Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Le pescarán, Gomara.

– ¿Por qué?

– Piense un poco: cuerpo partido en dos por la sierra. Tío que ha alquilado la serrería vacía. No es tan difícil.

– Y usted piense un poco también, Méndez: la serrería la ha alquilado una sociedad extranjera por medio de Internet. El pago lo ha hecho la sociedad extranjera con dinero electrónico. En Internet se perderá la pista.

Méndez contempló admirado la habitación: los cuadros, la platería, las alfombras, los muebles de firma. Sólo faltaban los pezones de las niñas.

– Tiene usted una bonita casa -murmuró.

– Es lógico. Hago negocios en Barcelona y necesito dar una sensación de solvencia, que en este caso es, además, una sensación perfectamente ajustada a la realidad.

– ¿Me equivoco al pensar que, si ahora vive aquí, es porque no se puede soportar los recuerdos de la casa de Recoletos?

– No, no se equivoca.

– ¿Se da cuenta de que ha confesado, Gomara?

– Sí.

– ¿Y se da cuenta de que puedo denunciarle?

Gomara lanzó una risita tenue.

– Méndez, no sea ingenuo. Sé lo bastante de usted para saber que no lleva una grabadora, pero antes de que salga me aseguraré de que es así. Luego podrá acusarme, claro. ¿Pero de qué va a servir? Usted es un policía despreciable, al que nadie va a creer, mientras que yo soy un banquero de prestigio nacional. Soy un hombre de prestigio, Méndez, métase esto donde le quepa. Me deben favores los jueces, los altos policías y ya no digamos los políticos, que si están en ese trabajo es sólo para ganarse la vida. Pero hay más: también soy un hombre con un cierto golpe de vista. Y sé que usted no va a hacer nada por salvar lo que aún queda de la corta vida de Leo Patricio. Nada. Tal vez lo que hará será leer el informe de la autopsia. ¿Y qué dirá entonces? Por favor, refrésqueme la memoria.

La serpiente vieja musitó:

– Bien muerto está. Que le den pol saco.

– ¿Lo ve? Usted también conoce la vida, Méndez. La vida no se explica sin la muerte. La vida siempre arroja un excedente biológico, un exceso de producción que hay que eliminar. En la vida hay mucha basura. Limpiémosla. Y no lloremos sobre el cubo de los desperdicios, porque eso es una idiotez. Al contrario, si el cubo contiene el cuerpo aserrado de un culpable, bailemos encima. Incluso no hay que llorar aunque contenga el cuerpo de un niño.

– ¿Usted no cree en nada, Gomara?

– No.

– Es un hijo de puta.

– ¿Y qué? No me siento ofendido por eso, aunque contestaré a su insulto. Mire, Méndez, ya habrá adivinado por lo que le he contado de los chinos que soy muy aficionado a las fotos antiguas. Y una vez vi una foto de tiernos niñitos en una escuela de primaria.

– ¿Sí? ¿Y qué?

– Uno de aquellos tiernos niñitos era Adolf Hitler.

Dio una larga chupada a su habano, concentrándose en sus pensamientos, y añadió:

– Ya habrá adivinado que desprecio el ABC de la sociedad, pero eso no me preocupa. Al contrario, sé que es el privilegio de los grandes hombres. Y ahora puede pensar en irse, porque creo que lo sabe todo. Incluso se ha hartado de ser fumador pasivo de las mejores labores cubanas, que al fin y al cabo resumen el sudor del pueblo. ¿Algo más?

– Sí -dijo Méndez, encogiéndose un poco-. Quizá no se molestará si tengo alguna otra pregunta que hacerle.

– No me molesto. Mi cortesía, pero también mi desprecio, llegan hasta el extremo de permitirle seguir hablando.

– ¿Qué otros negocios tiene usted, Gomara? Sus guardaespaldas asesinos hijos de puta no son los propios de un banquero normal.

– ¿Y usted sabe lo que es un banquero normal, Méndez?

– No.

– Pues cállese.

– ¿Alguien que tenía alguna relación con la casa de los altos de Serrano, concretamente un joven, viajó a París por cualquier motivo?

– ¿A París para ver a quién?

– A una chica que se llama Carol Mayor, hija de un hombre rico, separado de su mujer, que se llama Pedro Mayor.

Gomara se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea de quiénes pueden ser esas personas. Jamás he oído esos nombres.

Méndez tuvo la sensación de que el banquero decía la verdad. Pero hizo otra pregunta:

– Por pura curiosidad, Gomara: ¿de veras piensa atrapar a Leo Patricio? Está soñando si piensa que él se va a fiar de usted. Está soñando si piensa que se va a fiar de su otro asesino, ese fenómeno del ruedo cuyo nombre ignoro todavía. No caerá en una trampa.

– Bueno… Quizá tenga razón, Méndez. Ya he pensado en eso. Puede que elija a otra persona para acorralarle.

– ¿Una mujer?

– A todos los hombres nos acaba acorralando una mujer, eso es verdad. Y encima nos las damos de listos. ¿Pero por qué lo pregunta?

– Porque Alberto Parra llegó de manos de una mujer al sitio con espejitos donde ya le estaban aguardando los descuartizadores.

Gomara no se inmutó. Se encogió de hombros simplemente.

– Es posible -musitó.

– Esa mujer aparecerá muerta, ¿verdad?

– Es posible.

Méndez achicó los ojos aún más. Ahora la serpiente vieja no sólo miró. También lanzó una especie de silbido.

– Gomara -dijo-, ha cavado usted su tumba.

– ¿Yo? ¿Por qué?

– Hay cosas que puedo entender y hasta perdonar. Otras no. Otras me sublevan. Me vuelven negro hasta el semen.

– ¿Qué semen?

Méndez encajó el insulto con un pestañeo. Aunque quizá no fuera un insulto, quizá fuera una verdad.

– Cuando aparezca el cuerpo de esa mujer iré a por usted, Gomara. Iré a por usted. Lo juro.

– ¿Y qué cree que podrá hacer? Nada, Méndez, nada. Ningún jefe creerá en su palabra, ningún juez dará curso a una denuncia, a menos que haya pruebas. Y pruebas no habrá ninguna. Puede usted forzar las cosas, naturalmente, organizando un escándalo periodístico, porque yo soy una presa, digamos, llamativa y apetecible. Pero si habla con un solo periodista llenaré de querellas por difamación todos los tribunales de España. Hundiré periódicos. A usted no tendré que molestarme en hundirle, porque ya lo está.

Depositó su segundo habano en el cenicero, para dejarlo morir con dignidad. Luego musitó:

– Seguro que no se ha encontrado nunca con alguien como yo, con tanta capacidad de desprecio.

– Lo que es seguro es que nunca he hablado así con un criminal, Gomara.

– Tal vez le da por pensar que he cometido una imprudencia.

– Una imprudencia lógica, Gomara. Tantos estudios de psicología y no ha pensado en su reacción. Usted está orgulloso de la venganza que ejerce sobre los asesinos de su hija. Le parece que así la resucita. Y necesita contárselo a alguien.

Gomara pareció reflexionar. Dio una cabezada, torció la boca a un lado y susurró:

– Bueno… Es curioso, pero quizá tenga razón.

– También tiene un orgullo tan desmedido que escupe sobre el peligro. Se cree el centro del mundo.

– No, Méndez. Soy un hombre con más dosis de humildad de lo que usted piensa.

– Todos los que se consideran el centro del mundo dicen lo mismo para justificarse. Una vez dieron la mano a un conserje: en consecuencia, son humildes. -Añadió-: Claro que eso es para ellos como una especie de defensa propia.

– Cierto, Méndez, tal vez tenga razón. Pero en mi caso he creado un imperio.

– ¿Para quién, Gomara? En primer lugar fundó su imperio para poder creer en sí mismo. ¿Pero luego para quién?

Gomara vaciló un momento. Al fin musitó:

– Para mi hija.

Méndez guardó silencio. El aire de la habitación había cambiado. Hasta el humo de los habanos se estaba agriando.

– Lo siento, Gomara -musitó-. No hay nada peor que un imperio creado para nadie.

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