Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Eso indica que a la víctima la esperaban dentro de la propia habitación -sugirió el señor Grijalbo.

– Es lo que he pensado desde el primer momento. Por tanto, el asesino es, o debería ser, alguno de los huéspedes. Pero ahora hable usted, amigo mío. ¿La víctima trabajaba para ustedes? ¿En calidad de qué?

– De agente, por supuesto.

– ¿De agente de protección?

– Eso es. Ya quedó lejos el tiempo, señor Méndez, en que las mujeres sólo servían para la cocina, la cama y la bronca al marido cuando éste llegaba tarde a casa. Hoy día las mujeres están en el ejército, la judicatura, la banca, la policía, la vigilancia privada, los negocios y la lista de espera de los masajistas mulatos. Nuestra civilización ha cambiado, señor Méndez, y por eso no debe extrañarle que Rosanna Vives fuera una de nuestras mejores agentes, campeona de tiro y finalista del torneo de kárate. Tenía un brillante porvenir: pensábamos destinarla a las reuniones del Fondo Monetario Internacional y sitios similares, para proteger a las grandes gentes del dinero. Una mujer como ella es más útil porque parece la querida de un banquero, no una máquina de matar.

– En este caso funcionó mal la máquina -dijo lentamente Méndez.

El señor Grijalbo defendió a la empresa:

– La atacaron por sorpresa y a traición.

– Eso es lo que me hace dudar. Tengo la convicción moral, o más bien la sospecha sandunguera, de que la atacante fue una mujer, pero ¿pudo una mujer hacerlo? En fin, señor Grijalbo, ¿quién les pidió que le protegieran?

– Tenemos muchos pedidos de esa clase, señor Méndez, y al aumentar la demanda han aumentado nuestras sucursales como ésta de Barcelona. Porque ahora Barcelona es una ciudad rica, y sepa usted, señor Méndez, que la riqueza va unida a la inseguridad. O dicho de otro modo, a la seguridad pagada. Hoy todo se paga. ¿Cómo se han evitado las grandes revoluciones europeas de antaño? Pagando. Los ricos les pagan a los pobres las vacaciones, el desempleo, la seguridad social y las viviendas protegidas. Así los pobres se callan y se limitan a exponerle al médico del Seguro sus largas dolencias históricas. También tienen la tele, que es un elemento de sosiego y placidez social al que un día se hará justicia, señor Méndez. La plaza revolucionaria se ha transformado en una sala de estar con un televisor, un sofá cama, un retrato de la nena y una botella de anís del Mono. Pero todo esto cuesta dinero, señor Méndez. Dinero.

– A mí me sirve de poco ser más bien pobre -gruñó el viejo policía-. Pero continúe.

– La seguridad también cuesta dinero. La seguridad, claro, debería proporcionarla el Estado, pero éste gasta todos sus elementos en proteger a los políticos, a sus hijos, sus esposas y sus queridas más o menos públicas. ¿Qué hace el ciudadano de a pie? Joderse, señor Méndez, joderse, y perdone que utilice el lenguaje de la banca. ¿Qué hace el ciudadano de a caballo? Pagarse una protección privada. Y en eso estamos: algún día el gobierno se dará cuenta de nuestra labor y nos dará, por lo menos, la Medalla de la Cruz Roja.

El señor Grijalbo aspiró aire. Méndez preguntó:

– Muy bien, ¿pero a quién protegía Rosanna Vives?

– A los miembros de una sociedad extranjera que estaban haciendo investigación industrial en España. Usted, señor Méndez, puede llamarlo espionaje industrial si quiere: yo me callo. El contrato comprendía la estancia en Barcelona de, como máximo, cuatro miembros, a medida que fueran viniendo. Había que protegerlos las veinticuatro horas. El señor Garci era el primero. Tenía pasaporte brasileño.

– Los más falsificados.

– Eso ya no lo sé.

– Y quiere explicarme, señor Grijalbo, ¿cómo un socio de una multinacional, aunque sea brasileña, viene a Barcelona y se hospeda en el viejo barrio Chino, en una pensión que se llama Internet, pero que antes se llamaba La Palomita?

– Le estoy hablando de un espía industrial, señor Méndez. Un especialista seguramente conocido por las empresas a las que quería espiar.

– ¿Y qué?

– En el Ritz lo habrían localizado a los dos días. En la Internet, seguro que no.

– ¿Tantos crímenes hay en eso del espionaje industrial? Reconozco que no soy un experto: sólo entiendo de espionaje casero, del espionaje meticuloso que se ejerce sobre las tetas de las vecinas.

– No le diré que haya muchos crímenes, señor Méndez, pero le digo que hay muchos peligros. En el espionaje industrial se mueven montañas de dinero.

La mirada de Méndez se hizo recelosa y dañina.

– No todo me acaba de cuadrar, señor Grijalbo. En primer lugar, puede que la multinacional brasileña no exista. En segundo lugar, puede que los cuatro supuestos socios fueran sólo uno, el señor Garci, que era el que realmente necesitaba protección. En tercer lugar, puede que el señor Garci no se llame señor Garci. En cuarto lugar, dígame cómo era ese pájaro.

– Alto, joven, fuerte, guapo.

– Habla usted como un maricón, señor Grijalbo.

– Y usted, señor Méndez, habla como un gilipollas.

– Lo acepto. ¿Tiene alguna foto?

– La de su pasaporte.

– Le felicito, señor Grijalbo. ¿Cómo la consiguió?

– Sin que se diera cuenta. Cobramos una cantidad anticipada, pero necesitábamos alguna garantía de la factura total. Una fotocopia del pasaporte, aunque fuera clandestina, era lo mínimo.

– ¿La tiene?

– Me temo que necesito una autorización judicial para enseñársela, señor Méndez.

– Me temo que necesitaré acusarle de proxeneta, señor Grijalbo. Diré que la señorita Rosanna Vives no iba allí a proteger, sino a follar. Ya sé que luego se aclarará todo, pero las primeras veinticuatro horas no se las quita nadie. Y como estoy haciendo una investigación que también le favorece a usted, le ruego humildemente que me enseñe esa fotocopia, señor ángel de la guarda. Mueva el culo y búsquela. Yo no soy policía constitucional: miento cuando hace falta.

El importante señor Grijalbo entendió que le favoreció el trato. Necesitaba aclarar la muerte de su empleada, de modo que fue a otro despacho posterior, donde sin duda había una caja fuerte. Regresó con una perfecta fotocopia en la que figuraba un nombre sin duda falso, unos datos de nacimiento sin duda falsos y una fotografía sin duda auténtica, porque Grijalbo había tenido al sujeto delante.

Méndez arqueó una ceja.

Estaba tan asombrado que hasta sintió algo así como el milagro de una excitación sexual.

Y lo único que pudo decir -eso sí, con expresión de mayordomo inglés- fue:

– Leches.

26 UNA CUESTIÓN DE NIÑAS

El importante señor Grijalbo, inquieto ante la cara del poco importante Méndez, preguntó:

– ¿Qué le pasa?

– ¿Era éste el tipo?

– Pues claro que sí.

– Usted tendrá sin duda, señor Grijalbo, un equipo de fax modernísimo, de esos que emiten incluso música estereofónica.

– La empresa tiene un buen equipo de fax, naturalmente.

– Quiero que envíe esta foto en seguida. Le daré el número del fax que tiene que recibirla. Ah… Acompañe el número de teléfono del sitio donde estamos ahora. Supongo que me llamarán inmediatamente.

– ¿Es preciso que lo haga? Recuerde que éste es un negocio privado.

– Y yo soy un investigador público, aunque sea sólo a ratos. Lo que le pido no le va a perjudicar, señor Grijalbo. Al contrario, puede orientarle en lo de la muerte de su empleada.

Con expresión de albergar serias dudas, el delegado de la agencia envió el fax que le pedía Méndez. No habían pasado ni cinco minutos cuando se recibió una llamada.

– Méndez.

– Yo mismo.

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