El Tifa volvió a decir:
– Hostia.
La mujer se encabritaba dentro del coche, sujeta por cuello y piernas, pero no podía hacer nada. Con los ojos fuera de las órbitas, escupía sobre el pantalón del Botas una especie de salivilla roja. El Botas le apartó las bragas y le metió dos dedos hasta el fondo del sexo.
– Lo tiene seco.
– ¿Y qué quieres? ¿Que se te corra?
– Ya se correrá.
– Pero necesitamos un sitio tranquilo.
El Peter sugirió:
– Montcada. El sitio de la otra vez.
El Tifa balbuceó:
– Hostia.
– Oye, la puta se mueve.
– No podemos llevarla así. Va a romper un cristal con las patas.
– Pues para qué coño queremos el maletero.
– ¡Eso es! ¡El maletero! ¡Para ahí, Peter! ¡Ahí, debajo de la autopista! ¡No nos ve nadie! ¡Ahí! ¡Gira a la derecha, mierda! ¡La metemos en el maletero y que se joda!
El chirrido de frenos fue alucinante otra vez. El coche se detuvo al lado de unos zarzales, bajo el cemento de la autopista que aullaba hacia el progreso, en un camino de tierra que terminaba en dos pilares, al borde de la ciudad sin nombre. La mujer gritó con todas sus fuerzas, con toda su alma, con todo su sexo. El camión que pasaba por encima tapó su alarido. Dos coches llenos de matrimonios felices por poco se vienen barandilla abajo.
El Tifa dijo:
– Hostia.
Los dos de atrás saltaron del coche, arrastrando a la mujer por el pelo. Sabían que así era como estaba más indefensa. Por si acaso, el Botas le tapó la boca. El Tifa siguió pensando que era su día de suerte.
– El maletero está abierto. ¡No hay que forzarlo!
– Joder!
– ¡Adentro con ella!
Fue el Tifa quien alzó la tapa. Dentro del maletero estaba la mujer desnuda. Seguro que llevaba más de un día allí, porque ya estaba incluso amarilla. La sangre seca parecía salir hasta por el tubo de escape. La garganta seccionada era una horrible brecha roja. Sus ojos, en cambio, aquellos ojos enormes que miraban al Tifa, parecían vivos.
El Tifa no tuvo fuerzas ni para bajar la tapa del maletero. Balbuceó:
– Hostia.
22 UNA CUESTIÓN DE CUCHILLO
El jefe masculló:
– Hostia.
Luego anduvo hasta el otro lado del despacho y se detuvo ante la ventana, desde donde se veía un patio interior, una galería de vecinos, un árbol disecado y un perro que lo fertilizaba con su orina. Encendió un cigarrillo comprado de contrabando en la boca del metro.
– Méndez.
Méndez dijo brillantemente:
– A sus órdenes, señor.
– Le parecerá mentira, pero le voy a encargar un trabajo.
– Sí, señor, me parece mentira.
– La mujer la encontraron aquellos joputas del coche, ya lo sabe usted. Se llevaban a otra para follársela en un descampado de Montcada, pero estaban tan cagados que la tuvieron que soltar en seguida. Fue ella la que presentó la denuncia. De buena se libró.
– ¿Qué pasó con los tres joputas ?
– Nada. Correccional, y a la calle cuando quieran. Ya lo sabe usted, Méndez: la Generalitá de los cojones y la política de protección del menor. Ahora, al menos, esos tres se han llevado algo de lo suyo. No ha sido como en los buenos tiempos, pero ha sido algo, digo.
– ¿Qué ha pasado?
– El novio de la tía del culo gordo es guardia civil.
– Ah.
– Los ha podido correr a hostias. El abuelo de los menores ha presentado una denuncia.
– ¿Y qué?
– Hemos tenido que detener al abuelo. Resulta que se tiraba a la nieta.
Méndez musitó:
– Mierda de barrios.
– Ahí entra usted, Méndez, si es posible hacerle entrar en alguna parte. Tenemos todo el historial de la mujer muerta en el maletero del coche: treinta y cinco años, no demasiado guapa y ya en decadencia, con dos hijos, separada, mamona en las cercanías del Nou Camp. Cuando tenía suerte y pescaba un buen cliente, lo llevaba a un meublé de cierto lujo, cerca de Pedralbes. El mismo donde apareció aquel tío con un agujero en el pubis que podías meterle la guía telefónica.
Méndez cerró los ojos.
Conocía el sitio, claro.
– Yo denuncié la aparición de aquel cadáver -musitó.
– Por eso mismo. Le he añadido al grupo que investiga ese caso, pero me obedecerá directamente a mí. Pienso que ha de haber una relación entre el tío deshuevado y la muerta del maletero.
Claro que había una relación, pensó Méndez, desviando la mirada. Ella era la mujer que había atraído a Alberto Parra a la habitación donde esperaban los perforadores, los buscadores de petróleo. Ella era la mujer que tarde o temprano tenía que aparecer muerta porque sabía demasiado. Y ya había aparecido.
Méndez susurró:
– Gomara, has cavado tu tumba.
– ¿Qué dice?
– No, nada. Hablaba solo.
– Pues cuando un tío habla solo, mal asunto. Hágaselo mirar.
– Sí, señor.
– Sabiendo eso sobre la mujer, hemos dado los críos a la Generalitá para que los engorde. Luego hemos trincado al marido por si la mató. Es inocente, porque a esa hora estaba dejando preñada a otra. Hemos hecho una investigación entre los chulos de la zona, pero ella no tenía chulo. Luego hemos preguntado entre las amigas, pero ella no tenía amigas. Y hemos buscado entre los clientes habituales, pero ella no tenía clientes habituales: sólo gente de paso.
– Una investigación gloriosa -dijo Méndez.
– El forense nos ha dado el único dato importante. -Consultó un papel-: Mujer degollada, con una herida tan profunda que llega a producir rotura de vértebras cervicales. Autor: hombre muy fuerte, de un metro setenta y cinco aproximadamente, situado a su espalda: le doy sólo lo esencial, Méndez. Zurdo. Arma empleada: una gumía.
Méndez susurró:
– Es arma árabe.
– Se puede encontrar en muchos sitios, pero, efectivamente, es arma árabe, o al menos son los moros los que la usan mejor. No la hemos encontrado en ningún punto de la investigación, aunque los datos que tenemos sobre ella son ciertos. En cuanto a la mujer, la mataron en un sitio determinado y luego la metieron en el maletero del coche.
– ¿A quién pertenece?
– A un tendero de Les Corts que debe de tener mala pata, porque el coche lo robaron dos veces. Una, el asesino; dos, los violadores. Lo curioso es que el primer ladrón, el asesino, no necesitó hacer el puente.
– Lo cual indica que tenía llaves falsas. Vamos, que era una especie de profesional -dijo Méndez.
– Cierto, y ahí entra usted. No hace falta ser muy listo para llevarte a una puta de medio pelo, mientras le enseñes unos billetes y conduzcas un coche, pero en el coche no la mataron porque habría quedado bañado en sangre, y la sangre sólo aparecía, en forma de manchita, en uno de los asientos. Para mí que fue una salpicadura. Mi teoría, Méndez, es que la trincaron estando ella de pie y al lado del coche, con el asesino a su espalda. Luego, recién degollada, la metió en el maletero, y allí dentro sí que quedó todo como en la batalla de Trafalgar. Incluso la sangre tenía que haber rezumado por las junturas, pero el coche era nuevo. ¿Sabe lo que eso significa?
– ¿Qué significa? -preguntó Méndez.
– Que Encarna, la puta callejera, hace esquina por las cercanías del Nou Camp. Un cliente habitual se la lleva en su coche para que le haga un servicio. Digo que es un cliente habitual porque no van a un sitio frecuentado por Encarna. Si se tratara de un desconocido, ella no habría accedido a moverse de las cuatro calles a las que van a parar todos los coches, y donde más o menos se sienten protegidas porque allí están sus compañeras. Van a otro lugar que el asesino elige, y que es mucho más solitario. ¿Por qué ella le deja elegir? Pues porque le conoce. Ése es el primer punto que debe usted tener en cuenta, Méndez.
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