La casa donde habitaba la infanta Carol. Las habitaciones en silencio y la expresión aterrorizada de Olga.
– Señor Méndez…
– ¿Qué?… Usted dijo que Carol vivía ahora aquí.
– Sí, señor. Ya dejó de estudiar en Alemania.
– Eso es bueno, ¿no? Usted quería verla.
– Sí, señor Méndez. Estuve muy contenta cuando regresó, aunque en seguida me dio dos disgustos. Claro que yo no se los tuve en cuenta.
– ¿Qué dos disgustos?
– El primero fue que le molestó verme aquí, cuidando de su piso como siempre. Yo era una intrusa. No me lo dijo con claridad, pero todas sus palabras estaban chillando que me apartara de su vida.
– Me parece algo lógico -susurró Méndez-. Ella no le había pedido a usted que la cuidase. Y todos los jóvenes quieren tener independencia.
– Sí, pero…
– No me lo explique: ya sé que usted la quiere por encima de todo. ¿Pero cuál fue el segundo disgusto? -Estaba muy flaca.
Méndez estuvo a punto de lanzar una carcajada. Sólo le detuvo la expresión angustiada de la mujer.
– Señora Tavares -murmuró-, ya sé que eso se arregla con pote gallego, lacón con grelos, tartas de Santiago y leche de vaca emigrada de Asturias. A usted le dejan la nena Carol un mes y me la convierte en una estupenda jamona que no pasa por la puerta. Pero ha de comprender que ahora las jóvenes quieren estar delgadas, quieren ahorrar, alimentándose con aspirinas, y desfilar por la pasarela en Miami. Qué le vamos a hacer.
– No es eso.
– ¿Pues qué?
– Señor Méndez, no sé qué pensar. No sé qué pensar ni qué decir. Sólo sé que tengo miedo.
– ¿Pero miedo de qué?…
– Le explicaré.
– Pues explíquese de una vez, antes de que el alcalde de París me declare persona non grata. Puede hacerlo antes de cinco minutos.
Olga Tavares cerró los ojos.
– Todo empezó con un reloj, señor Méndez.
– ¿Un reloj?…
– Sí, señor Méndez. Uno de marca «Le Dragón». Es de 1911, o sea, una antigualla. O una reliquia, según como lo quiera ver. Por su aspecto, debieron de construirlo los de la Action Francaise para saber cuánto iba a vivir Juana de Arco.
– Tiene usted muy clara la historia de Francia, señora Tavares. ¿Pero quiere decirme qué pasa? ¿La niña Carol compró ese reloj?
– No. Seguro que ya estaba en la habitación cuando ella la alquiló. ¡La otra habitación! Yo esperaba en ésta y ella estaba en otra. Le hablo de dos habitaciones distintas, de dos habitaciones cambiadas. Bueno, no sé si me explico.
– No.
– En fin, que Carol vivía aquí, en este piso, al menos oficialmente, pero tenía alquilado otro piso pequeño, otra habitación.
– La del reloj -dijo Méndez.
– Sí.
– Y usted no lo sabía.
– No.
– Pues comprendo muy bien que esa falta de confianza le doliese. ¿Pero cómo averiguó usted que ese otro sitio existía?
– Mire.
Méndez miró el papel que ella le estaba exhibiendo. Un minuto le bastó para empaparse del contenido y devolvérselo.
– Es un presupuesto para la reparación del reloj ese de los cojones -dijo Méndez educadamente-. ¿Y qué?
– Por lo visto, ella lo pidió. Quizá había llegado a apreciar ese trasto; ¿qué se puede esperar de una muchacha que no come? El caso es que, al llevarle este papel con el presupuesto, no la encontraron en casa. En la otra, quiero decir. Que por cierto, está muy cerca de aquí. Carol, por si no la encontraban, había dado un número de teléfono.
– Natural -dijo Méndez.
– Pero se equivocó. No dio el de allí, dio el de aquí.
– También pasa muchas veces. Gracias a los teléfonos equivocados se ha creado algo así como el Guinness del descubrimiento de cuernos -dijo Méndez, pestañeando.
– Total, que llamaron y preguntaron si podían dejar aquí un presupuesto para la señorita Carol Mayor. Naturalmente, yo dije que sí. Entonces vi que se hablaba de un reloj que yo no conocía, y de un piso que yo aún conocía menos. No supe qué pensar.
Méndez susurró:
– Lo comprendo muy bien. Pero seguro que luego pensó algo.
– ¿Qué?
– Ir a esa dirección que acababa de descubrir.
– Pues claro que sí, señor Méndez. Sé que hice una cosa mala, pero la hice con buena intención. Fui a ese piso con la ayuda de un buen amigo, un gallego samarita-no. Estaba viejo y arrugado, pero tenía un pasado brillantísimo: había sido nada menos que sereno en los mejores barrios de Pontevedra. Eso quiere decir que podía abrir cualquier cerradura, incluida la del cinturón de castidad de una abadesa de Lugo.
– Los cinturones de castidad hechos en la vieja Lugo -susurró Méndez- debían de ser la hostia.
– El caso es que abrió, y entonces me encontré con todo un mundo que no conocía. Estaba el reloj, claro. En cierto modo, eso sí lo conocía. Luego estaba un catre sin hacer, con huellas de dos cuerpos. ¿Qué otro cuerpo?, preguntaba yo, ¿qué otro cuerpo? Había también las demás cosas indispensables: un baño no demasiado limpio y una cocinita con restos de pizza de esa que envían en moto, aunque la que encontré estaba tan dura y fría que al menos la habían enviado en avión una semana antes. Y muchas latas de comida rápida de ésa, comida para cosmonautas, pobrecitos, todo concentrado porque no pueden ni mear. También había otras latas más grandes, con una carne fibrosa y rara, que yo en seguida pensé que a la fuerza había de ser comida para caimanes.
– Tal es el origen de la actual paz social -opinó Méndez-. La gente que come todo eso no tiene fuerzas para hacer la revolución.
– Era un mundo completamente distinto, usted tiene que comprenderlo. Pero, al fin y al cabo, tampoco era tan importante: pensé que Carol tenía un picadero, o como dicen las chicas de ahora, un polvódromo. No sentí miedo hasta que vi las fotos.
– ¿Qué fotos?
– Mírelas.
Méndez las contempló. Como si fuesen una baraja, Olga acababa de dejarlas extendidas sobre la mesa. Había fotos de épocas viejas y franquistas, fotos de la Transición, fotos de la monarquía popular y moderada. Alguna de las más viejas la había visto Méndez: la niña Carol con ropas infantiles y mirada ingenua, en plan parvulito abandonado por sus papas, que se pelean todos los domingos. ¿No era ésa la foto que tenía su madre, la cortesana Lola? Había alguna otra que Méndez también recordaba: la chica ya algo mayor, o sea, la Nena Carol convertida en la infanta Carol. ¿No tenía Lola alguna de esas fotos igualmente? Todo muy normal, pensó Méndez.
Pero había otras: Carol vestida en plan punk, Carol bailando con un tipo que parecía fugado de Sing Sing, Carol en una playa luciendo, no un biquini de dos piezas, sino de media pieza. Carol trabajando con un taladro en una escultura de madera, en una cara torturada que reflejaba todo el sufrimiento de Mathausen. En la casa de Pedro Mayor, en el paseo de Gracia, había una muy parecida, siguió pensando Méndez. También todo normal… ¿todo?
Méndez volvió a mirar las fotos con detenimiento.
No sabía lo que era.
Hizo una mueca de incomprensión, como si buscase algo en el fondo de sus pensamientos y no encontrase nada. Al fin Olga musitó:
– ¿Qué nota?
– No sé. Parece como si algo no cuadrara, pero tampoco sabría decir lo que es.
– Yo sí que lo sé.
– ¿Cómo?…
– No lo supe entonces, señor Méndez. Lo sé ahora. Fue el sereno gallego, que había visto crecer a la gente de una ciudad entera y tenido once hijos, siete de ellos suyos, el que me lo hizo notar: «Oye, mi santiña, entre los primeros rostros y los últimos rostros hay algo que no cuadra. No sé qué es, pero algo no cuadra. ¿Por qué no vamos a ver al doctor Quiroga, mi paisano, que es calcado como el segundo de mis nietos?»
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