Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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– Me ha dicho hombres. Muy bien. ¿Pero y la chica?
– La chica venía de París. Joven y monilla, pero que debía de estar bastante jodidita de dinero, porque me dijo que siempre, siempre, cuando venía a Barcelona de visita, iba a pensiones baratas. También buena gente, se lo digo yo. No molestaba: se pasaba el día leyendo periódicos franceses, ingleses y hasta alemanes, que también son ganas de joderse uno mismo la vida. Me dijo que era estudiante.
Méndez palideció.
Sus ojos dieron una vuelta completa por los cascotes, los restos de las habitaciones, el fotógrafo hábilmente apaleado y las piernas de la mujer muerta.
Su voz era apenas un soplo cuando preguntó:
– ¿Recuerda su nombre?
– Pues claro que sí.
– ¿Era… Carol?
– Policía vejestorio, pues claro que sí. Acertó. Tendría usted que ir al bingo.
Méndez tuvo que cerrar un momento los ojos. La calle ya no existía, la muerta ya no existía, y el fotógrafo, si seguía por aquel camino, pronto dejaría de existir. Sólo un par de recuerdos flotaban ahora en el interior del cerebro -más bien escaso- de Méndez. Todo lo demás había dejado de ser.
Primer recuerdo: la extraña escultura vista en la casa de Pedro Mayor, el padre de Carol. Una escultura hecha con una máquina de taladrar por una verdadera artista de toda clase de perforaciones, incluida la perforación anal. Y la secretaria de papá, secretaria para todo, diciéndole que la nena Carol era tan hábil en eso que podía cortarle los huevecitos en pleno vuelo -era un decir- a una mosca.
Segundo recuerdo: el tipo con las entrañas destrozadas por un taladro mecánico.
Los recuerdos iban aún más allá, mientras el bullicio crecía en la calle: la nena Carol, viniendo a Barcelona más de una vez, sin que, al parecer, nadie lo supiese. La nena Carol, alojándose en pensiones baratas, donde se pasa más desapercibido. La nena Carol, teniendo alguna clase de relación con un tipo -desconocido aún- que venía de la casa de los altos de Serrano. La nena Carol, huésped de la pensión donde acababa de aparecer la mujer muerta, en una extraña escena digna de una película de horror.
Pero la nena Carol, que al parecer no tenía tanta fuerza física, ¿había podido matar y colgar a una hembra joven, vigorosa, casi opulenta, que además iba equipada para el contraataque, o sea, que podía pertenecer al servicio secreto de Albania?
Los pensamientos de Méndez iban dando vueltas en los circuitos de segunda mano de su cerebro cada vez más pequeño.
Recordaba, por ejemplo, a Sonia, la criadita muerta en la plaza Mayor de Madrid. Según todos los detalles, el crimen lo había cometido un hombre, pero ella dijo que, en realidad, tenía miedo de una mujer.
Méndez vaciló.
Sus ideas empezaban a perderse en una especie de abismo.
Pero, mientras tanto, la calle se había llenado del todo. El cordón policial estaba siendo desbordado. Del fotógrafo saltacoches sólo se veía una especie de residuo industrial; caído como estaba, no se sabía si cambiaba una rueda del vehículo de la policía o había muerto en defensa de la libertad de expresión. Otros fotógrafos estaban ya materialmente bajo las piernas de la muerta: filmaban las bragas, la entrepierna ancha y agresiva, el borde de la falda y el brillo de las medias. A algunos sólo les faltaba tomar medidas con la cinta e instalar un trípode. Debían de ser directores de la Escuela de Cine de Barcelona.
El comisario se dirigía gritando hacia allí, mientras esparcía partículas de saliva venenosa. Seguro que buscaba a alguien para proponerle un ascenso.
Aulló:
– ¡Méeeeeeendez!
No era fácil saltar de la cochambre y de una casa hundida en el Raval a la perfección de aquella oficina. Todo estaba hecho de cristal, acero galvanizado, moqueta pasteurizada, aire desinfectado, puertas despiojadas, brillantes zócalos de diamante pasado por una cuchilla de afeitar. La única recepcionista mostraba unas piernas rollizas y largas como un pasillo del museo Guggenheim.
Pero se trataba de una especie protegida. Dos guardas de seguridad vigilaban junto a ella. Estaba prohibido llevársela a casa.
Méndez avanzó cautelosamente.
El sol ya estaba alto. Eran casi las diez de un día laborable y podrido, pero allí no lo parecía, entre tanto acero recién afeitado, tanta porcelana de bidet y tantas ventanas panorámicas y encima ecológicas, porque junto a cada una de ellas habían puesto una paloma de plástico. Cerca de la plaza de España, cerca también de la Feria de Muestras, había nacido un barrio de oficinas tan brillante y tan moderno que hasta los pensamientos obscenos de los empleados se grababan en un disco duro.
Mal sitio para Méndez. El sol le produciría cáncer de piel y los rayos catódicos de los ordenadores le reventarían la vejiga.
Habían pasado más de quince horas desde que en el Raval se hundió aquella casa.
La chica con piernas de museo musitó:
– Señor…
– Soy el inspector Méndez. Desearía ver al señor Grijalbo.
– Claro que sí, señor Méndez. Nos han anunciado su visita.
Desde el despacho del señor Grijalbo se veían las dos torres venecianas a la entrada de la Exposición, la cúpula del Palau Nacional de Montjuïc y la ancha línea verde de la montaña que, antes de que el señor Grijalbo naciera, estuvo tapizada de huertecillos para que en ellos soñaran los niños de la República.
– Buenos días, señor Méndez. Qué cosas tan horribles suceden, ¿verdad?
– De infarto, señor Grijalbo.
– Por lo que sé, hasta después del amanecer no ha sido posible retirar de allí el cuerpo de nuestra empleada.
– Horrible.
– Fue un asesinato, ¿verdad, señor Méndez? Pero antes permítame decir que estoy encantado de recibirle en el corazón de nuestras oficinas de seguridad en Barcelona, el corazón catalán de la Life Safety, la gran multinacional de las cosas bien resguardadas. Nuestra central está en Washington, como usted sabe, y entre nuestros clientes figuran diversos miembros de la Casa Blanca, desde secretarios de despacho a jefes de gabinete, desde controla-dores de prensa a distinguidísimas becarias. Porque en la Casa Blanca la seguridad corresponde a las fuerzas del gobierno, pero una vez fuera de ella, ¿qué? Una vez fuera, la vida y la seguridad dependen de la Life Safety. Nunca habíamos tenido un fracaso, y ahora, señor Méndez, le confieso que estoy abrumado, porque ha muerto una de nuestras agentes a poco de instalarnos en la sucursal de Barcelona. Pero ello indica, si miramos las cosas desde otra perspectiva, que la agente designada por nosotros era activa y eficaz, o sea, que para frustar su misión no tuvieron más remedio que matarla.
– Fue una lástima. Quitar de en medio a una mujer así… Me parece un desperdicio de material humano altamente aprovechable.
– Sin duda, señor Méndez, sin duda… Y ahora permítame preguntarle si ya sabe algo sobre el informe forense. Porque a nosotros no nos han dicho nada todavía, y creo que tenemos algún derecho.
Méndez observó la línea verde de los jardines de Montjuïc, que él había conocido llenos de matojos y escondites para el sexo. En otros tiempos más ecológicos, la gente chingaba allí, no dentro de un automóvil con el motor en marcha; las criadas enseñaban las ligas y se dejaban meter el dedo, no más, mientras los estudiantes enseñaban el aparato que no iban a meter en ninguna parte. Desde los terrados más cercanos, hombrecillos ansiosos que tampoco iban a meter nada los controlaban con sus prismáticos.
– Supongo -dijo- que les enviarán muy pronto una comunicación oficial. Por tanto, no tengo problema en adelantarles algo. El forense, con el que he pasado toda la noche, me ha confirmado lo que suponía: esa mujer recibió por sorpresa un fuerte golpe detrás de la cabeza, que la dejó inconsciente o al menos sin capacidad para defenderse durante unos momentos. El asesino, o asesina, los aprovechó para hacer algo que requería mucha habilidad, pero no excesiva fuerza. Llevaba una soga delgada que en estos momentos está siendo analizada, y que demuestra una preparación para cualquier contingencia: la pasó por el gancho de la lámpara, que le pareció muy sólido… no descarto que lo tuviera ya estudiado antes, improvisó un nudo corredizo y lo pasó por el cuello de la mujer caída. Todo eso no requiere gran fuerza como le he dicho, pero sí habilidad. Requiere fuerza, en cambio, lo que hizo a continuación: tirar de un extremo de la soga y levantar a la víctima hasta ahorcarla. Pudo hacerlo una mujer, porque el gancho se lo facilitaba al servir de polea pero, con tanto tirón, el gancho tenía que haber cedido. Ahí hay algún detalle que no me explico aún, aunque la película del crimen es más o menos la misma.
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