Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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Méndez notó que sudaba. Masculló:
– Es el criminal más sucio con que me he encontrado en la vida, Gomara.
– Eso no me impresiona, Méndez. Para que la cosa haga algún efecto, ahora tiene que añadir que me va a follar.
– Le voy a follar.
– Tampoco me impresiona en absoluto. Al contrario, si le explico todo esto es para manifestar mi desprecio por usted, por toda la policía y por toda la ley. Usted está acostumbrado a trabajar con criminales furtivos, pero no con criminales artistas. Bueno, pero estábamos con los jadeos de los tíos que se tiraban a la chica, porque la chica ni jadear podía. Le hice jurar que no se lo contaría a nadie, y la pobre no lo contó, quizá porque le daba vergüenza. Descubrí entonces que la vergüenza no sirve de gran cosa, excepto para encubrir a los que se aprovechan de ella. Cuando murió poco más tarde, de un ataque cerebral, su madre vino hacia mí llorando, me dijo que yo era el único que la había cuidado y me dio un beso en la frente.
Expulsó al aire una columna de humo aromático. Méndez estaba lívido.
– De todos modos, quizá habrían acabado descubriendo algo -continuó Gomara con la misma placidez-, porque en los barrios la gente habla. En los barrios casi nunca se habla de cuestiones de inteligencia, pero en cambio siempre se acaba hablando de cuestiones de picha. Tuve la suerte de que nos cambiáramos de calle cuando yo aún subía la escalera en olor de santidad. Mi padre había muerto en la cárcel, mi madre ya no necesitaba disimular tanto y frecuentaba lugares concurridos, donde se ganaba más dinero. Recuerdo la luz del otoño entre los árboles, las chicas desfilando en coches elegantes y las señoras tomando una tila en las terrazas, mientras hablaban de las modas, de los canesús y de san Ignacio de Loyola. Yo acompañaba a mi madre hasta la puerta del café Gijón. Allí, según adiviné, había señores que deseaban a una mujer, porque decían que hay que desear a una mujer mientras escribes una novela. Le hacían una seña y bastaba. A veces, era el cerillero el que le hacía una seña y señalaba a un señor. Mi madre iba en silencio hacia la salida y desaparecían los dos por una calle lateral, donde había otros cafés, una tienda de medallas militares y una fabrica de crucifijos. En teoría, yo tenía que estar muy lejos de allí, en el colegio, pero en realidad me quedaba vigilando desde el otro lado de la calle. Por la noche, cuando volvía a encontrar a mi madre en casa, ella me decía que había estado trabajando en la cocina del café Gijón, un sitio muy divertido, porque a veces oía cómo los clientes novatos declamaban versos.
– Si no iba al colegio, debía de ser un alumno brillantísimo -dijo Méndez.
– La verdad es que no aprobaba nunca, aunque tenía inteligencia natural e intuía las cosas. La intuición, Méndez, es básica para ganar dinero, porque si aspiras a seguir los métodos científicos y comprobarlo todo, cuando lo tienes comprobado ya se ha llevado el dinero otro. Quizá ésa sea la razón de que los que no aprueban nunca lleguen luego a ser los más ricos. ¿Le he explicado cómo gané mi primer dinero, Méndez? ¿Con el higo de una subnormal? Bueno, pues ahora le explicaré cómo gané el segundo: puse pasta en una inmobiliaria. Sí, a los catorce años puse pasta en una inmobiliaria: todo lo que me habían dado los tíos que entraban por la ventana de la chica tonta. En este país hay etapas económicas buenas y malas, como en todos, pero en cuanto la gente de aquí lleva un año teniendo que apretarse el cinturón, a la que se le abre un poco la bolsa tiene tantas ganas de gastar y pasarlo bien que a la mínima estrena piso, estrena coche, estrena tía, estrena masajista mulato y estrena banquero. El banquero les pone dinero sobre la mesa y espera a que vengan a entregarle los intereses y a entregarle sus lágrimas cuando vuelve la mala época. Porque hasta un ministro de Economía sabe que bajas el tipo de interés, la gente sube el consumo, la inflación se dispara y tienes que volver a subir los tipos de interés. Pero a lo que iba: yo atrapé una época en que se vendía todo. Como socio mínimo de la inmobiliaria, exigí hacer de ayudante de vendedor, en este caso de vendedora. Cuando los pisos te los quitan de las manos, Méndez, los intermediarios hacen pasta gansa. La vendedora era rica, tenía un marido irlandés que la llevaba al golf y un querido pakistaní que la llevaba al catre. Total, se pasaba el día entre pelotas y entre hoyos. Y entonces aprendí otra cosa, Méndez: cuando ganas dinero, bajas la guardia. Acabé vendiendo los pisos yo, e incluso noté que a la gente le hacía gracia. Tenía que darle el ochenta por ciento de la comisión a la vendedora del hoyo va, hoyo viene, pero qué coño. Al fin y al cabo, yo no tenía ningún pakistaní. La convencí de que todo lo de dos meses lo guardaba el director de la agencia con la que trabajábamos, para meterlo en el mercado interbancario y darnos unos intereses del copón, porque esas cosas se hacían entonces y se siguen haciendo ahora. Total, que el dinero lo tenía yo. Liquidé en veinticuatro horas mi participación en la sociedad y me vine a Barcelona. Fue entonces cuando me di cuenta, de una forma directa, de la estupidez de la ley.
– Le atraparon, ¿no, capullo?
– Me atraparon por culpa de mi madre, que me buscaba desesperadamente entre las piernas del cerillero del café Gijón. Por medio de unos parientes, supo dónde estaba. La bofia también. Eso me enseñó que conviene no tener parientes, y si los tienes conviene no quererlos. Me metieron en un correccional, pero sin encontrar un duro de lo que yo tenía. ¿Y sabe lo que pasaba en el correccional, Méndez? Lo mismo que en las cárceles: unos mandaban y otros obedecían. Recuerdo que había un pobre chaval que era como la subnormal de la corrala: se ve que sus padres no se entendían, y a él lo habían dejado olvidado allí. El muy mamón aún lloraba por sus padres. El muy mamón. Los chavales mayores decían que iban a darle mil pesetas y se la metían en la boca. Al terminar, no le daban ni veinte duros y él se quedaba llorando, pero al día siguiente volvían a prometerle lo mismo y se la volvían a meter. Eso me enseñó que nunca tienes que creer en los otros y nunca tienes que ser débil. Estuve cinco días en el correccional y luego me escapé. Escaparse de sitios así resulta facilísimo. La ley es una comedia, es un papel para decirle a la burguesía que puede comer en paz.
Hizo una breve pausa.
El puro vaticano no había llegado ni al primer tercio.
– Todo es mentira, Méndez -dijo Gomara.
– Al menos lo de su pobre madre era verdad.
– Mi pobre madre creía en una serie de cosas santas: que mi padre acabaría enterrado en la muralla del Kremlin, que yo sería ministro, que un señor muy católico le pondría un piso, que las putas estarían mejor con la democracia y que rezando a santa Rita se te quitaban los sabañones. Tuvo que volver a la corrala y murió de prestado en la casa donde yo había vendido a la chica idiota. Es sencillamente increíble la cantidad de cosas que, sin decir una palabra, me enseñó mi madre.
– Veo que se lo agradeció, Gomara.
– Cada uno construye su vida con los materiales que tiene. No utilice nunca un material que no le convenga. Es un consejo que le doy gratuitamente, Méndez: usted también me lo agradecerá.
Con el lenguaje de sus calles tan amadas, Méndez masculló:
– Todas las ratas de la ciudad deben de estar corriéndose de gusto al oírle.
El humo del habano giraba poco a poco, como giraba la luz de la tarde.
– Una gran ciudad es un buen bocado para un chico solo -dijo Gomara-, aunque muchos crean lo contrario: que un chico solo es un buen bocado para una gran ciudad. De todos modos, en Barcelona me buscaban, o sea, que tuve que irme. En Bilbao, aunque los buenos tiempos ya se habían terminado y ya había quien cantaba un funeral por el viejo barrio de Neguri, el de los ricos, el dinero corría a espuertas. Estaban allí algunos de los grandes negocios y algunas de las grandes mesas de España. Y estaban, lógicamente, algunas de las grandes putas de España. Incluso hermosas judías que no sé cómo habían ido a parar allí, a la calle de las Cortes, y que por lo que pude entender no follaban en sábado. Había una fauna humana increíble: estaban tipos pintorescos como el Colores, estaban los hijos de los fabricantes, grandes rompedores de virgos de la meseta, y estaban algunos chicos de la ría baja, grandes mariconazos. En los bares, a partir de las diez, los seguidores del Athletic se ahogaban en cerveza con boina y todo. Corría el dinero, corría la alegría, o la tristeza, que a mis efectos venía a ser lo mismo, y corría la droga.
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