Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– ¿Y quién es el doctor Quiroga? -preguntó Méndez.

– Me lo explicó: «Un nacionalizado francés al que, por lo visto, ya no llaman señor Quiroga, sino monsieur Quirogé. Catedrático de Anatomía. Una eminencia. Tiene en su casa una colección de cabezas conservadas en formol y una colección de pimientos de Padrón que no veas, conservados en salsa.» Total, que le llevamos las fotos y las miró con cara de mala leche. Luego no sé qué hizo, pero las metió en un ordenador. Estuvo media hora dibujando rayas en la pantalla. Yo no sé qué salió de allí, pero puso más cara de mala leche.

– ¿Y qué dijo?

– Se ve que había hecho un estudio de huesos, de desarrollo, de arcos superciliares, de forma del mentón; la hostia. Y entonces va y dice: «La niña que aparece en las primeras fotografías y la mujer que aparece en las últimas fotografías no son la misma persona.»

Méndez sintió una especie de contracción en la garganta.

Sus ojos volaron hacia la ventana, hacia la cúpula del Panteón, hacia el vacío de sus propios pensamientos.

Palpitaba otra vez el miedo en el rostro de Olga Tavares: en su mirada, en su boca.

Fue ella la que farfulló:

– ¿Se da cuenta, Méndez? Yo conocí a Carol en los brazos de su madre, cuando la cuidé en París, cuando le di, como quien dice, la leche de mis pechos. Y luego, pasados los años, la volví a encontrar. La volví a querer. Como ya no tenía leche, le di la saliva de mis besos. Fue mi hija. Quise como una madre a aquella joven que venía de la niña que había sido mía. Pero había algo que nunca supe ver. No era la misma, Méndez… ¡No era la misma! ¡Nunca había sido la misma! ¡No lo era!

29 UNA CUESTIÓN DE ROSTROS

«Señora Tavares -le había dicho Méndez-, no se aparte de mí. Déjelo todo como estaba, ponga orden en los objetos, como si usted no hubiera entrado nunca en esta habitación. Domine ese miedo que veo en sus ojos y salga de aquí con toda la rapidez que le permitan sus piernas. No mire el reloj que lleva en su muñeca. No permita que Carol Mayor, o quien sea, adivine que usted ha descubierto algo. Vuelva a su casa, desconecte el teléfono y no abra a nadie, absolutamente a nadie. Yo la acompañaré. No se despegue de mí ni un momento.»

Esas habían sido las palabras de Méndez, mientras un chispazo se encendía y apagaba velozmente en el fondo de su cerebro: todas las víctimas habían dicho que en realidad tenían miedo de una mujer.

De pronto la boca se le había quedado espantosamente seca.

Pero era de día. París no da miedo de día, ni siquiera en el cementerio de Le Pére Lachaise. La gente va a sus negocios, los coches se atascan, los escaparates exhiben muñecas Pompadour, botellas inmemoriales, vestidos de aniversarios y jeans rotos a mordiscos por un cantante de moda. Hay luz, hay vida, hay total ausencia de misterio. Pero el miedo seguía palpitando en los ojos de Olga Tavares mientras avanzaban hacia el domicilio de ésta, hacia el fondo de una ciudad en la que se negaban a entrar los cansados pies de Méndez. Cuando llegaron a la sombría escalera, al policía le costaba respirar. Demonios, cómo corren las gallegas.

– Subiré a su piso.

– No, señor Méndez.

– ¿Por qué no? ¿No quiere que lo revise todo?

– No me importa lo que me pueda ocurrir, señor Méndez. Ya no tengo miedo, sino todo lo contrario: lo único que tengo son ganas de morirme.

Estaba llorando en el fondo de una escalera tan retorcida que parecían haberla construido los templarios. La luz apenas llegaba hasta allí, hasta la curva de los peldaños. Méndez captó los sollozos, los espasmos de aquella mujer para la que la vida ya no tenía sentido alguno. Y le acarició los blancos cabellos maldiciéndose a sí mismo, porque lo último que le convenía en estos momentos era convertirse en un hombre tierno.

– No llore, porque quizá las cosas tengan otro sentido. Quizá ella no la ha engañado, ¿comprende? Quizá no. Tenemos que pensar los dos.

Intentó hacer subir a la mujer, y al fin lo consiguió. Lo que no consiguió fue que ella dejase de llorar. La llave tembló en sus manos cuando Olga abrió, cuando la puerta cedió para mostrar aquel piso de mujer que había vivido con una sola esperanza.

Un diván, una silla de cuero español, una cocinita de casa de muñecas, una cama pulcramente hecha, una alfombra valenciana. Y varias fotos enmarcadas de la guerra civil; por fin veo tu retrato, coronel. Tú debes de ser ése que siempre aparece agarrado a un fusil o agarrado a una bandera, cuando lo que hacen los hombres justos -habría pensado Méndez en otras circunstancias- es agarrarse a unas tetas. Pero aquí tienes las lágrimas de tu esposa. Tú no la engañaste nunca: ha tenido que engañarla otra mujer.

– Por favor, déjeme sola.

– ¿Va a hacer lo que le digo, Olga?

– ¿Qué debo hacer?

– Se lo he dicho: desconectar el teléfono, no abrir la puerta a nadie. No salir para nada. Esperar a que yo vuelva para llevarla a un sitio aún más seguro.

– ¿Volver? ¿Y qué va a hacer usted cuando se vaya de aquí?

– Quiero entrar en ese otro piso de la mujer que se ha hecho pasar por Carol. Me basta con la dirección que hay en el presupuesto del reloj. Y no me pregunte cómo abriré; he hecho cosas peores.

Mientras hablaba, Méndez revisó todo el piso. Era tan pequeño que no empleó ni cuatro minutos en eso. Abrió una de las ventanas, miró al exterior y se dio cuenta de que nadie podía trepar hasta aquella altura.

– Olga, ¿me va a hacer caso?

Ella ni le miró. Seguía llorando.

– Quizá averigüemos que Carol es Carol -susurró Méndez-. Quizá ella no la ha engañado.

– ¿Usted cree que no, Méndez?

– Yo, señora, ya no creo ni en el obispo de Mondoñedo, que debe de ser un obispo muy bien puesto. Imagine si voy a creer en una mujer que no sé ni cómo se llama. Pero dice la Constitución que hay que respetar la presunción de inocencia. Tiene huevos.

Fue hacia la puerta. Sus ojos abarcaban, al fondo del piso, la figura temblorosa de la mujer. Hizo un gesto tranquilizador, aunque sabía que no iba a servir de nada.

– No pierda la esperanza -añadió-. Quizá se trata de un error. Yo averiguaré lo que pueda. Ah… Oiga.

– No se preocupe, no saldré de aquí ni abriré a nadie. Ni siquiera contestaré al teléfono.

– Eso es lo que ha de hacer. Como nadie se esconde aquí, no corre ningún peligro. Volveré pronto.

Y Méndez salió. Quería darse prisa, pero eso tiene sus peligros. Estuvo a punto de romperse la crisma en la escalera de los templarios.

Olga Tavares quedó sola, envuelta en el silencio de aquellas habitaciones a las que no llegaban los ruidos de París. Sentada junto a la ventana, notó que estaba respirando el olor más personal que existe, que es el olor del tiempo muerto. Sus ojos pasearon por la penumbra, por los retratos del coronel, las manchitas que el viento había dejado en los cristales, los rincones oscuros que se deslizaban más allá de las puertas.

Cuando era niña -eso lo recordaba muy bien-, cuando llegaba el invierno y su madre la enviaba a comprar algo a la calle, le daba miedo el portal de su propia casa. La luz ya se había ido, tenía que encontrar al tacto la barandilla de la escalera (donde estaba segura de que, al posar la mano, encontraría, no el metal de la barandilla, sino la mano de un muerto) y sólo un reflejo helado llegaba hasta el picaporte de la puerta de su casa. Pero antes tenía que pasar por el recodo de la portería deshabitada, una especie de quiosco de madera donde los niños se escondían en silencio, pensando saltar desde las sombras, y donde una vez se escondió un hombre para saltar sobre una vecina. Ni el hombre ni la vecina (contaban las voces antes de que la propia Olga naciese) fueron hallados jamás. Tenía que doblar el recodo de la escalera, junto a la cual había una rampa de baldosas blancas. Una vez (decían las mismas voces perdidas en el tiempo) se puso a descansar allí un niño, y el niño apareció muerto. Quizá aún estaba allí, quizá la esperaba a ella, a Olga, como una mancha en las baldosas blancas. Todos los niños tienen su mitología de escaleras retorcidas, luces inciertas, rincones en el pasillo, rostros fugitivos de personas que ya no existen, barandillas donde te están aguardando las manos de los muertos. Olga Tavares había conservado aquella mitología hasta que llegó a París: luego la había enterrado con el cuerpo de su hija. ¿Pero por qué volvía ahora? ¿Por qué sentía como si estuviese otra vez ante la escalera de su infancia? ¿Por qué la luz que atravesaba la ventana se había nublado de pronto, como si esperasen ante ella, quietos y mudos, todos los muertos que había ido dejando atrás?

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