuvo la respiración mientras oía más allá de la puerta, en la escalera, un roce parecido al de las alas de un pájaro.
«No abras, no abras, no…»
Los pasos continuaron. Alguien canturreó mientras subía los peldaños. La escalera se llenó de pronto de palabras vecinales, crujidos de maderas que no encajaban bien, saltos de niños que iban de un rellano a otro, dejando pequeña la Olimpiada de París. La vida volvió de nuevo a los colores de Olga Tavares.
¿De qué tenía miedo?
¿No estaba sola en el piso? ¿No sabía que no podía entrar nadie?
Cerró los ojos e intentó tranquilizarse, pero de pronto volvió a contener la respiración. El ruido de las alas del pájaro acababa de producirse ahora al lado de la ventana. Volvió la cabeza y no vio más que los rayos de un sol oblicuo, el sol partido en pedazos que es el único que llega a los patios pobres de París.
«Todo esto es absurdo. Me estoy volviendo loca.»
Se puso en pie y fue hacia la cocina de la casa de muñecas, pasando ante los recuerdos, las fotos de la guerra y la cara ya borrosa del coronel. La sensación de soledad era absoluta: la casa estaba muerta, vacía, como si no hubiera sido habitada nunca.
Más allá había un patio gris, otras ventanas, otras mujeres que de pronto contemplaban el vacío de la muerte, o -lo que es peor- el vacío de la vida. Una sombra se posó de pronto en los cristales, Olga giró velozmente, ahogando un grito, y entonces se dio cuenta, avergonzada, de que no había sido más que una bandada de palomas.
No. París no da miedo durante el día. No hay motivo para que lo dé. ¿Por qué entonces ella lo sentía? ¿Por qué?…
Otra vez los pasos en la escalera, pero esta vez eran unos pasos deslizantes, furtivos de persona -¿o cosa?- que avanzaba sigilosamente. Ningún vecino andaría así. Ningún niño jugaría en el rellano a ser su propio fantasma. Los pasos se detuvieron ante la puerta y otra vez Olga Tavares captó en el aire aquel sonido misterioso, el sonido de las alas del pájaro.
Esperaba ansiosamente a que alguien -¿alguien?- pulsara el timbre. «No abras, no abras… Méndez te pidió que no abrieras a nadie.» Tuvo que cerrar los ojos, porque con los ojos abiertos sentía vértigo. Pero el estruendo del timbre no se produjo. Alguien llamó a la puerta contigua.
Volvió a la butaca y se dejó caer. Era vergonzoso lo que le pasaba, pensó. Una gallega emigrante, que se había hecho especialista en buhardillas oscuras, pasillos de panteón y retretes incrustados en un nicho, ¿de qué tenía miedo? ¿De qué?… Más miedo debería haber tenido en su infancia, cuando en los bosques había pichalargas que se follaban a las galleguitas. Pero aquí no le iba a pasar nada; estaba en una casa vacía, cerrada e inaccesible. Se puso en pie, volvió a mirar por la ventana -Méndez ya lo había hecho antes- y se convenció de que nadie podía trepar hasta aquella altura por las paredes del patio. Ni siquiera un fantasma especialista en tuberías.
Otros pasos resonaron ahora en el fondo de su cerebro, como si hubiesen nacido allí mismo. Pero esta vez tuvo que levantar la cara hacia el techo. Porque los pasos no resonaban en la escalera, como las otras veces, sino en el piso superior, encima de su cabeza. ¿Pasos? ¿Pasos de quién?… Ella sabía que en el piso superior no vivía nadie… La garganta se le contrajo mientras notaba que le estaba fallando la respiración. Los pasos se deslizaron por encima de ella, fueron hacia la ventana -la ventana de arriba- y entonces se produjo un silencio ominoso, expectante, un silencio de camposanto donde no se oía ni el batir de las alas del pájaro, porque ahí los pájaros tienen las alas de piedra.
Olga Tavares lo supo entonces.
Iba a morir.
Nadie iba a entrar por la ventana, descendiendo, aunque fuera un solo piso, por el precipicio de un patio interior. Pero estaba el antiguo respiradero. El respiradero ancho -y con ventanitas de tres palmos en cada piso- comunicaba todos los retretes de aquella casa construida en tiempos de la Comuna de París; comunicaba todas las soledades en cuclillas, todos los santuarios del pedo. Olga Tavares captó el rumor del cuerpo que se deslizaba por allí, con agilidad de gato. No tuvo fuerzas ni para gritar: quizá porque no quería salvarse, quizá porque pensaba que todo era inútil. Un cuerpo delgado -cuerpo de chica que no come- sería capaz de entrar por la ventanita.
Y entonces la vio.
Ojos quietos, muertos.
La boca curvada en un espasmo.
Cara que no era la que ella había amado. Cara desconocida que venía de otras cunas y otros llantos. Olga Tavares musitó:
– Carol…
Y la voz dijo en un susurro:
– Nunca me he llamado Carol.
El cuchillo rasgó la luz como un chispazo, como el parpadeo de una lámpara. Era un golpe fácil contra una mujer que deseaba la muerte. Olga no se movió. Sus labios apenas musitaron:
– Para mí siempre serás Carol.
Y el cuchillo se detuvo. Fue otra vez como un chispazo, como el parpadeo de una lámpara, pero ahora ambas cosas estaban en el fondo de los ojos de la joven. La hoja de acero no llegó hasta la garganta de Olga.
No la detuvo una mano, ni una pared, ni un golpe. Quizá sólo la detuvo la fuerza de un nombre o la fuerza de un recuerdo.
Carol.
Allí estaba la mujer que amó ese nombre por encima de su vida; allí estaba Olga Tavares, que lo había dado todo. Nada tan fácil como segarle el cuello. Pero el cuchillo tampoco se movió.
La joven jadeó angustiosamente.
Los recuerdos no sólo estaban en sus ojos. Estaban en su mano agarrotada, en su garganta rota. Estaban en un tiempo y un cariño que se habían ido, pero que aún no habían muerto.
La falsa Carol musitó:
– No puedo…
Fue entonces cuando los dedos se posaron sobre su muñeca. Eran como unos garfios de fábrica antigua, como unas argollas que hubiesen quedado olvidadas en el aire.
30 UNA CUESTIÓN DE PAPÁ Y MAMÁ
Fue Méndez quien dobló la muñeca de la mujer con una violencia de bastardo. Ya no tenía la fuerza que tuvo, pero conservaba la técnica y la mala leche de los barrios bajos. Los huesos de la mujer crujieron cuando ella caía a tierra. La joven boca se abrió en un espasmo, la garganta quedó sin aire.
Méndez dijo con voz opaca:
– Esperaba en el rellano superior de la escalera. Tenía la seguridad de que acabarías viniendo.
Y añadió:
– Pero un minuto más y llego tarde. Los imbéciles siempre lo hacemos.
Un suave puntapié, y la puerta del piso se cerró con un chasquido. Mientras la presa se hacía más salvaje, la falsa Carol lanzó un gemido de dolor, con la sensación de que su brazo derecho se iba a partir en pedazos. Rodó por el suelo sin saber exactamente lo que sucedía. Sus ojos estaban en blanco.
También estaban en blanco los ojos de Olga Tavares, mientras sus rodillas cedían y caían blandamente al suelo, sin sentido, incapaz de soportar lo que estaba viendo. Antes de perder el conocimiento pudo balbucear:
– No le haga… daño… Méndez.
– Eso depende de ella.
La joven había caído también al suelo, empujada por el policía. Méndez le apoyó un zapato en la yugular, inmovilizándola.
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