– De modo -continuó el banquero- que todo lo que le conté era auténtico. Y no me habría atrapado en ninguna mentira si su amigo llega a mirar el Registro bien.
Méndez miró hacia el frente, pero con el horizonte tapado por las inmensas espaldas del gorila. El chófer se había situado ante el volante, pero no arrancaba, esperando la orden de su dueño. Desde la lejanía aún llegaban los
gritos de las niñas con sus tapapubis, entusiasmadas cada vez que su equipo acertaba una cesta.
Quizá Gomara pensaba en su hija. Tenía la mirada perdida, y Méndez habría jurado que esa mirada se había vuelto de vidrio húmedo.
– De todos modos -dijo-, su historia está llena de puntos fétidos.
– ¿Por ejemplo?…
– Hemos quedado en que el viejo Gomara le reconoció en su lecho de muerte, es decir, lo legitimó. ¿Pero le dejó alguna herencia?
– Muy poca cosa. Estaba ya casi arruinado. Tantos años gastando duros, metiéndose en los mejores hoteles, los mejores restaurantes y los mejores coños, hunden a cualquiera. Además, no trabajaba, sólo habría faltado eso.
– Estamos hablando del abuelo Gomara.
– Sí.
– No del padre de su mujer, es decir, de su suegro.
– Exacto.
– He aquí otra mentira -masculló Méndez-. Si usted ya era un Gomara, es decir, si ya podía llevar ese apellido, no podía casarse con otra Gomara. Su mujer y usted descendían del mismo abuelo.
– ¿Y qué? -El banquero emitió una amarga risita-. La Iglesia te dispensa de lo que quieras, siempre y cuando pagues a tiempo. Mayor problema era mi suegro, que en realidad era mi hermanastro, pero al final acabó comprendiendo que el trato le convenía, porque yo era muy trabajador y encima todo quedaba en casa. No sé si usted se ha molestado en investigarlo, Méndez, pero entonces los Gomara empezaban a levantarse. Mi suegro era un crack. Las cosas iban bien.
Méndez hizo un gesto afirmativo, no exento de amargura.
– Por lo que me explica -susurró-, todos los datos pueden concordar.
– Pues claro que concuerdan. ¿Y ahora qué? ¿Va a acusarme de nuevos embustes, Méndez?
– No. Creí que le tenía atrapado en una mentira, pero veo que se limitó a no decirme toda la verdad. O quizá es que no se la pregunté, porque deseaba reservarme esa sospecha.
– Que no le ha servido de nada.
– Cierto. No me ha servido de nada, pero hay algo que sigue oliendo mal. Quizá es usted el que huele mal, Gomara. Huele a mierda.
Gomara tampoco se ofendió. Quizá se sentía tan por encima de Méndez que sus insultos no le importaban en absoluto. Su única reacción fue encogerse de hombros mientras preguntaba:
– ¿Algo más?
– Sí. Quiero saber si existe alguna relación entre usted, un joven que fue a París y la casa de los altos de Serrano.
– Con la casa de los altos de Serrano sí que existe relación. Ahora es mía, o mejor dicho, de una de esas sociedades instrumentales que usted tanto se ha molestado en estudiar. De lo demás, no sé una palabra. Y ahora, ¿puedo decirle a mi chófer que arranque? ¿O también a él le va a preguntar dónde nació?
– Dígale que arranque, pero yo me apeo aquí. Prefiero hacerme un porvenir en el autobús que hacerme un porvenir en su coche. Hala, a tomar pol saco .
Y descendió. Antes de cerrar la puerta oyó que Gomara le decía:
– Tal como le veo, su porvenir está muy claro, Méndez. Muy claro.
– ¿Sí? ¿Cuál es?
– Haga la carrera en la Rambla de Barcelona, disfrazado de drag queen . A lo mejor resulta.
Méndez gruñó:
– Pues tal como se están poniendo las cosas, no me parece tan mal pensado. Miraré si encuentro en las rebajas un vestido de maricona vieja.
Los registros civiles ya no huelen mal como antes: ya no huelen a legajo polvoriento, polilla del siglo XIX, silla multiculos o calzoncillo de funcionario. Al contrario, muchos de ellos tienen ahora sillas de metal incombustible, estanterías brillantes (seguramente de titanio) y hasta ordenadores engrasados con aceite de nave espacial.
– ¿Qué desea?
Méndez exhibió su placa de policía, procurando que no se le cayese al suelo, y murmuró:
– Necesitaría comprobar unos datos.
Era verdad lo que le había dicho Gomara: mejor hacerlo todo por uno mismo. Y era también verdad su historia del nacimiento en una corrala, su apellido y su legitimación por el viejo Gomara en el santo lecho de muerte: hijo mío, me arrepiento de todos mis pecados ahora que no vale la pena repetirlos. Tienes derecho a mi apellido y mi herencia como yo tuve derecho a meterme hasta el fondo de tu madre. Quiero limpiar mi alma y renunciar al dinero que ya no podré gastarme. Siéntate a la diestra del encargado del Registro Civil como yo espero sentarme a la diestra de Dios Padre, amén. (Posdata para el señor notario: hágame la rebaja que hace siempre a sus mejores clientes. Posdata para el señor obispo: envíe ocho curas a mi entierro, todos ellos del Opus Dei.)
De modo, pensó Méndez, que Orestes Gomara le había dicho la verdad sobre su vida. Ahora hacía falta saber si también le había dicho la verdad sobre su negocio.
En realidad -seguía pensando Méndez-, Gomara le había confesado bastantes cosas, aparte la tutoría de los asesinatos y de la venganza. Le había confesado, sobre todo, que su iniciación en la banca estuvo dedicada al blanqueo de dinero, como si ésa fuera una actividad pasada y ya sin demasiada importancia. ¿Pero realmente no se dedicaba a eso aún? Su banco, ¿no podía ser una gigantesca tapadera para el tráfico mundial de la droga y los miles de millones que ésta necesitaba mover anualmente?
Un detalle le decía a Méndez que podía no estar desencaminado: los guardaespaldas de Gomara. Ni Miguel Don era un protector normal ni lo habían sido David Mellado y Alberto Parra, los torturados y muertos. Y mucho menos lo era Leo Patricio, el violador de Virgin. Ninguno de ellos fue guardaespaldas jamás: todos fueron asesinos a sueldo. ¿Y un banquero normal necesitaba gente así? ¿O la necesitaba un banquero que, por sus negocios, siempre estuviese bordeando la muerte?
Quizá por ese camino hallaría Méndez las pruebas que necesitaba para acusarle.
Telefoneó a París, a Olga Tavares, la paisana gallega y pensionista francesa que había estado casada con un coronel castellano. Olga Tavares le contestó en su francés impecable:
– ¿ Vous étes , por casualidad, le policier chevronéé ?
– Mais oui , yo soy el policía chevronée o cabronée , como usted quiera. La llamo desde Barcelona, doña Olga. Je vous appelle de Barcelonne .
– ¿Sí? ¿Y qué tal la ville ?
– Charmante , madame.
– O sea, cojonuda.
– Collonude , madame. Vraiment collonude .
– ¿Y qué quiere, monsieur Mendés?
– Verla, madame. Volveré a París, poniendo en peligro mis pulmones y lo que queda de mi hígado, si usted me permite verla . Je veux voir votre charmante face de madame retraité .
– Pues venga cuando quiera. Estaré encantada de parler .
– Otra cosa, doña Olga.
– ¿Qué?
– Me gustaría saber si Carol está en París. -Ahora está. En eso tiene suerte. ¿Pero para qué la necesita?
– Para conocerla y para hablar con ella. Nada importante. Pura rutina.
– Pues le preguntaré a ella si tiene inconveniente. Deme su número de telephone por si hay algún imprevisto.
Méndez se lo dio con una nota tranquilizadora:
– Ahora es un telephone respetable, madame, un telephone tres honorée . Hasta hace poco, cada vez que alguien llamaba, la encargada creía que era un cliente y le leía la lista de precios de las chicas.
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