Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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¿Un hombre como Orestes Gomara podía hacer negocios allí? Pues claro que sí. Para eso está la angustia de los viejos: yo le compro el piso y usted podrá habitar en él hasta el día de su muerte y encima cobrando una rentita, pero procure que los viáticos se los den bien pronto. Y usted, señora, no sé qué coño hace aquí, con tanta humedad, tanto espacio desaprovechado y con goteras hasta en la almohada. Usted se va, y nosotros le pagamos un geriátrico de lujo en la parte alta, donde la radio sólo da poesías de Salvador Espriu y nada más amanecer ya se ponen a cantar los pájaros.
Lógico que Gomara pasase una larga temporada en Barcelona, ciudad que conservará por lo menos hasta el año tres mil el espíritu olímpico. Tenía unas oficinas en la Gran Vía, cerca de la calle de Bailen, entre el monumento al doctor Robert, gran hombre que curiosamente se hizo famoso por no querer pagar impuestos, y el hotel Ritz, lugar donde todo el mundo los paga.
Las oficinas no eran sitio para que Méndez le visitara. Por tanto, se enteró de que también tenía un piso en la carretera de Sarria, muy cerca del antiguo campo del Espanyol, donde en las noches de viento aún flotaban las cenizas de muchos catalanes que mientras gritaban «Goool» morían de un infarto.
Méndez no sabía bien de qué iba a hablar con aquel hombre, con aquella especie de peligro público. Pero él siempre había creído que la investigación forma parte, no de la ciencia, sino de la vida, y por tanto está sujeta a los avatares de la vida. En la ciencia te ciñes a un programa; en la vida tienes que probarlo todo, porque algo puede salir. Y Méndez pensaba que algo saldría, que al menos Gomara se pondría nervioso y descubriría alguna de sus cartas.
Su cabeza dio vueltas por todas las posibilidades, y sus pies dieron vueltas por las calles de Bruc, Lauria y Girona, vieja tierra de abogados que engañaban a sus esposas con el Aranzadi y de pasantes que hicieron durante cuarenta años el mismo camino, convencidos de que al año siguiente se ganarían la vida. Vieja tierra de comerciantes del textil que tenían en el armario el cadáver de un dependiente, y una cama y una querida siempre esperando debajo de un telar. Vieja tierra, en fin, de notarios que una tarde, hartos de firmar escrituras, cerraban la ventana, se daban cuenta de que no habían vivido y por un momento soñaban escriturar la compra de un recuerdo. Pero toda aquella tierra le gustaba a Méndez aunque no fuera la suya: conservaba su señorío burgués, su historia, su clase. Su aire de pago al contado. En un país donde todo se destruye para poder hacer más habitaciones y colocar más televisores, Méndez agradecía que el Ensanche perdurase, que la ciudad hubiera sabido conservarlo.
En el Ensanche estaba la oficina de Gomara, pero Méndez decidió no verlo allí; era mejor el piso de la carretera de Sarria. De modo que tomó con aire furtivo un autobús urbano, el 7, que llegaba hasta la parte alta de la ciudad, hasta el hotel Juan Carlos I y la Zona Universitaria, por lo que el vehículo, aun a aquella hora, iba cargado de nenas con delantera atómica. Méndez volvió a comprobar con horror que, al verlas, no sentía absolutamente nada.
Se apeó casi enfrente del hotel Hilton, dispuesto a volver atrás y hacer un trecho a pie para acabar de ordenar sus pensamientos. Las aceras de la Diagonal estaban tranquilas, sólo frecuentadas por ciclistas desesperados que se preparaban para el tour de la plaza Catalunya, palomas mensajeras que se le habían escapado al Estado Mayor de Croacia y corredores de jogging tan agotados que se limpiaban con la lengua la propia camiseta. Aun así, para Méndez, el ambiente respiraba paz. Fue a situarse en el centro de la acera cuando de repente lo vio.
Cara demudada. Ojos fuera de las órbitas. Manos temblonas. Color amarillo de santo castellano. Amores casi cayó en sus brazos mientras gemía:
– ¡Méeeeeeeendez!
Poco antes, Amores no estaba así. Poco antes, Amores, en el archivo del diario, estaba tomando notas sobre la historia de un asesino cabrón, quien se había quedado con todas las propiedades de una viuda a cambio de pasarle una pensión, la había envenenado al mes siguiente (cosa que la viuda jamás imaginó, pese a lo imaginativas que pueden ser las mujeres), había logrado un certificado de muerte natural, que le libraba de problemas, y para ahorrar había hecho enterrar a la viuda en la fosa común, eso sí, pidiendo una comisión a Pompas Fúnebres por encargarles el trabajo. El asesino cabrón había sido desenmascarado por un antiquísimo novio de la viuda, que había vuelto a Barcelona con un ramo de flores, el certificado de propiedad de un piso y la intención de casarse con ella. Es toda una novela -había pensado Amores-, será necesario escribirla. Lástima que Amores no supiese escribir y que sus únicos éxitos literarios los hubiera conseguido en la sección de «Necrológicas».
Pero también había visto aquella tarde -a los archivos de los diarios llega todo- un anuncio de la sección de «Relax»: «Joven universitaria no profesional, alta clase, nena de Pedralbes, aceptaría relación o contacto con señor serio y solvente.» Amores era serio, pero no solvente, aunque de todos modos se atrevió a llamar al teléfono, casi pidiendo perdón. Acostumbrado a engañar a su fiel esposa (lo de fiel lo imaginaba) con mujeres tronadoras de los barrios bajos, que se prestaban los clientes y las bragas, una nena de Pedralbes con las piernas bronceadas por el tenis, los pechitos de laboratorio y el culín perfumado con lavanda le ponía al borde de la eyaculación con el simple pensamiento. Lo único que le asustaba era que los pudiese descubrir su padre, porque las nenas de Pedralbes siempre tienen un padre que va para subsecretario.
El precio no era asequible, pero Amores, ya lanzado, pensó que podía pedir un préstamo en caja. Pidió también permiso para ausentarse del diario, el cual le fue concedido con un gran alivio colectivo. Se largó a Pedralbes, o las cercanías, porque la nena le dijo que no pecaba en su propio barrio. Era una chica alta, redondita, con cara, si bien se miraba, de dedicarse a las tareas agrícolas: pero se había puesto zapatos planos, calcetines cortos y además llevaba un libro. El Amores pensador estuvo a punto de preguntarle el título, para saber si había leído al menos eso. Pero el Amores eyaculador estaba tan excitado que la imaginó siendo nombrada rector de la universidad y entrando en el aula magna con sus pechos que rompían la toga, y sus calcetines blancos. Valía la pena gastarse una fortuna por cepillarse en Pedralbes a un Rector Magnífico. El Amores desvirgador (pues sin duda la futura rector era virgen) preguntó a la chica si podían
realizar in situ la inseminación, es decir, en alguna habitación de las proximidades, preparada para tales eventos. La chica le respondió que había que guardar las apariencias, porque ella era una señorita de clase alta en la ciudad alta, y por tanto irían por separado al sitio donde la virtud femenina sería profanada por primera vez. Dios sabe lo que pasaría si se enterara su padre o lo sospecharan los miembros de algunos consejos de administración bancarios. A estas alturas del negocio, Amores estaba ya empalmado, dispuesto a creerlo todo, y decidido a trepar por la fachada hasta la última ventana de la Facultad de Ciencias. De modo que le pareció maravilloso que ella le señalara un edificio cercano (más fácil no podía ser) y le dijera que llamase dentro de cinco minutos por el interfono al segundo piso, sexta puerta. Ella le abriría y le esperaría con el corazón, los brazos y las piernas también abiertos.
Amores hizo meticulosamente lo que le habían indicado. Buen amante no lo sería, pero obediente y encima pagador, claro que sí.
Esto era lo que había ocurrido muy poco antes de que Amores encontrase en una acera de la Diagonal, jugándose la vida, al policía mejor leído y peor comido de toda Barcelona.
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