Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Sí.

– Me va a tener que pagar con un favor.

– ¿Cuál?

– Diga que al cabrón ése lo ha arrojado por el terrado usted.

– ¿Y quién va a creerlo?

– ¿Y quién no? Kabir es un asesino. La gumía coincidirá con la que mató a aquella pobre mujer. Usted lo estaba buscando. Usted ha subido hasta aquí, y él lo ha sorprendido. Han peleado. Usted ha podido sujetarle.

– Sí -declaró Méndez-. Juraré que lo he sujetado por los huevos.

– Buena idea. Pero en la versión policial ponga «testículos», Méndez. Ha tenido suerte y lo ha podido enviar terrado abajo. Usted tiene un corte en el cuello, Méndez, causado por la gumía. Hasta el juez de guardia se va a correr de gusto cuando usted declare la verdad.

– ¿Y usted?

– Yo no existo. A mí no me ha visto nadie.

– ¿Cómo desaparecerá?

– Saltando de un terrado a otro y saliendo por otra calle. Desde hace cien años, todos los ponedores de cuernos del barrio practican esa técnica.

Méndez dijo:

– Le haré el favor.

El hombre dio media vuelta y fue a saltar al terrado inmediato. Tenía razón. Desde hacía cien años, en aquel barrio, habían usado esa técnica todos los ladrones de sábanas y todos los folladores de vecinas. El silencio era absoluto allí, en el mundo de las palomas, porque todos los gritos se concentraban en la calle. Méndez intentó comprobar si la nena del pubis había visto algo, pero la nena del pubis estaba vuelta de espaldas y gritaba por otra cosa: porque acababa de descubrir al viejo de los prismáticos.

– ¡Cabrón!

– ¡Tía buena!

Méndez le hizo un gesto al desconocido.

– Sólo una cosa. Luego huya.

– ¿Qué?

– Usted es el hombre de Gomara. El que hace los trabajos finos: el barrenador de culos y el perforador de huevos.

– ¿Y qué?

– Le puso ganas al asunto.

– Tenía mis motivos.

– ¿Y por qué ha matado al Kabir?

– Le venía siguiendo. Le tenía ganas.

– ¿Ganas?

– Mató a aquella mujer. Yo le había dicho que sólo la amenazara. Esas tías, si las amenazas de verdad, no hablan. Y le había dado dinero para que viviese un año fuera de la ciudad. Kabir no la amenazó: la mató y encima se quedó con su pasta.

Añadió con voz ronca, a punto ya de saltar la baranda:

– Odio a los que matan a mujeres indefensas.

– ¿Como por ejemplo a la hija de Gomara?

El otro no contestó. Durante unos segundos, su cara ganó una expresión que Méndez no había visto nunca. Si él tenía ojos de serpiente vieja, el otro tenía ojos de serpiente puesta a hervir en una cazuela egipcia.

– ¿Y qué? -preguntó.

– Kabir me interesaba vivo -gruñó Méndez-. Era mi prueba contra Gomara.

– Un Kabir vivo no le habría servido de nada a un Méndez muerto.

– Lo sé, y por eso no diré jamás una palabra contra usted. Pero me cargaré a Gomara. Lo juro por lo que queda de mis cojones.

– Puede cargarse a quien quiera, pero espere un poco a que yo haga mi último trabajo.

Méndez vaciló un segundo.

– ¿Qué trabajo?

Y de pronto lo comprendió. Quedaba uno. Quedaba el principal, el que había violado y matado a Virgin.

– Esperaré.

– Le conviene.

– Puede huir tranquilo, pero al menos dígame su nombre.

– Miguel Don. Y no se moleste en buscar mi ficha.

Saltó con la agilidad de un kabileño. Ni un acróbata lo habría hecho mejor. Méndez le vio brincar un par de veces más, mientras saltaba a otros terrados, hasta que lo ocultaron unas sábanas puestas a tender al sol. Seguro que minutos después abriría la puerta de otro terrado, descendería por la escalera, saludaría a alguna vecina, procuraría que no lo empitonasen unos cuernos de vecino y saldría tranquilamente a la calle por el otro portal de la manzana. Hasta puede que se tomase una copa a la salud del muerto.

Méndez también descendió a la calle. La escalera empinada era ahora un gallinero de vecinas y de gritos. En la calle que, pese a los urbanistas y los sueños de los alcaldes, no había cambiado apenas, la calle que siempre sería la misma, un numeroso grupo contemplaba al muerto. Kabir era ahora una piltrafa rota, de la que sólo quedaban intactos los ojos horriblemente abiertos. El pueblo fiel, como siempre ocurre en estos casos, rezaba sus oraciones por el muerto:

– Mira que suicidarse.

– Si el tío vivía como Dios.

– Follaba lo que quería.

– ¿Sabéis qué os digo? Que, bien mirado, no lo va a llorar ni su madre.

Alguien debía de haber avisado al 091, porque llegó aullando un coche patrulla que a la fuerza tenía que ser de la comisaría de Méndez. Alguien saltó de él. La atención general se desplazó y cesaron los comentarios piadosos. La que acababa de saltar era la policía jovencita del culo grande.

– ¿Qué hace aquí, Méndez?

– Os esperaba. A ese hombre lo he matado yo.

– ¿Queeeeé?

Otro policía saltó y gruñó:

– Lo habrá matado con el aliento.

– Ha sido en defensa propia -explicó Méndez-. Iba a detenerlo en su habitación del terrado cuando me ha atacado por la espalda, pero he tenido suerte. Aún llevo sangre en el cuello.

– Pero…

– Iba a detenerlo por el asesinato de una mujer llamada Encarna, la que apareció muerta en el maletero del coche. Tengo pruebas. Ahí está la gumía con la que la degolló. A falta de huellas dactilares, los técnicos comprobarán fácilmente lo que estoy diciendo.

La policía jovencita demostró eficiencia. Dos gestos enérgicos bastaron para apartar a la gente que rodeaba al muerto. Entre el fiambre y las miradas de los hombres, sus posaderas crearon en seguida una barrera reglamentaria.

– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Todos a la acera, coño!

– Lo que tú digas, nena.

El otro policía llamó desde el coche a los fotógrafos, los técnicos, el juez y la ambulancia. Méndez comprendió que él también tenía que ayudar a formar la barrera. Llamó por sus nombres a todos los mirones a los que conocía:

– Pajarito, Chona, Carajillo, Parado, Putacalle… ¡Atrás!

Y de repente calló. La saliva se secó en su boca y sus ojos se entrecerraron un momento.

Porque la había visto.

23 UNA CUESTIÓN DE PECHITOS

No todas las cosas que veía Méndez eran espectaculares. Al contrario. Méndez era el hombre de las ventanas muertas, los patios interiores, las camas donde lloraba una niña y los perros perdidos. Y lo que vio en este momento fue como una combinación de las dos cosas: el perro perdido y la niña que llora en su cama. Porque la pequeña no tendría más de doce años, aunque estaba desarrollada para esa edad: vestida con una sencilla bata, tenía las piernas largas y firmes, insinuaba culín, exhibía pechitos.

El color de la piel, el pelo negro y los ojos profundos indicaban que era mora. Esos ojos se clavaron en el muerto con una pena insondable.

Avanzó hacia él. Los vecinos, que sin duda la conocían, la dejaron pasar. La que intentó detenerla fue la agente del «stop» trasero.

– ¡Tú, nena, como te acerques te suelto una hostia del copón!

Pero hasta ella se paralizó ante aquel dolor tan sincero, ante aquel gesto tan humilde. La niña cerró los ojos del muerto, procurando no pisar la sangre. Luego, casi de puntillas, retrocedió hasta la acera.

Un vecino susurró:

– Y encima eso.

Méndez se acercó sinuosamente.

– No sabía que Kabir tuviera una hija -le dijo al vecino que había hablado antes.

– ¿Hija?

– ¿Pues esa pequeña qué es?

– Hace dos años se ve que llegó en una patera con sus padres, cruzando el Estrecho. Bueno, quiero decir que llegó sola. Hubo un golpe de mar, sus padres cayeron al agua y se ahogaron, pero ella llegó. Luego, se ve que en Tarifa, en Barbate, en el quinto culo del mundo, o donde sea, la metieron dentro.

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