Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– ¿Y tú cómo lo has averiguado?

– Porque robó uno para tirarse a la hermana del Ansur, mi amigo, y mi amigo dijo que le iba a matar. -¿A quién? ¿A él?

– No. A la hermana.

– Siempre seréis iguales. ¿El Kabir vive bien?

– Mejor que los otros, aunque no sale del barrio porque en otra parte llamaría la atención. Para mí que le da trabajo una banda.

– ¿Se mete en líos?

– Sólo de mujeres, en lo demás es muy callado. Ah… A veces también juega. Y va más armado que si cada viernes, después de la oración, tuviese que empezar la guerra santa.

– ¿Vive solo?

– A veces con una putita.

– ¿Y dónde?

– ¿Sabe usted un bloque de viviendas sociales en la calle del Olmo, que lo llaman la Quinta Galería? -Pues claro que lo sé.

– Enfrente, en una habitación que le han hecho en el terrado. La casa tenía antes dos negocios al lado de la puerta: un bar y un bar. Ahora tiene también un bar y un bar, pero con otro nombre.

Méndez conocía el sitio, conocía la casa, conocía los nombres de todos los bares de baja ralea desde que Barcelona fue inventada. Fue a uno de ellos, donde también lo conocían a él. Preguntó por el Kabir.

– No pierda tiempo con él, señor Méndez. Tiene los papeles en regla.

– No es para nada malo, es sólo por el asunto de una menor.

– Ah, ¿ve?, con las menores sí que se enmierda.

– ¿Está ahora?

– No. Nunca viene, cuando viene, antes de media tarde.

– Entonces me quedaré a comer.

– ¿Qué va a ser, señor Méndez? Servicio esmerado en la barra.

– ¿Qué tenéis?

– Sardinas de la costa acabadas de traer, carne de Almería acabada de matar, bonito del norte fresquísimo, oiga, como el de los anuncios. Ah, y unas albóndigas que todavía saltan.

– Bonito.

– No es por decirlo, señor Méndez, pero mi bar va ganando fama. El que tenía mala fama era el que había antes. El otro día, sin ir más lejos, vinieron a comer dos señores que dijeron que eran de la Guía Michelin.

– ¿Y qué?

– Bien, ¿cómo no? Sólo uno se mareó en la puerta. Ahí está el bonito, señor Méndez. En su punto y a la plancha.

Méndez no se mareó en la puerta porque no llegó a salir. Necesito estar más de media hora sentado, recibiendo en la cara el aire de la Ciudad Vieja. Le salvó su experiencia en hospitales de urgencia y en cocinas de posguerra. Cuando la sangre volvió a su cerebro le preguntó al dueño:

– ¿Has visto pasar al Kabir?

– No, señor Méndez. Por cierto, a ver si me puede hacer una pequeña recomendación. Usted tiene mucha influencia.

– ¿Para qué?

– Para que me metan en una guía francesa que me trae loco.

– ¿Sí? ¿Y cómo se llama esa guía?

– Les grandes tables du monde.

– ¿No están ahí Arzak, Zalacaín, Jockey y Le Grand Vefour?

– Me suenan.

– Pues tú también. ¿Qué menos? Dalo por hecho.

Y se metió en la escalera, recientemente restaurada, que le llevaría a la habitación ilegal del terrado. Ya que el Kabir no llegaba, quizá no sería mala idea esperarle arriba. Méndez resopló a partir del tercer piso, porque los peldaños eran estrechos, empinados y, según él, hechos con mala hostia.

La puerta del terrado estaba abierta. Buen asunto. El terrado le mostró el sol de la tarde, el milagro de las torres de la catedral, la elipse de las palomas, el pubis de una nena que tomaba el sol y los prismáticos de un viejo que, mientras la nena no se moviera, estaba dispuesto a tomar la luna. Había sábanas tendidas, braguitas unisex, camisas de soldado y camisetas de gala, con un anuncio de obras públicas. A un lado, en la lejanía, se divisaba el Tibidabo con sus jardines, sus torres de porcelana y sus fincazas construidas por el señor Mercedes Benz. Al otro lado, el Montjuïc de las tres chimeneas, el campo del Poblé Sec, la escalerita de la calle Margarit, los bares de caracoles y las verdes laderas que antes habían sido huertos familiares y barracas de porrón y conejo a la brasa. Toda una generación de niños de la República había descubierto allí que existía el sol, y toda una generación de viejos de la democracia reconstruida descubrían ahora que sus piernas ya no eran capaces de subir la montaña, pero dejaban que cada amanecer subiera su nostalgia.

Méndez entrecerró los ojos ante aquella visión que al fin y al cabo resumía su vida.

Miró el piso ilegal, que debía de constar de dos habitaciones. Tanteó la cerradura y comprobó que era fácil. Hizo trabajar su ganzúa de presidiario y abrió. Pudo ver una sala, y al fondo un dormitorio donde había pegadas a la pared tantas fotografías de tetas y culos, y encima tan bien puestas, que se podría hacer pagar entrada.

Méndez fue a entrar.

La hoja de la gumía, tan suave como un soplo de aire, le hizo un corte en la garganta.

– Quieto ahí, poli de mierda.

Méndez se estuvo quieto, porque cualquier movimiento le hundía la gumía hasta la yugular. Notó que la mano izquierda del argelino hurgaba en su funda sobaquera y le sacaba el pistolón capaz de derribar la pared de una casa. El Colt produjo un sonido rabioso al estrellarse contra las baldosas.

– Mucha casualidad que estuvieras esperando abajo, cabrón. Me han avisado. Y ahora ponte de rodillas.

Méndez comprendió que iban a degollarlo como a un cordero en un rito. La hoja de la gumía resbaló sobre su piel como en un afeitado diabólico. La muerte entró en sus ojos igual que una chispita de luz negra traída por el viento.

– ¡De rodillas te he dicho!

– No.

Sólo una cosa le quedaba a Méndez: el orgullo. Sabía que iba a morir, pero quería morir de pie. Fue también su orgullo el que le hizo mascullar unas últimas y piadosas palabras:

– Que se arrodille tu madre.

– ¿Para qué?

– Para que el cliente disfrute.

Oyó una especie de silbido rabioso a su espalda. Una saliva viscosa saltó a su nuca. La mano derecha se adelantó un poco para tomar impulso y segar de un tajo la garganta de Méndez.

Y entonces ocurrió.

Unas manos de hierro sujetaron al argelino por los brazos. La gumía brilló en el aire como un escupitajo al sol. Méndez volvió un poco la cabeza, sintiendo resbalar su propia sangre. Pudo ver una especie de sombra, y de repente oyó un alarido. Alguien embestía como un toro y, aprovechando el impulso, llevaba al argelino hacia la baranda del terrado. Una vez allí, le sujetó las piernas instantáneamente, en un movimiento de catcher . Aquellas piernas pasaron por encima de la baranda.

Méndez lo vio todo como en una alucinación.

Un salto del argelino, que trató de sujetarse a algo.

Al sol que calentaba a las viudas.

A la luna que asustaba a las niñas.

A los árboles lejanos de la montaña, al otro lado de la ciudad.

Méndez tuvo un pensamiento de mala leche: «No los ha alcanzado por poco.»

El cuerpo joven dio una pirueta en el vacío, braceó, volvió a gritar llamando a todos sus hermanos y a todas las madres de la kábila. Dio dos vueltas más sobre sí mismo y se estrelló en la calle, produciendo un cooop de barril que se rompe y dejando hasta las paredes teñidas de sangre.

Méndez se volvió.

El hombre ya no era joven, pues podía contar unos cincuenta años. Pero tenía musculatura de luchador retirado, cuello de toro encelado y cara de consagrado. Consagrado hijo de puta, pensó Méndez. Pocas veces, incluso en sus barrios de muerte, había visto una dureza así. El hombre entreabrió las piernas, le miró y dijo con voz opaca:

– ¿Usted es Méndez?

– Sí.

– ¿Se siente bien?

– Me he cortado al afeitarme.

– Le he salvado la vida, Méndez.

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