Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Le pareció providencial. De hecho, Amores ya estaba decidido a arrojarse, no en brazos de su mujer, sino bajo las ruedas de un autobús urbano.

Por eso, vacilando y tropezando con las farolas, corrió hacia él mientras gemía:

– ¡Méeeeeeendez!

19 UNA CUESTIÓN DE FALDAS

Méndez lo recibió con el natural espanto. De hecho, el que pensó lanzarse bajo las ruedas de un autobús fue él. Balbuceó, frenándolo:

– Amores, ¿qué te pasa?

– ¡Méeendez!

– ¿Qué?

Amores pudo respirar al fin. Se apoyó casi en los frágiles hombros del policía, mientras en torno suyo giraban las nenas, orinaban los perros de los banqueros, se embotellaban los coches y se apreciaban, en fin, todos los signos de una ciudad en marcha.

– ¡Méndez!

– Repito: ¿qué?

– He descubierto un cadáver.

– Hostia, Amores. El día que te mueras, el que descubrirás tu propio cadáver serás tú.

– Hablo en serio. Yo no tengo la culpa de ser un hombre de mala suerte, Méndez.

– Menos culpa tenemos los demás. Eres una infección pública, Amores. La mala suerte también se contagia.

– Eso es cierto, inspector. Es una verdad consagrada. Vaya usted con un pobre y acabará siendo pobre, vaya usted con una mujer violada y lo acabarán violando a usted. Pero de verdad lo siento, Méndez, porque lo aprecio. Antes le tenía miedo, sobre todo cuando lo veía en aquella comisaría tan fúnebre cerca de la Rambla, pero ahora me doy cuenta de que usted siempre ha sido un amigo.

– Menos rollo, Amores. No vomites las palabras y dime lo que ha sucedido.

– Yo tenía una cita con una mujer.

– Cosa rara.

– Y ha salido mal.

– Cosa rara.

– Repito que le estoy hablando en serio, Méndez. Era un asunto de los anuncios de «Relax». Una universitaria de verdad. Mirada blanca y fatigada por el estudio. Unos calcetinitos cortos. Un libro.

Méndez balbuceó:

– La leche. No me digas, Amores, que te has tenido que follar el libro.

– Ni eso. Habíamos quedado aquí. Como ella lleva los asuntos con mucha discreción, me señala ese edificio. «Te espero en el segundo piso, sexta puerta. Llamas por el interfono y te abriré. Todo muy fácil.»

– En efecto, parece muy fácil. ¿Y cuál es el problema?

– Ella me ha abierto.

– Pues más fácil todavía. Pero se me ocurre una pregunta: ¿además de interfono había portero? ¿Te has equivocado y te has tirado al portero?

– Méndez, repito por enésima vez que estoy hablando en serio. No me he confundido con nadie, excepto con la puerta. Al llegar al segundo piso, no me acordaba muy bien de si ella me había dicho la quinta puerta, la sexta o la octava.

– Muy propio, Amores.

– En todo caso, suponía que estaría entreabierta y que por eso no me podía equivocar.

– Y tú has avanzado audazmente. La chica te estaría esperando sin nada puesto, excepto los calcetinitos blancos.

– Pocas bromas, Méndez. Era un momento importante. Si al dejar a la chica estás decepcionado y vacío, antes de llegar a la chica estás ilusionado y lleno. ¿Cómo se comportará? ¿Sabrá mover el culo? ¿Hará el francés? ¿Se habrá quitado ya la ropa? De modo que avanzo por un pasillo lleno de puertas detrás de las cuales parece no haber más que oficinas siniestras. Pero ya lo sabe usted, Méndez: algunas chicas decentes se folian a la clientela al lado de un ordenador. Yo busco una puerta sólo ajustada y de pronto la descubro. Coño, aquí es. Entro y se me queda un nudo en las tripas, una picadura de avispa en el capullo, un grito en la garganta.

Méndez se compadeció.

– Lo de la picadura de avispa en el capullo es lo peor de todo, Amores. Pero dime de una vez qué es lo que has visto.

Amores estuvo a punto de lanzar el grito que se le había atravesado en la garganta. Y gimió:

– ¡Venga, Méndez!

Fue Amores el que oprimió el botón del interfono, arriesgándose a equivocarse. Pero no se equivocó. La voz de la chica destinada a ser Rector Magnífico sonó con estridencia:

– ¡Ya era hora, coño!

Sonó un zumbido y la puerta se abrió. Méndez dedujo que Amores no había llegado a encontrarse con la chica decente que follaba al lado de un ordenador. Seguro que se había equivocado, al encontrar una puerta ajustada que estaba situada en el mismo pasillo, pero antes. Y mientras tanto la chica decente quitándose y poniéndose los calcetinitos blancos.

La vieron salir de una puerta situada al fondo. Iba vestida y parecía indignada. Blandió amenazadoramente el libro.

– ¡Pedazo de cabrón, con dos tíos, no! ¡Yo soy muy decente!

Dio un paso atrás y añadió:

– En todo caso, podías habérmelo dicho antes y hubiese llamado a una amiga.

Amores parecía aterrorizado y se quedó quieto, de modo que fue Méndez el que avanzó un paso, mientras mostraba su placa.

– Policía, nena. Pero no temas, porque no va contigo. Quédate en tu habitación, cierra bien y no salgas hasta que yo te avise.

Ella obedeció en seguida. Méndez giró la cabeza.

– ¿Dónde, Amores?

– Aquí…

Estaban casi al lado. Una puerta ajustada no dejaba ver el interior, pero daba la sensación de que alguien te estaba esperando dentro. Un silencio denso, absoluto, se respiraba en aquel lado del pasillo. Nadie había salido a ver qué pasaba, señal de que las oficinas y apartamentos estaban ya vacíos, o quizá habitados por gente que no quería enseñarle la cara ni al señor obispo.

Méndez empujó la puerta. Por pura deformación profesional, se fijó ante todo en los detalles de la habitación y en los rincones donde podía estar oculto alguien. El apartamento era pequeño, sin duda una antigua oficina compuesta de recepción, sala de espera, despacho y baño. Pero aquello llevaba mucho tiempo sin ser oficina, qué diablos. Había dos espejos, un tocador ovalado, un diván, un mueble bar, un montoncito de revistas porno y un equipo musical que desgranaba una melodía de los años cuarenta. Ningún rincón sospechoso y ninguna cortina amplia tras la que pudiera ocultarse alguien. De todos modos, Méndez sacó su pesadísimo Colt 1912, una pieza digna del acorazado Missouri.

– Sígueme, Amores, y sobre todo cierra la puerta.

Amores lo hizo. Su brazo izquierdo señaló hacia la habitación del fondo mientras gemía:

– Está ahí.

En efecto, estaba allí. Era un hombre joven, de unos treinta años. O había sido un hombre joven. Tenía pinta de atleta barato, de ligón de disco, de gigoló cabroncete y que cobraba antes de sacarla. Tenía pinta de hijo de puta posgraduado. O la había tenido.

Méndez tenía estómago y había visto cadáveres quemados, degollados, colgados o perforados analmente por la morería. Nada le quitaba el apetito, ni aunque estuviese ante unas morcillas de Burgos que llevaban unas semana en la barra. Pero esta vez se quedó sin aliento.

Oyó que Amores caía a su espalda. El audaz reportero no había soportado ver aquello por segunda vez.

El cadáver tenía dos amplias señales de sangre en la cabeza, indicio de que lo habían golpeado con algo muy duro, seguramente una culata, y lo habían dejado sin conocimiento. Pero la expresión de indecible horror de su cara indicaba que el asesino o asesinos habían esperado a que lo recobrase, para que se diera perfecta cuenta de lo que iba a suceder.

Estaba atado de pies y manos con dos tiras de plástico que habían llegado a atravesarle la piel. Méndez observó los nudos, venciendo su primera impresión de horror y de asco. Eran sólidos y firmes, seguramente unos nudos de marinero.

El cadáver conservaba la americana, la camisa e incluso una corbata chillona que parecía el anuncio de unas vacaciones en Miami. Pero los pantalones y los calzoncillos estaban bajados. Y era allí, en el pubis, donde se había producido la horrible carnicería.

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