Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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La maligna imaginación de Méndez, alimentada en cines de sesión doble, no tenía límites.

Méndez volvió a mirar hacia arriba. ¿Habría pertenecido a algún servicio secreto la mujer que colgaba en lo alto de las vigas? No parecía posible. Un servicio secreto que trabajara en aquellos barrios tenía que ser, como máximo, el servicio secreto de Albania. Pero sin embargo había algo más en el tacón, algo más: la punta metálica tenía un reborde que sin duda hacía más difícil caminar, pero que producía un efecto demoledor, seguro, sobre los genitales de cualquier padre de familia, incluso sobre los genitales blindados de un inspector de Hacienda.

– ¡Eh, Méndez, no se mueva de ahí!

El comisario jefe había pasado como un rayo, detrás de una ambulancia. El grupo de curiosos aumentaba minuto a minuto, sin que los policías lograsen mantenerlo apartado, dada la estrechez de la calle. Iban a fracasar. Faltaba la policía de los pantalones estallantes, la del culo cortafuegos, pensó Méndez cuando ya era demasiado tarde.

Un vecino merodeaba entre las ruinas, imaginando que le entrevistarían los de la tele: «Todos los muertos eran buenas personas, muy normales, nunca habíamos notado nada raro, se llevaban de coña con su mujer y siempre te saludaban al encontrarte en la escalera», diría. Miró con mala cara a Méndez al notar que éste quería hacerle preguntas, pero en cambio no llevaba cámara.

– ¿Conocía usted a aquella mujer?

– ¿Cuál? ¿La ahorcada?

– Sí, ésa.

– Joder, lástima de tía.

– ¿Pero usted la conocía o no?

– No, nunca la había visto.

– O sea, que no era vecina.

– Menudo si llegamos a tener aquí una vecina como ésa. No lo tome como falta de respeto, pero ya lo sabe usted, lo que es cierto es cierto, y además es verdad.

– ¿Sabe a quién pertenecía el piso donde ella está colgada?

– Cómo no lo voy a saber. Yo vivía allí.

– ¿Usted?…

– Sí, pero no he perdido nada. Era sólo una pensión: pensión Internet.

– Coño, qué moderna.

– Todo lo contrario. Fue fundada en 1917, durante la Gran Guerra, pero en este barrio siempre hemos sabido estar al día.

– La mujer muerta no dormía en la Internet…

– Qué va. Si llega a estar allí alojada, no la habríamos dejado dormir ni un minuto. Hasta la dueña habría intentado hacerle el salto del tigre.

– ¿La dueña ha muerto?

– No, no… Está allí. Los que han muerto son algunos huéspedes que le debían dinero. Está desesperada.

Méndez se acercó sinuosamente, con riesgo de su vida.

– Señora…

La dueña de la pensión tenía un delantal gris. Tenía una boca llena de prótesis. Tenía unos billetes apretados en la mano derecha. Tenía unos ojos vacíos y muertos.

– No necesito ningún seguro de entierros -murmuró-. A buena hora.

– Usted no me conoce -dijo Méndez-. Soy un policía del barrio.

– Ya me parecía a mí que el barrio iba a menos.

– Quisiera hablarle de esa mujer que está colgando ahí arriba, como si fuese en una película de terror. Desde aquí se le puede ver la cara. ¿Usted la conocía?

– No la había visto hasta hoy. Me llamó la atención porque iba muy elegante. Hoy las chicas jóvenes se lo compran todo, pero no tienen clase. Cuando hay clase se nota. Joder, si se nota.

– Si no era un huésped, ¿a qué vino?

– Dijo que venía a ver a uno de mis clientes. Uno que llevaba alojado sólo dos días.

– ¿Ella le dijo cómo se llamaba?

– No se lo pregunté. Pensé que era un planillo y la dejé pasar. Ya se acabó aquello de «No se admiten visitas».

– ¿Y el huésped, o sea el tío, cómo se llamaba? ¿O cómo se llama? ¿Vive aún?

– Vive, pero no le he visto por aquí. No estaba en la pensión cuando se produjo el derrumbamiento.

– ¿Pero cómo se llamaba el manso?

– Julio García Panteón. Me enseñó el DNI.

– Podía ser falso.

– A mí, que me registren.

– ¿La chica entró en la habitación del manso? ¿Habló con él?

– Sí, y al cabo de poco salieron juntos, pero no hicieron nada en la cama.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque entré en seguida y eché un vistazo. Yo esas cosas las noto a cien metros. No se habían acostado juntos.

– ¿El tal Julio García también era elegante?

– Normal. Menos que la chica, pero eso no significa nada.

– ¿Qué pasó luego? Dice que el Julio García no volvió pero la chica sí. La chica tuvo que volver, porque la ahorcaron ahí dentro. ¿Cómo fue eso?

– Muy sencillo, pero yo no tuve nada que ver, le juro que no tuve nada que ver. Una hora más tarde me telefoneó el Julio. Me dijo que se había olvidado una cosa importante en la habitación y que su amiga volvería a buscarla. Yo, claro, ya sabía entonces que su amiga era esa chica. Ella volvió efectivamente, y tanto que sí. Me dijo que venía a buscar una cosa que se había olvidado el otro.

«Se habrá olvidado de echar el polvo», pensé. Perdone, señor policía, pero yo sé de esta calle mucho más que usted. Total, que la dejé pasar. Y ya no salió.

– ¿Cuánto tiempo estuvo dentro?

– No llegó a diez minutos.

– ¿Tan poco…?

– Es que justo entonces se produjo el derrumbamiento.

Méndez se rascó la mandíbula.

– O sea -dijo, pensando en voz baja-, que en esos diez minutos la habían ahorcado… Tenía que haber alguien en la habitación, esperándola. ¿Usted dejó pasar a alguien más?

– Le juro que no.

– ¿Otros huéspedes pudieron pasar a la habitación de la chica?

– Le juro que sí.

– ¿Cuántos huéspedes tenía usted? -Dos matrimonios sin hijos, una mujer y tres tíos. Total, ocho.

El tumulto crecía frente a la casa, pero Méndez lo ignoró porque le parecía más importante lo que estaba haciendo. El primer fotógrafo acababa de llegar, pero había tratado de saltar sobre un coche patrulla, y en aquel momento estaba siendo hábilmente apaleado por la fuerza pública.

– ¿Cuántos han muerto? -siguió preguntando Méndez.

– Los dos matrimonios, que eran justo los que me debían dinero. También es mala leche.

– ¿Y a los otros puedo localizarlos? ¿Tiene sus nombres, sus domicilios habituales? ¿Cuáles eran sus oficios? ¿Sus costumbres? ¿Sus queridas? ¿Sus deudas?

– No anoto tantas cosas como usted piensa -dijo la dueña con expresión de aburrimiento-. Mi pensión era un sitio discreto, porque, cuando en las habitación no había ningún fijo, se alquilaban a veces por horas. Además, no cobro para servir de policía, qué coño. Pero los que le digo eran fijos, y más o menos estarán localizables.

– ¿Tiene la lista de sus nombres? Piense que uno de ellos pudo estar esperando en la habitación y cometer el crimen.

– También es usted gilipollas, poli. Toda la documentación del negocio estaba arriba, y ahora está hundida entre los cascotes. Si le apetece, búsquela usted con la lengua.

Méndez hizo un gesto de desaliento, aunque estaba acostumbrado a aquella clase de situaciones: documentaciones que desaparecían, casas que se hundían y honradas empresarias que le preguntaban por su padre.

– Pero al menos podrá darme sus nombres y describírmelos -murmuró-. Eso sí.

– Claro. Eso sí. No le juro que sus nombres fueran auténticos, pero algo es algo. Los matrimonios eran la Conchi y el Pepe, dos pirados que esnifaban por la chimenea. La Marcela y el Conrado, que trabajaban en no sé qué pero llevaban un año de baja. El Martínez, que era mecánico y estaba separado. El Marcial, que quería ser político y fundar un partido llamado «Avance Obrero». Y el Pera, un actor que sólo actuaba los sábados y entonces era cuando comía. También a veces Portales, una especie de luchador, ya mayor, a quien todos, en plan de broma, llamaban el Rocky 16. Y el Flecha, un extremo izquierdo que iba para fenómeno de la sub-21, pero que de momento jugaba en el Barceloneta. Todos buena gente, que no se traía líos a la cama y pagaba como Dios.

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