Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– O sea, usted vivía en una maison de passe .

– No. En la trastienda de un bar, pero casi daba lo mismo. Au revoir, madame .

– Au revoir, gendarme . ¿Quiere usted que le vaya a esperar a la gare y nos damos una promenade ?

– No, gracias; encontraré el camino perfectamente.

Méndez colgó. A continuación hizo tres llamadas más.

La primera fue a su comisaría, para decir que aún tardaría un poco en volver. Le atendió la nena de las posaderas olímpicas. La nena de las posaderas olímpicas le dijo que no se preocupara, porque ella lo entendía muy bien: la impotencia produce en la próstata lesiones irreparables, y uno acaba no pudiendo ni darse la vuelta en la cama. «Pero se ve que en eso tengo mano de santo, señor Méndez, porque hasta el jefe superior, que estaba tan chochito, me vio el otro día y me dijo que se estaba curando. Hala, señor Méndez, a conservarse y a no sufrir por el trabajo, que nos organizamos muy bien sin usted. Ya leeré todos los días las esquelas de La Vanguardia .» La culiancha colgó.

La segunda llamada de Méndez fue para una agencia de viajes especializada en extradiciones y devoluciones ilegales. Encargó un single en el Talgo a París de la noche siguiente y una habitación de hotel que tuviese vistas sobre la place Pigalle y sus desventuras. No había ninguna libre, y acabaron dándole un hotel que tenía vistas sobre el patio de la prisión de la Santé.

Se sentía confundido y lleno de recuerdos. Le habría gustado hablar largamente con el hijo de Paco Rivera, con el condenado obispo: «Hay una moral, eminencia, que usted no conoce y que está a ras de los adoquines, los colchones de los pisos bajos y los portales donde no entra la luz. Esa moral nunca llegará a la altura de los archivos vaticanos y menos a la de las ruedas de un lujoso papamóvil, porque es una moral que no está escrita. Pero a su padre sí que le importaba, porque es una moral que está vivida. Consiste en cosas tan sencillas como una palabra de aliento, un rato de compañía, un gesto de hermandad, un poco de dinero sin que se note, un estar allí cuando alguien se siente solo y no puede mirar a ninguna parte. Tiene usted todo el derecho a decir que ésa es una moral pagana, una moral de los que no creen en nada superior al ser humano, pero quizá su padre se dio cuenta de que antes de encontrar a Dios encontraba al hombre y a la mujer, su eterna compañera, que tantas veces ha tenido la misión de llorar por él. Pero no haga caso de mis palabras de sucio policía de la calle.»

Este breve discurso quedaría siempre sin pronunciar. Méndez lo sabía. Nadie defendería a Paco Rivera, a cuya segunda mujer quizá sólo trataba de ayudar. Hay muchas vidas sin sentido. Méndez se encogió de hombros.

Sonó el teléfono.

– Monsieur Mendé

– Bonjour, madame , digo, bonsoir , digo, ¿qué coño estoy hablando? A ver si va a resultar que usted es más franchute que gallega.

– Monsieur Mendés , no sabe usted lo jolie que estoy de haber tenido la chance de encontrarle. Creí que después de nuestra última conversación usted ya se había ido a trabajar a la maison de passe .

– Si yo pudiera trabajar en una maison de passe sería más rico, señora Tavares. Dígame por qué me llama.

– Tengo miedo.

– ¿Qué?

– Tengo miedo.

– Dígame lo que le pasa. Dígame de qué tiene usted miedo, señora Tavares. Francia es un país seguro. Hable con toda claridad.

– No puedo decírselo exactamente, monsieur Mendés . Mejor dicho, no puedo decírselo porque no pienso acusar a nadie.

– ¿Pero de qué me habla?

La voz de Olga Tavares era temerosa y asustada. No parecía normal en una mujer que había luchado y sufrido tanto. Méndez se pegó más al auricular, porque casi no la oía.

– Señora Tavares… Si no quiere acusar a nadie no me dé ningún nombre, pero dígame al menos qué le pasa.

Desde el otro lado del hilo, al fondo de París, la voz de la vieja Olga susurró algo que Méndez no pensaba oír, pero que desde un tiempo atrás estaba en el rincón más oscuro de sus pensamientos:

– Tengo miedo de una mujer…

28 UNA CUESTIÓN DE HABITACIONES CAMBIADAS

De modo que aquella noche Méndez tomó el tren a París, pegó el rostro a la ventanilla y se sumergió en un paisaje lleno de nostalgia: las playas desiertas donde un pescador jubilado aún esperaba a una turista sueca, los siglos de Girona envueltos en luz amarilla, los faros de los coches con familia que iban a la Costa Brava a comerse una langosta bíblica. España se le terminó pronto, con un gran bostezo de la noche. Méndez bostezó también, sintió en los huesos todo el cansancio de la Barcelona que había dejado atrás y se tumbó en su cama de hombre virtuoso, con el miembro flácido y los ojos muy abiertos. coño de pensamientos: ¡si al menos pudiera saber qué clase de mujer buscaba, qué clase de mujer daba tanto miedo! Intentó olvidarse de todo, pero la noche acabó mal. No vio más que mujeres sin rostro reflejadas en el cristal de la ventanilla.

Y ni una se metió en su cama.

La mujer estaba junto a la ventana negra, y su cuerpo desnudo se reflejaba en el cristal como si éste fuera un espejo.

Más allá estaba la noche. El silencio era total, porque el reloj de carillón se había parado en una hora absurda: las once. La mujer volvió la cabeza y vio la marca grabada en la madera: «Le Dragón 1911.» También tenía bemoles llamar «Le Dragón» a un reloj que apenas había andado nunca. La voz del hombre rompió entonces aquel silencio:

– Arrodíllate.

La mujer lo hizo. Sólo su cabeza se vio entonces reflejada en el cristal. La única luz de la habitación, la de una lámpara de pie, chocaba casi contra aquellos cristales negros.

– Búscala.

– ¿Qué?

– Tú sabes: búscala.

Los dedos hurgaron en los botones de la bragueta. Estaban tan nerviosos que rompieron uno. El hombre lo vio caer al suelo, dejó que sus dientes chirriaran de rabia y gritó:

– Idiota.

La bofetada lanzó hacia atrás la cabeza de la mujer arrodillada, cuyo reflejo desapareció bruscamente de la ventana negra.

– Lo siento, lo he hecho sin querer… Lo he roto porque estoy muy nerviosa.

La bofetada se repitió, proyectando de nuevo hacia un lado la cabeza de la mujer.

– ¿Nerviosa por qué, si no eres más que una mamona? ¡Lo has hecho cien veces! ¡Venga! ¡Sácala!

La mujer, siempre de rodillas, lo hizo. Ahora volvía a verse su cabeza reflejada en la negrura del cristal. Con un chasquido de maderas viejas, el «Dragón 1911» pareció resucitar, pero la maquinaria debía de estar parada desde la época de Jean Jaurés. Sólo las carcomas de madera volvieron a producir un par de crujidos en la caja.

– Ahora a trabajar, cabrona.

La voz del hombre no le gustó ni a él mismo: había sonado aguda y chillona como la de un novato en un gimnasio de maricones. Para sentirse más seguro, agarró el pelo de la mujer y forzó la cabeza a ir adelante y atrás. Ella gorgoteó algo y sus ojos parecieron quedarse en blanco.

– ¡Venga! ¡No te estés tan quieta! ¡Muévete! ¡Venga, venga, venga!…

La cabeza femenina, moviéndose como un péndulo, atrás y adelante, volvió a reflejarse en uno de los cristales. La ventana negra estalló de pronto en una claridad lechosa (las luces del Panteón acababan de encenderse), alimentada por las almas de los muertos. La cabeza de la mujer seguía moviéndose velozmente, alimentada por su angustia. De pronto el hombre jadeó tres veces, alcanzó el espasmo y se puso a gemir.

Olga Tavares fue desde la puerta de entrada hasta el fondo de la casa de la rué Gay-Lussac. Allí también había una ventana negra, una claridad lechosa, que era la de la cúpula del Panteón, y una cabeza que se movía al otro lado del cristal, la de un gato seguramente jacobino, criado en los tejados de París. El gato la miró, pidiendo entrar como todas las noches, pero Olga Tavares no se fijaba en él: sus ojos se clavaron en el papel que estaba sobre la mesa, debajo de la luz. Era el presupuesto para la reparación de un viejo reloj de carillón «Le Dragón 1911», pieza rara, por lo visto, y como mínimo de interés municipal. Pulir y repasar la madera con barniz de época, cambiar las bisagras por otras imitación antiguo, desmontar la maquinaria, engrasarla, reconstruir la rueda catalina y volverla a montar: diez mil francos. Para ella, una fortuna: pero no era eso lo que la asustaba. La asustaba una serie de viejas fotos que estaban esparcidas junto al papel del presupuesto. En todas ellas, junto a otras personas o grupos, aparecía la misma mujer.

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