Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Segundo punto: ¿en qué calle la mató? Supongo que habrán encontrado más sangre que en un matadero.

– Claro que sí. Es la calle Caballero, muy aristocrática y tranquila, sobre todo a partir de las dos de la madrugada. Allí había no sólo un lago de sangre, sino dos trapos completamente rojos con los que el asesino limpió las salpicaduras del coche.

– El también debió de quedar como para ir a la tintorería… -dijo Méndez.

– No tanto, porque se supone que en el momento del degüello estaba protegido por el cuerpo de la víctima. De todos modos, quizá eso explique la manchita en la tapicería del coche. No puedo darle más datos, Méndez: ya sabe que el crimen perfecto no es el crimen científico. El perfecto es el que comete un tío desconocido, en una calle solitaria y con un garrote.

– Un asesinato celtíbero -dijo Méndez.

– Con lo que le he dicho, tiene que ayudarnos a encontrar al moro, si se trata de un moro. ¿Se ha hecho ya una idea de la situación?

Méndez no tenía apenas datos, pero susurró:

– Usted piensa que es un moro, argelino, tunecino o marroquí preferentemente, que vive en los barrios bajos de Barcelona. Y como yo conozco un poco los barrios bajos de Barcelona, me ha endosado el muerto a mí.

– Más o menos.

– Le diré lo que pienso: ante todo, tiene que ser un tío relativamente acomodado, con casa propia, o sea, que no vive en una pensión.

– ¿Por qué?

– Porque en una pensión no podía presentarse con manchas de sangre en la ropa y luego dársela a lavar a la patrona.

– Es verdad. Debe de vivir solo en un piso, y en este caso se lavó la ropa él mismo.

– Segundo punto -dijo Méndez-: por tanto, tiene algún dinero. Paga un alquiler, va de putas aunque sean baratas, y a las putas no les extraña verle en un buen coche.

– También es verdad.

– La mayoría de los coches los roba en plan profesional, lo que indica que podría trabajar para una red de los que birlan bugas de grandes marcas para entregarlos a unos «exportadores» que les cambian la identificación.

– He pensado lo mismo -dijo el inspector-. Dos hombres están preguntando en la zona si alguien se presentaba allí con un coche distinto cada vez. Las tías se fijan en todo.

Méndez negó con la cabeza.

– No lo haría -susurró-. Debe de rodar con un coche aceptable o incluso bonito, pero no de gran lujo. Los coches de gran lujo que roba son para el negocio, y cuanto menos los enseñe, mejor. Del sitio donde los birla han de ir en línea recta al sitio donde les cambian todos los números, y él lo hace siempre así, porque el trabajo es el trabajo. Nunca mezcles las cosas. Donde comes, no cagues. Donde tienes la olla, no metas la polla.

– Siempre será usted un policía de los barrios bajos, Méndez.

– Con mucha sabiduría popular.

– Bueno, déjese de coñas y siga resumiendo.

– Resumo: moro seguramente, dueño o inquilino de un piso, con un coche pasable, con buena vida aunque sin medios de vida conocidos, frecuentador de ambientes nocturnos y putero benemérito. Ése es el cuadro.

– Pues ese hombre es suyo. Jódalo, Méndez.

Méndez dijo educadamente:

– Delo por jodido.

Y salió.

La verdad es que sabía exactamente quién había ordenado aquel crimen y en qué lugar vivía, pero no podía atacarle directamente. Ir a a él sin pruebas sería como darse golpes contra la pared. Hizo crujir sus nudillos y pensó que el moro (si era un moro) podía ser una prueba, pero tenía que cazarlo vivo. Inició su investigación nocturna por uno de los servicios dedicados al automóvil más importantes que hay en la ciudad, aunque no figura en las guías. Todas las mujeres de la Escuela Oficial de Lenguas le dijeron lo mismo: coches los hay de todas clases, clientes los hay de todas clases y cabrones los hay de todas clases, pero a la hora de correrse todos dicen lo mismo. Estaría bueno que nos fijásemos y que les hiciéramos ficha. De modo que no preguntes más, lárgate y que te den, macho.

Ni siquiera la trágica muerte de la Encarna las impulsó a hablar, porque todas tenían miedo. Vamos a ver: te chivas a un poli, vas a la comisaría, donde tienes que firmar, vas a un tribunal, donde enseñas la jeta, vuelves a la calle, donde enseñas el chumino, y te degüella el criminal que has ayudado a condenar, pero que ya ha quedado libre. Hala y que le den, Méndez, si es que no le han dado ya, que por el aspecto lo parece. Sólo una le insinuó que la Encarna iba a veces con un argelino que le pagaba bien, pero que la tenía aburrida porque era muy violento y muy vicioso en el coche. El dato de la altura coincidía: sobre uno setenta y cinco. ¿Solía ir armado? No lo sé, pero los argelinos siempre van armados, dijo la mujer mientras se perdía en la sombra.

¿Era ése el hombre que había convencido a la Encarna para que atrajese a Parra a la encerrona? No, seguro que no era él, pensaba Méndez. Tenía que ser alguien de más categoría, con dotes de convicción, que había sabido engañar a Encarna diciéndole que el atraer a aquel hombre era sólo para una broma y le había prometido encima una buena cantidad de dinero. El argelino (si se trataba de un argelino) era un simple ejecutor, que en el caso de que se fuera de la lengua también aparecería muerto.

Méndez, una vez consultadas las doctoras en Lenguas, pasó consulta con las mujeres de su barrio (que en muchos casos eran las mismas).

– ¿Aquí argelinos? -le dijo la Nati, un bloque de cemento de dos metros, menos por el lado de los pechos, donde hacía dos metros y medio-. Aquí argelinos ni uno. En esta manzana de casas hay mucho moraco, pero ni esos quieren a los argelinos, que son muy violentos y hacen rancho aparte. Busque en otro sitio, Méndez.

– Yo me parece que conozco a uno -dijo su marido, el Johnny, que medía cincuenta centímetros, menos por el lado del miembro viril, donde medía ocho-. Chulea diciendo que vive mejor que nadie.

– Tú te callas -ordenó la Nati.

– ¿Por qué lado vive? -preguntó Méndez.

– Por…

– Tú te callas, Johnny.

– ¿Tiene piso propio?

– Yo creo que…

– Johnny, que te follen -dijo su mujer.

Al Johnny lo follaron.

Era difícil meterse en el laberinto de calles en reconstrucción, pisos en reparación y retretes en desinfección, dentro del mundo que frecuentaba Méndez. Y eso que Méndez conocía el terreno muy bien. Los inmigrantes legales se escondían, no fuera que los declarasen ilegales, y los ilegales (previa activa persecución por terrados, buhardillas clandestinas y antiguos palomares de la ciudad) juraban que no conocían a su padre, aunque suponían que se llamaba Mohamed. Méndez adelantó poquísimo en aquel terreno, aunque desde el principio había dado por supuesto que sería una cuestión de paciencia.

Consultó fichas sobre árabes pendencieros, explotadores de mujeres, derrochadores de dinero y ladrones de coches. Nada. El árabe vive en el subsuelo de la ciudad, y por tanto intenta llamar la atención muy poco. Algunos jovencitos se dedicaban a contentar señoras de culo ancho, desengañadas de todo. «No sabe usted lo terrible que es, señor Méndez: no hablan de pagarte hasta que les has echado tres.» Fue uno el que le dio la primera pista:

– Hablaré, señor Méndez, pero usted tiene que conseguir que me pague lo que me debe la dueña del súper.

– Pagará, amigo mío, porque de lo contrario le echaré un polvo yo.

– Entonces sí que no afloja la mosca, señor Méndez.

– Al contrario, antes de que yo le eche el segundo paga lo que sea.

– Bueno, pues por lo que usted dice podría ser el Kabir.

– ¿Por qué lo dices?

– Es más o menos de esa estatura, tiene cara de mala leche y sabe robar coches.

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