Pero tenía que probar.
Al conserje full-time le tuvo que enseñar la placa, pero no le dijo que era para investigar a Gomara, sino todo lo contrario: era para que él le aclarase unos datos sobre una estafa que le habían hecho a su banco. Arriba en el piso, también le enseñó la placa a una doncellita que le enseñaba las tetas. La doncellita le dijo que el señor Gomara no estaba, que se había ido a cenar a Via Véneto.
El restaurante Via Véneto no está lejos. No está lejos de ningún sitio donde se muevan el dinero y la clase de la ciudad. Lugar que reúne todas las virtudes decadentes (elegancia, discreción, comodidad, silencio), en sus mesas se reparten cuentas de beneficios, altos cargos, cabezadas ministeriales y presupuestos de televisión. Era un mundo completamente ajeno a Méndez, a sus vinos de pajar, sus cazallas de garrafa y sus albóndigas de guardia civil, pero lo único que le tranquilizaba era que allí no se había repartido nunca el culo de un policía soltero. Veremos qué pasa. Hala, Méndez.
Una mesa para un caballero solo. Muy bien, señor. Méndez se acomodó y contempló atónito el desfile sobre las mesas: caviar del Caspio, langostas del Cantábrico, calamares que hablaban euskera y costillitas de cordero nonato. Botellas de Vega Sicilia, de Petrus, de Cháteau Latour y de brunellos vendimiados por Juan XXIII cuando era patriarca de Venecia. Méndez añoró las hogazas de pueblo, las chuletas de buey jubilado y los grandes vinos de tinaja.
Monge, el dueño, le atendió personalmente, como hacía siempre. Comprendió en seguida que aquel extraño comensal no podía gastar mucho, y le ofreció discretamente un menú asequible, dentro de la categoría del local: crema de mariscos, salteado de setas y, para beber, un Raimat, un vino leridano que casi podría venir a pie. Méndez, aunque poco habituado a leer revistas de economía y política, vio allí a los rostros más importantes de la ciudad. Qué placer no ha de sentir el caviar al navegar, no por Internet, sino por la lengua de una alcaldesa. Pero lo más importante para Méndez era que estaba sentado casi al lado de Gomara.
Este también comía solo, y se miraron sin disimulo los dos. Seguro que Gomara, cuyos servicios de información le daban los datos de todo, sabía quién era Méndez, y lo que éste buscaba al aventurarse en aquel terreno lleno de suflés. Su mirada de desprecio paseó por el traje rozado de Méndez, sus bolsillos cargados, no de avales, sino de libros, sus zapatos de rebajas de enero y su nómina de fin de mes. Sin dejar de mirarle, se bebió despectivamente su copa de Cháteau Laffite como si se bebiera de golpe toda la miseria contenida y todos los quinquenios de Méndez.
Méndez le contempló también, consciente de que era la primera vez que miraba cara a cara a un asesino de altura. Orestes Gomara tendría unos cincuenta años muy bien puestos, o sea, que estaba en la mejor edad para llenar a las mujeres de billetes y licores seminales concentrados. Aunque algo grueso -cosa inevitable tras las comidas de trabajo-, se le veía fuerte y musculoso -cosa recomendable tras los hoyos, las saunas y los gimnasios también de trabajo-. Vestía ropas de alta calidad, de esas que antes te hacían los sastres del paseo de Gracia. Había pedido de primero unas angulas ya casi milagrosas, recogidas una a una en el delta del Ebro, a los acordes de un vals.
No hubo disimulos entre los dos. Méndez iba a por él, y Gomara sabía que iban a por él. Lo admirable era la entereza (o quizá el desprecio) con que aceptaba aquel desafío. Los dos comieron mirándose, aunque Gomara acabó más tarde, porque tomó un café y un Armagnac y pidió al camarero que le encendiera un Partagás 8-9-8.
Fue en la puerta cuando le preguntó a Méndez:
– ¿Le molesta?
– ¿El qué?
– El tabaco. El tabaco dentro del coche.
Estaba ante un Mercedes 500 que acababa de traer el aparcacoches. El negro impecable era un negro de viuda recién iniciada, los asientos de piel suavísima parecían hechos con virgos cosidos, y el volante forrado con entrepierna de mulata. Pero qué mal pensado eres, Méndez, policía tronado, cabrón de bajura. Sonrió y le dijo al banquero:
– ¿Puedo fumar yo también?
– ¿Fumar qué?
– Puritos andorranos.
– Imposible. Luego tendría que cambiar todo el sistema de climatización del coche.
– Entonces no fumaré. ¿Adonde va a llevarme?
– A mi casa. ¿No quería verme?
– Me extraña que se haya enterado tan pronto.
– Me informan de todo el que se me acerca a menos de diez millas náuticas, aunque sean ministros y otras personas de conducta dudosa. Pero, además, usted ha estado antes en casa: la doncella me ha informado en seguida por el portátil.
– La de las tetitas -dijo Méndez con absoluta desvergüenza.
– No la contraté por eso. Bueno, ¿sube o prefiere tomarse un café en sus barrios y dejar que su cadáver aparezca en la Rambla?
– Subo.
El vigilante de la finca se ocupó del coche. Méndez fue introducido en un piso que tenía vitrinas llenas de plata, paredes llenas de cuadros y dos doncellitas llenas de pezones. El viejo policía estaba más admirado cada vez, no ya de la riqueza, sino de la audacia de Gomara. Aceptó sentarse en un chéster suavísimo, hecho sin duda con piel de diputada tory.
Gomara dijo:
– Aquí puede fumar.
– No, gracias. Prefiero oler el habano de usted. Siempre he soñado con ser fumador pasivo de un 8-9-8.
– Como quiera. Usted se llama Méndez.
– Veo que lo sabe todo.
– No es tan difícil. Trabaja en una comisaría de la parte baja de la ciudad. Tiene una mesa junto a los urinarios. Le encargan trabajos difíciles, como perseguir rateros de autobús, controlar los culos de la morería y contar los canutos de hachís que se venden en la esquina.
– Eso era en los buenos tiempos, cuando tenía carta blanca para patrullar las calles y detener a los maricones en los mingitorios subterráneos. Ahora, ni mingitorios subterráneos quedan. Y encima los maricones son mis mejores amigos. Hace tiempo, señor Gomara, que no me encargan nada, absolutamente nada. Estoy desamparado y haciendo de prejubilado en la puta calle.
– Yo podría encargarle algo.
– ¿Qué?
– Cinco millones y me olvida.
– No.
– Siete.
– No.
– Usted es pobre y morirá pobre, Méndez. El mundo es de los que saben aprovechar su oportunidad.
– Tampoco gasto mucho, y además soy una persona de mal gusto. Me basta con lo que tengo.
– ¿Por qué me persigue?
– Por sospechas.
– ¿Por sospechas?
– Así empieza actuando la policía, aunque muchas veces actúe en el vacío. De todos modos, reconozco que éste es el trabajo más extraño que he tenido.
– ¿Extraño por qué? Oiga, ¿recibe usted bien el humo del habano?
– Sí.
– Debería hacérselo pagar. Pero le he formulado una pregunta: ¿por qué es extraño su trabajo?
– Por varias razones, y se las voy a enumerar. Una: nunca he conocido a un criminal que no trate de huir. Dos: nunca he conocido a un criminal que me trate con tanto desprecio. Y tres: eso me hace pensar que nunca he conocido a un criminal tan rico.
Orestes Gomara no se alteró. Si alguna impresión le habían causado aquellas palabras, no lo demostró en absoluto. Dio una chupada a su habano y observó en el vacío las volutas del humo.
– ¿Yo criminal?… -fue lo único que susurró, al cabo de unos instantes.
– Empezaré por el principio. Supongo que no van a volver a entrar esas dos doncellitas que usted tiene, con pezones de pitiminí. Supongo también que en la habitación no hay micros, y si los hay, peor para usted, porque en todo caso esta conversación no me perjudicará precisamente a mí. Yo tampoco llevo ningún micro porque no es mi forma de trabajar. Puede registrarme.
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