Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Es usted un hijo de puta, señor Méndez.

– Eso me lo dicen al menos una vez a la semana.

– No se puede olvidar el lenguaje de algunos barrios, ¿verdad?

– Ni me interesa olvidarlo.

Dio cinco pasos por la habitación -ejercicio más que suficiente para estar en forma- y añadió:

– Insisto en que esto ha tenido que hacerse de una manera profesional y fría, o sea, que no creo que los de Homicidios encuentren huellas ni pistas. De todos modos, los avisaré en seguida. Yo no tengo material para buscar nada.

– ¿Interrogará antes a la nena con la que yo tenía que ir? ¿La universitaria?

– No te has fijado bien en ella, Amores. Esa Virgen del Rectorado tiene al menos treinta años. Pero hablaré con ella, claro que sí. Puede saber algo.

Salió y fue hacia la puerta tras la que estaba el último amor eterno de Amores, aunque llevando la placa por delante para que nadie se confundiera. De todos modos, sospechó que ella le tomaría por un ayudante del forense.

El último amor eterno se había sentado al fondo de una habitación muy similar a la primera. Estaba espatarrada y mostraba las braguitas de colegiala. Era el único detalle de la santa infancia que había en ella, porque el rostro hablaba de docenas de hombres que habían soñado con una perversión. En sus ojos pequeños y helados, color mercurio, había una máquina de calcular que se estaba quedando sin pilas. ¿Méndez había hablado de treinta años? Debía de tener treinta y cinco. Detrás de ella -pensó- tenía que haber un apartamento en Pedralbes pagado con dinero rápido, un coche comprado a plazos, un amor de toda la vida que en realidad era un chuloputas, unos padres jubilados que iban todos los días a misa y vivían en Talavera de la Reina.

Méndez susurró:

– ¿Tú trabajas siempre aquí?

– Sí. ¿Y qué? Mi oficio es más honrado que el suyo.

– No lo discuto. ¿El pájaro que venía conmigo era tu primer cliente de la tarde?

– No. El segundo.

– ¿Le has dicho que iba a desvirgarte?

– Más o menos.

Y añadió mirando procazmente a Méndez:

– Tampoco le he engañado tanto. Soy muy estrecha.

– Ah.

– Por la edad que tiene, usted no me la metería ni con un destornillador.

– Muy moderna, nena.

– ¿Y qué? ¿Está prohibido?

– No.

– Por la cara que pone, se ve que no le gusto nada.

– Es que yo soy muy antiguo, y sólo me ponen cachondo las sobrinas de los curas y las monjas de clausura. De modo que lo único que quiero de ti es la lengua. La lengua para hablar. ¿Mientras has estado trabajando aquí has visto entrar o salir a alguien que no conocieras?

– Éste es un sitio de tíos desconocidos. ¿O no lo sabía? Hay algunos clientes fijos, claro, pero la mayoría son babosos que sueñan con una nena, te dicen que te van a hacer daño porque la tienen muy grande y luego resulta que les cabe en una cajita de pastillas para la tos. Pero yo, a veces, hasta grito. Soy una experta.

– Y yo que creí que lo sabía todo -dijo Méndez.

– Usted no sabe nada.

– Es verdad, estoy pasado de moda. Las mujeres que yo frecuentaba no me hablaban del tamaño de nada. Sólo de que sus hijos eran muy buenos y sus maridos unos cabrones. Pero veo que el tiempo pasa. ¿Te has encontrado con alguien que te llamara la atención? Por ejemplo, una pareja de hombres solos.

– No.

– ¿Seguro?

– Seguro. Y no me enrede más, policía, porque lo único que yo quiero es estar en paz, darme masajes, hacerme la liposucción el año que viene y seguir trabajando. Si me complica en algo, diré que ha tratado de pervertirme.

– A ti ya no te pervierte ni un libro de Henry Miller.

– ¿Quién es Henry Miller?

– Nadie.

– Ya decía yo. La policía siempre se inventa nombres de sospechosos para asustar a la gente honrada. Bueno, lo que quiero decir es que declararé que me ha puesto la chapa en la boca y ha querido hacérmelo sin pagar, o sea, por la cara.

– Por la cara yo ya no se lo hago ni a un palomo cojo. Bueno, tampoco me importa tanto esta conversación tan edificante que tenemos los dos. Necesitaba alguna prueba para acusar a una persona que yo sé, porque hoy día, sin pruebas, no vas a ninguna parte. Antes era más sencillo: antes, en las comisarías, las pruebas las tenías a partir de la tercera hostia. Pero lo mismo da. Sé a quién tengo que ir a buscar.

– Muy bien. Usted sabe adonde tiene que ir. ¿Y yo?

– Tú, a la calle.

– ¿Sin cargos?

– Sin cargos.

– De acuerdo, policía. Al fin y al cabo, no tiene usted tan mala jeta.

Se levantó y fue hacia la puerta. Antes de que la abriera, Méndez dijo:

– Mejor que desaparezcas y no vuelvas hasta dentro de una semana. Ni una palabra de esto.

– Pues claro. ¿Qué quiere? ¿Que asuste a la clientela?

– Naturalmente que no. Ah, otra cosa.

– ¿Qué?

– Avísame cuando apruebes la selectividad.

– Descuide. Usted será el primero en saberlo.

Salió.

Méndez se encogió de hombros, aunque estaba decepcionado. Es verdad eso de que hoy día, sin pruebas, no se va a ninguna parte, y él no las tenía. Pero al menos sabía adonde ir. Y estaba decidido a no perder el tiempo.

Amores volvía a tener arcadas. Estaba más al borde de un ataque de nervios que una mujer de Almodóvar. Casi se echó en los brazos de Méndez.

– Por favor, sáqueme de aquí.

– Tienes dos opciones, Amores.

– Sí, ya sé. Una es tirarme por la ventana. Otra, contárselo todo a mi mujer y regalarle una escopeta cargada.

– No. Una opción es volver a tu periódico, decir que has descubierto el crimen y tener una gran exclusiva.

– Ni hablar. Quién sabe si el director era cliente de esta casa. O el administrador. Créame, Méndez: la vida de los administradores es insondable siempre.

– Pues queda la otra opción: lárgate y no hables con nadie de esto. Yo llamaré a Jefatura y ya me las arreglaré. Pero inmediatamente después de llamar voy a hacer una visita.

– ¿A quién?

– A la misma persona que iba a ver cuando te he encontrado a ti.

– Hecho. Me quedo con la segunda opción. Y espero no descubrir un cadáver nunca más.

– Pues empieza por no tener líos con mujeres y por engancharte la cosita entre las dos puertas del armario.

– Santa palabra, Méndez.

Y se fue arrastrando los pies.

Méndez le miró con aprensión, arrepintiéndose de haberle dado aquel consejo.

Porque el otro era capaz de hacerlo. Pobre armario.

20 UNA CUESTIÓN DE PRESTIGIO

La casa era de narices. Calle tranquila, pocos vecinos, parking vigilado, conserje las veinticuatro horas, jardín cuidado por profesionales, árboles plantados por el propio alcalde cuando la ciudad fue olímpica.

Ventanas con doble cristalera. Toldo en la entrada, como en un hotel de Nueva York. Arquitectura de firma.

Méndez valoró los pisos en seguida. De ciento veinte milloncetes para arriba. Dueños de multinacionales, banqueros recién fusionados, hijos de papá, nenas recién casadas que por cada polvo le pedían a su marido un Porsche.

El país marchaba.

Detenido ante el edificio, Méndez reflexionó un momento antes de entrar, diciéndose que sabía tres cosas: que el banquero Gomara vivía allí, que era el principal sospechoso y que contaba con al menos un par de asesinos a sueldo, factores todos ellos que, si bien se miraba, jugaban en contra de Méndez, aparte de que contra Gomara no tenía prueba alguna. ¿Había algo en favor de Méndez? Sí: que Gomara se pusiese nervioso. Pero si no se ponía nervioso y se limitaba a escucharle con una son-risita irónica, Méndez no conseguiría nada.

Aparte de todo, estaba el hecho de que Méndez sólo sabía una cosa: Gomara estaba vengando a su hija Virgin. Pero nada más; otras cosas seguían siendo un misterio para Méndez. Por ejemplo, ¿qué relación existía entre la infanta Carol y el joven bien vestido que la había visitado en París? ¿Y qué relación existía entre aquel joven y el banquero Gomara? Sólo la casa de los altos de Serrano, ninguna otra cosa. Y Méndez sabía que, de momento, ése era muy poco bagaje para hacer una acusación.

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