Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Sólo faltaba saber si Virgin Gomara, tiempo antes, había sufrido la hepatitis C. Eso era algo más difícil, porque ningún médico contestaría a sus preguntas. Pero Méndez contaba con la ayuda de las agencias de recortes de prensa.

Una de ellas facilitó una pequeña noticia: la señorita Virginia Gomara descansaba en el hermoso balneario del Vichy Catalán, donde probablemente se hospedaría una larga temporada. ¿Y de qué coño iba a descansar una larga temporada una señorita en la flor de la edad? Seguro que los médicos le habían recetado reposo.

Hepatitis C.

Méndez no preguntó en el balneario para asegurarse, sino en varías clínicas de lujo de Madrid. Motivo, o mejor dicho falso motivo: un seguro médico que la señorita Virginia Gomara tenía que cobrar. En Puerta de Hierro le dijeron que la distinguida dienta había sido tratada de una hepatitis.

Bueno, ya estaba.

La muerta, la horriblemente muerta, era Virginia Gomara.

Su padre, el hombre poderoso, era el banquero Ores-tes Gomara, el viudo, el que siempre había vivido con su hija.

Y la estaba vengando.

Méndez podía hacer dos cosas: la correcta o la incorrecta. La correcta era dar cuenta a sus jefes para que éstos siguieran la investigación, la incorrecta era seguir él sólito sus pesquisas, que tanto dinero le estaban costando.

Por supuesto, hizo la cosa incorrecta.

Ahora bien, el funcionario probo tiene siempre un detalle de conciencia que consiste no en arreglar las cosas, sino en cubrir el expediente. De modo que Méndez telefoneó al comisario Fortes.

– ¡Hostia! -dijo éste-. ¿Otra vez en Madrid? ¿Todavía no le han echado?

Luego contestó brevemente a la taimada consulta de Méndez:

– ¿Dice que el banquero Gomara podría estar envuelto en un delito? ¿Y no me explica cuál? Pues se mete el dedito, digo el delito, en el culo, porque a mí no me interesa complicarme la vida. Además, sólo puede ser un fraude de divisas o un blanqueo de dinero. Y si usted pone el ojo encima de un balance o una auditoria, le entra mareo, le entra caguera y se le arruga el prepucio. Vamos, que no entiende ni la primera cifra. Por tanto, absténgase, ya que no averiguará nada. Y si averigua algo, peor, porque va a tener en contra a tantas fuerzas del país que acabará haciendo mamadas en el penal del Puerto de Santa María. ¿Que si a mí me interesa, como policía, meterme en el asunto? ¡Vamos, hombre! ¡A mí lo que me interesa es seguir cobrando a fin de mes y que no me atrape follando la parienta!

Méndez sabía que Fortes le diría eso.

Pero ya había cumplido con su conciencia.

Ahora le quedaba lo más difícil: cómo abordar el asunto.

Seguro que si Gomara había hecho ejecutar a David de aquella forma horrible era porque tenía gente a sueldo. Y gente de primera clase. En consecuencia, si Méndez le estorbaba, haría matar a Méndez. Ese no era un gran problema legal; las investigaciones sobre la tal defunción no irían lejos, porque en todo caso, Méndez bien muerto estaba. La Jefatura le pagaría una esquela (a lo mejor), los compañeros lo celebrarían con una cena y la Delegación del Gobierno les prometería una paga extra.

Si la intervención directa era mala por peligrosa, la intervención indirecta, investigando paso a paso, era peor por inútil. Nunca llegaría a averiguar, y menos a probar, que Gomara estaba vengando a su hija. Y encima, puestos a ser sinceros, Méndez lo justificaba. Si la policía pública no había averiguado nada aún, justo era que el dinero privado ajustase las cuentas. Y aun suponiendo que los criminales fueran detenidos y llevados ante el juez, a los dos años ya estarían en la calle con permiso penitenciario.

Por tanto, Méndez tomó la solución más arriesgada, que en el fondo era la que había tomado siempre. Entendía la actitud de Gomara y podía hablarle no de igual a igual, pero sí de hombre a hombre. Le interesaba una entrevista con el Poderoso.

Fue don Álex quien le dio la noticia:

– Oiga, que Orestes Gomara no está en Madrid.

– ¿Pero no tiene su banco, su domicilio fijo y sus negocios aquí?

– A ver, a ver… El banco marcha solo, del domicilio fijo puede uno ausentarse, y los negocios de un hombre como Gomara están en todos los sitios. Tiene una inmobiliaria en Barcelona, de modo que ahora vive allí. ¿Motivo? Barcelona está creciendo, aunque en teoría no puede crecer más, encajonada como está entre dos ríos, el mar, la montaña y las tetas de sus putas más históricas.

– Dígamelo a mí, don Álex, dígamelo a mí, que ya no la conozco. Barcelona debía de estar fantástica en los tiempos de las murallas, cuando todas las casas estaban dentro de un círculo, todos los vigilantes se conocían, todos los tenderos vendían al mismo precio y todos los obreros se tiraban el sábado a la misma puta.

– Ahora hacen calles con tiralíneas y construyen casas hasta en los cementerios. Se lo digo yo, señor Méndez: no hay orden alguno.

– ¿Y Gomara está haciendo negocios allí?

– Exacto. En las márgenes del Besos, que siempre fue un río cloaca, hay muchas cosas por hacer. Pero me han asegurado que también negocia con las casas del Ensanche. Las compra, echa a los vecinos, las derriba o rehabilita y hace unos pisos o unas oficinas más caros que el copón.

– De modo que deberé ir allí.

– No sabe lo mal que lo pasaré sin verle, señor Méndez. Cuando usted se va, tengo la sensación de que el país se acaba.

Méndez regresó a Barcelona, a su tierra prometida y llena de justicia. Pero el recibimiento del comisario Pons fue exactamente igual que el recibimiento del comisario Fortes:

– ¿Otra vez aquí, Méndez? ¿Pero aún no le hemos echado?

Méndez volvió a su mesa al lado de los sanitarios, comprobó que seguía sin trabajo y se enteró de que ya habían ascendido a una compañera policía culona. Entonces, enganchado a un teléfono que pagaba el gobierno, se enteró también de todo lo que estaba haciendo en Barcelona Orestes Gomara.

– Ha puesto dinero en Pueblo Nuevo, donde hay grandes proyectos inmobiliarios, y en La Sagrera, que es lugar muy afectado por el Ave. Pero su negociete más seguro, su mercería, está en el Ensanche. Compra casas a buen precio, porque los habitantes no pueden pagar las reparaciones. Luego los echa sin grandes problemas, porque en esas casas que antes fueron señoriales, amigo Méndez, viven muchas viejas que están en la última miseria.

Méndez conocía el terreno. El Ensanche fue tierra señorial, sobre todo la parte derecha, porque el urbanista Ildefons Cerda lo concibió teniendo como eje el paseo de Gracia. Las calles eran anchas, arboladas y ventiladas, en contraste con las calles de la ciudad antigua: además, los interiores de manzana debían estar abiertos por un lado y convertirse en un jardín, cosa que a los propietarios de los terrenos les pareció un desmadre como para tirarse de cabeza a la cloaca. Y eliminaron los jardines para aprovechar toda la superficie. También las calles les parecieron exageradamente anchas, una pérdida de terreno inútil. Y para ello alegaron razones médicas y de salud pública que nadie podía rebatir: con las calles tan anchas y tan rectas, señor alcalde, bajarán huracanados los vientos de la montaña, y los honrados paseantes atraparán cada pulmonía de la hostia.

El caso era que aquél nunca había sido el territorio de Méndez, en parte porque había demasiada luz y demasiada riqueza, y en parte porque lo de los vientos huracanados era verdad. Mejor dicho, era mentira, pero el aire abundoso y limpio podía perjudicar a Méndez, conservado por el aire quieto y los efluvios ligeramente fétidos de la ciudad vieja.

No era su tierra, pero Méndez la conocía bien. Con ese instinto que los pobres tienen para la pobreza (los ricos la ignoran, y les parece mentira que aún exista), Méndez sabía que en el Ensanche yace la miseria más espantosa de Barcelona, aunque, eso sí, es una miseria secreta. Viudas de abogados independientes que tuvieron que dejar el despacho en un ataúd vivían ahora con una pensión tan miserable, la pensión del Colegio, que hasta un inmigrante africano la rechazaría. Viudas de médicos que habían cuidado de medio distrito subsistían con una dieta tan sana que sin duda la habrían recomendado sus maridos: un vaso de agua y un yogur. Lo que pasaba era que, por vergüenza, siempre salían bien arregladas a la calle, y nunca se agregaban a las manifestaciones de los barrios, que pedían pisos nuevos y subsidios. Mejor dicho, Méndez no recordaba que en el Ensanche se hubiese organizado manifestación alguna, de no ser las de la época de la Transición pidiendo libertad. De esas manifestaciones salieron contusionados, lisiados, y quién sabe si impotentes, los maridos de muchas viudas.

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