Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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– Se metió también en ese negocio -dijo Méndez-. Una carrera del Guinness.
– Tenía dinero, y eso me permitió comprar algunas partidas. La ley seguía siendo estúpida, Méndez: la droga que tienes para tu propio consumo no es pecado. O sea, que a mis repartidores los podían pescar con una dosis y no pasaba nada. Vendida esa dosis, regresaban a por más. Me harté de hacer negocio delante de las narices de la policía, que no podía imaginar que el jefe era un chaval como yo. Pero eso no es todo.
– ¿No?
– Méndez, le estoy explicando con toda sinceridad la historia de mi dinero y de mi vida, digna de ser escrita en uno de esos tomitos que los niños leen antes de la comunión del domingo: las vidas ejemplares, o las vidas de los santos. Todo buen negociante sabe que un comercio, cuando va bien, se ha de ampliar y ramifican Yo vendía droga a clientes ricos, y cuando momentáneamente dejaban de ser ricos, les prestaba para que siguiesen comprando. A buen interés, claro; ése fue mi aprendizaje de banquero. Siempre pagaban, excepto en algún caso muy raro. Y entonces era muy sencillo alquilar un matón para que se sintieran razonables. Una chica de buena familia, curiosamente, no podía pagar, y pese a creer que yo era un caballero y no iba a alquilar a un matón, se alquiló a sí misma. En sólo una semana me devolvió mi deuda y yo logré multiplicarla hasta por diez. Es lo de siempre, Méndez: la gente se pirra por tirarse a una tía rica o a una tía conocida. Yo creo que hasta sus hermanos pasaron a follársela.
– Verdaderamente tendría que figurar en las vidas de los santos -dijo Méndez-. San Gomara, patrono de los virgos perdidos. Algún día el Espíritu Santo entrará volando en el Cónclave Cardenalicio y hará que le nombren papa.
– Es un cínico, Méndez. Y un irreverente.
– ¡Qué va! Cada vez que muere uno de mis compañeros voy sin falta a misa. Pero sólo si el compañero ha muerto en acto de servicio.
El habano estaba en su mitad. Gomara lo miró con un aprecio limitado, como a una novia de la que ya se conoce más de medio cuerpo. Estuvo a punto de tirarlo, pero temió que Méndez le acusara de despilfarro nacional.
– En fin -continuó-, lo único que quiero decirle es que yo conocí sin rodeos la condición humana, y procuré ponerme a su servicio. Es decir, ponerla a mi servicio. Cuando regresé a Barcelona, estaba ya asociado a un banquero con instalación oficial. Los dos blanqueábamos diñero de la droga. Mejor dijo, lo blanqueaba yo, en una instalación paralela, mientras él me contemplaba desde las alturas. ¿Aunque sabe una cosa, Méndez? Barcelona siempre me ha parecido una ciudad más apta para los pequeños negocios que para los grandes negocios, como es más apta para la pequeña política que para la gran política. Es mejor Madrid. En Madrid tuve la oportunidad de mi primer banco propio, aunque para eso necesitaba más dinero. Lo gané casándome.
– Su biografía -gruñó Méndez- cada vez me parece más digna de las vidas de los santos.
– ¿Pero qué tonterías son ésas? La vida hay que conducirla, no dejarse llevar por ella. Hasta los franceses tienen para eso una frase muy exacta: corriger la fortune . De modo que yo corregí, o mejoré, mi fortuna, y me casé con una mujer rica que además era honorable: ésa fue la primera relación que tuve con la casa de los altos de Serrano.
– ¿Su mujer murió pronto?
– Sí.
– De asco, supongo. Uno de sus polvos debió de producirle gangrena.
– No digo que no. Cada vez que jodiamos se quedaba tan asustada que hablaba de volver a hacer los nueve primeros viernes de mes.
– Y eso significó su ascensión definitiva, supongo.
– Dinero, prestigio familiar… ¿a usted qué le parece? Hasta empecé a verme en las revistas del corazón, con pies de foto que decían: «El prestigioso banquero Gomara.» Lo cual no me hacía feliz, porque usted sabe, Méndez, que en las revistas del corazón siempre aparece la misma famosa yendo de compras, cambiando de novio, enseñando esquís en las montañas de Aosta, enseñando culo, cuando lo tiene, en las playas de Cannes, pariendo, bebiendo en una fiesta benéfica y visitando al ginecólogo para que le cambie los días de la regla. Es el mundo más estúpido que existe para la marujona más feliz. Hasta un día me retrataron junto a santa Lady Di. Pero ese mundo embustero me convenía, porque para mí era la mejor publicidad que existe. Hasta, en el colmo del éxito, llegaron a atribuirme un idilio con otra lady tan delgada que necesitaba ponerse refuerzos en el coño para que no se le cayera. Ahora tiene permiso para aplaudirme, Méndez.
Méndez no aplaudió.
Por el contrario, dijo:
– Con su mujer, debía de morirse de asco. Si lo llego a saber, rezo por usted un rosario todos los sábados por la noche.
– Oh, claro que me moría de asco, pero al menos me dio una hija maravillosa, sin saber cómo. Porque, la verdad, yo no recuerdo que ni un día se abriese de piernas bien. En cuanto al aburrimiento, era muy relativo: un hombre como yo tenía posibilidades de conseguir grandes triunfos en la cama, mientras encima la chica de turno temblaba de emoción pensando que la atravesaba un nabo excepcional, un nabo hipotecario. Hay que saber muy bien lo que las mujeres buscan en la cama, Méndez. En mi caso buscaban dinero y relevancia social; en el suyo buscarán una blenorragia que les permita pedir la baja.
Dio otra calada y añadió:
– Entonces yo era muy joven, gloriosamente joven; además, tenía relaciones, dinero, mujeres. Yo sabía… no todo el mundo lo sabe, que las tres cosas están entrelazadas, es decir, las relaciones y las mujeres dependían del dinero. Y a la inversa: mis relaciones y mi dinero habían dependido de una mujer. Porque lo sabía, lo aproveché todo. La vida consiste en aprovecharlo todo, no en recordar lo que dejaste de aprovechar por idiota. Gané más dinero cada vez, aunque dejase a alguien arruinado en el camino. ¿Y qué? Los arruinados no pudieron ni odiarme; necesitaban pedirme favores y ponerme buena cara. El blanqueo del dinero de la droga, en un país que estaba casi virgen, me proporcionaba ingresos que nadie podía sospechar. Y en cuanto a mujeres, nunca dejé de atenderlas, Méndez: lo mismo en Barcelona que en Madrid había niditos donde te esperaban los mejores culos de España. Un culo perfecto y abundante es un milagro, Méndez; bien mirado, sólo lo tiene una mujer entre cincuenta.
Con mala leche reconcentrada, Méndez susurró:
– En la casa de los altos de serrano hubo otros que también creyeron eso. Gomara estaba lívido.
Lanzó una especie de gruñido y el puro resbaló de entre sus labios, pero tuvo la suficiente rapidez para cazarlo al vuelo, antes de que los pantalones fueran manchados por la ceniza. Luego aplastó la punta del Lusitania en el cenicero con una rabia concentrada y lenta, con la fría meticulosidad de quien arranca los ojos del enemigo mientras su mayordomo le prepara una copa.
Sin mirar a Méndez, susurró:
– No me ofende, hijo de mala madre. Y si me ofende, me voy vengando bien.
– Jamás se me ocurrirá dudarlo. Y puestos en este plan de finas venganzas vaticanas, me gustaría saber de dónde sacó usted a un verdugo como Miguel Don. Por mucho dinero que ofrezcas, es imposible encontrarlo poniendo un anuncio en los periódicos.
Gomara echó el cuerpo para atrás. Se fue relajando poco a poco.
– Tiene razón -dijo-. Para llegar a su alto grado de perfección hace falta haber sido profesional, y de los mejores, de los selectos, durante toda una vida. A Miguel
Don lo conocí como guardaespaldas de mi suegro. Le he dicho ya que mi suegro era rico, ¿verdad? Y mi mujer rica. Y con un coño mariano. Bueno, pues Miguel Don hacía falta en una casa donde lo mismo se recibían amenazas ministeriales que exigencias de chorizos, pasando por recordatorios de ETA. Don, que era un joven atleta, un campeón auténtico, se encargaba de la protección de mi suegro, pero especialmente de su hija, es decir, mi mujer. En aquella casa siempre existía el temor de un ataque contra el lado femenino, o sea, el más vulnerable. ¿Sabe que Miguel Don llegó a matar a un hombre? No, usted, policía de mierda, no lo sabe, como no lo supieron los policías que no eran de mierda. El asunto se tapó. El mismo día en que el ministro del Interior dio carpetazo al asunto le imponían la Cruz del Mérito Civil a mi suegro.
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